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Luz de la humanidad
Buscando la luz...

profetas 11













TEMA 11:
LA RECONSTRUCCION FUTURA


 

AGEO, ZACARIAS I, ISAIAS III, MALAQUIAS, ABDIAS, JOEL Y ZACARIAS II


 

TEXTO: Ag 1‑2; Is 56‑66; Jl 3‑4; Za 9‑14 (para el encuentro com.:Is 61,1-11)


 

CLAVE BIBLICA


 

0. UBICACION DEL TEMA


 

0.1. ¿Para qué profetas, si ya no existe monarquía?


 

0.1.1. La monarquía le dio la especificidad al profetismo israelita


El pro­fetismo de Israel, frente al panorama profético de todo el Pró­ximo Oriente, apareció como un fenómeno propio, exclusivo. Aunque participó del fondo general profético de los demás grupos humanos ‑visiones, sueños, actos sim­bólicos, actos mágicos etc.‑ sin embargo, terminó poniendo su espe­cifici­dad: ser conciencia crítica de la monarquía. Es decir, Israel empleó las técnicas proféticas comunes del Medio Oriente, pero las puso al servicio de una cau­sa: defender al pueblo de los atropellos que el sistema monárquico israelita llegara a cometer contra el pueblo. Ya sabemos que la monarquía a­pareció en Israel en 1030 a.c., después de una experiencia de organización social comu­nitaria, antimonárquica, vivida en algún tiempo, después del éxodo y de la conquista de la tierra de Canaán. Lo llamativo es que tan pron­to apareció la posibilidad de la monarquía en Israel, apareció también un pro­feta ‑Samuel‑ que reivindicó los derechos del pueblo frente a la mo­nar­quía. A partir de este momento, todos los profetas de Israel tuvieron esa misma característi­ca: estar ligados al fenómeno monárquico, aunque en algún momento tuvieran sus ambigüedades frente al mismo.


 

0.1.2. El final de la monarquía no significó su muerte


 

Ya nos son conocidas las dos catástrofes monárquicas de Israel: la del Reino del Norte (721 a.c.) y la del Reino del Sur (586 a.c.). Pero, aunque mate­rialmente cayeron dichos reinos, la monarquía siguió entronizada en el alma israelita. Sobre todo los deportados ‑reyes, príncipes, señores de corte, militares, sacerdotes, arte­sanos‑ soñaban en volver a la tierra, para resta­blecer la monarquía con descendientes de David. Los profetas estuvie­ron siempre alertas para que su restablecimiento ‑también soñado por ellos mismos‑ fuera lo más cercano posible al corazón de Dios.


 

0.1.3. La monarquía siguió siendo un proyecto


A la hora de la verdad, la monarquía siguió siendo el proyecto más fuerte del Israel del tiempo de los persas. La comprensión y el respeto de éstos por la cultura y las institu­cio­nes de los pueblos conquistados avivó la esperanza de Israel de poder restablecer en Jerusalén a algún descendien­te de David. Más aún, dicha espe­ranza llegó a ser casi realidad, ya que los persas financiaron la recons­trucción de las murallas de Jerusalén y la re­construcción de su templo. Además, respaldaron la restauración de la Ley, y permitieron el regreso de Zorobabel, descendiente davídico.




 

0.2. La relación monarquía‑profetismo


 

0.2.1. El profetismo de Israel, conciencia crítica de la monarquía


La monar­quía siempre fue vista por la conciencia profética como algo sospe­choso y hasta abiertamente malo, ya que su implantación en Is­rael sig­nificó la desaparición de la igualdad de las tribus y de las perso­nas; la autorización de privilegios a grupos dinásti­cos; la destrucción de leyes consuetudinarias, como la de la propiedad in­transferi­ble de la tierra; la imposición de tributos en especie y en traba­jos; la creación de las gran­des estructuras económicas, con palacios para todos los funcionarios y sus fami­lias; la creación de estructuras de defen­sa, con todo lo que significaba tener un ejército permanente con habitación y alimentación para todos sus dirigentes, con guarniciones y dotación de armas; finalmente, con la crea­ción de una gigantesca estructura templaria. Todo esto debía mantenerse a costo de sudor y sangre en el pueblo. Basta recordar, entre muchísimos tex­tos posibles, estos dos: 1 S 8,1ss (los dere­chos de los poderosos sobre los derechos del pueblo), y 1 R 5‑11 (las construcciones de palacios, templo, silos, de­fensas... el boato de los sacrificios... la riqueza de sus pala­cios... el abuso sobre la mujer con 1.000 de ellas como esposas y concubi­nas... el ataque a la configuración de las tribus, para transformarlas en distritos arbitrarios... etc.).


 

0.2.2. Lo que más hirió a la conciencia profética


 

Los últimos profetas vie­ron la ruina causada por la monarquía. ¿Qué posición tomaron? A pesar de sus posibles y naturales ambigüedades, no hay un solo profeta que no hubiera reflejado en sus páginas la crítica directa o indirecta al sistema social monárquico bajo el cual le tocó vivir. La razón de esto es que la monar­quía fue la reimplantación de un sistema social que, para mantenerse vivo, necesitaba de la creación y mantenimiento de las cla­ses sociales diferentes; del poder absoluto en manos de una voluntad su­prema corruptible; del uso de estructuras de poder incondicionales tanto de armas, como de dinero y de religión y del empleo de un sistema tributario firme, sin compasión. Exactamente lo contrario al plan de Dios. Esto explica el re­clamo continuo de los profetas.


 

0.3. La monarquía nunca murió en el corazón de Israel


 

0.3.1. La historia tiene su propio camino y da grandes lecciones


 

La pregunta obvia es ésta: si la monarquía era tan estructuralmente mala, ¿por qué algu­nos de los últimos profetas que nos ocupan trataron de mante­nerla y restau­rarla? Recordemos el camino histórico de la monarquía, para ver si se nos clarifica esta pregunta. La monarquía no fue una elección libre del pueblo, ni estuvo patrocinada por el profeta de entonces (Samuel), ni apoyada teoló­gicamente por Dios. Apareció en Israel como una necesidad histórica, bien manejada por los líderes de entonces, interesados en ella. El proyecto ante­rior ‑el de la sociedad igualitaria del Exodo‑ estaba co­rrompido por la falta de calidad en tribus, líderes espirituales y pueblo. Israel naufragaba en un cúmulo de contradicciones internas y en una multi­plicidad de amenazas externas. El abandono de la estructura social comunita­ria, inaugurada a partir del éxodo, no se debió a la negación del valor espi­ri­tual de dicho pro­yecto, sino a la necesidad de sobrevivir en un momen­to en que no se tenía la calidad para mantenerlo. Todos creyeron ‑empezando por el profeta Samuel‑ que la salvación estaba en instaurar una monarquía que com­pitiera con la de los otros pueblos, pero con un elemento que los otros pueblos no tenían: sería manejada por un israelita que ya había reci­bido, de parte Dios, la revelación del principio de justicia como norma de acción. Ellos creyeron que en Israel se cumpliría de verdad el deber que se le impo­nía al monarca de proteger al pobre y desvalido. Esta fue su gran e­quivoca­ción. Porque la estructura de la monarquía daba como para hacer actos aisla­dos de bondad con el pobre, pero no para hacer desaparecer la pobreza, fruto del desnivel social que crea la misma monarquía.




 

0.3.2. El error de todo el pueblo fue también error de sus profetas


 

Es de­cir, pueblo y profetas le pidieron a la monarquía lo que ella no podía dar: que fuera un agente de justicia, en el sentido de que suprimiera los privi­legios de algunos (reyes, funcionarios, administradores, ejér­cito, templo...) y los nivelara con el pueblo. Monarca tras monarca fue cri­ticado por los profetas. Estos nunca escondieron los delitos de los fun­cio­narios, de la corte y de los reyes. Y se quedaron esperando que el si­guiente monarca cumpliera el precepto de justicia mandado por Yahveh. Promo­vieron destitu­ciones de monarcas, eliminaron reyes, implantaron nuevas di­nastías, siempre buscando lo imposible: que apareciera alguien, como David, que le devolvie­ra al pueblo el honor y el poder perdido. Por esto la monar­quía no murió en el interior de los israelitas, incluidos los profetas. Aunque éstos tuvieron claro el principio de justicia como norma de gobierno, no supieron prescin­dir del modelo de sociedad monárquica. El poder de go­bierno estaba en manos de otros (del rey, su corte y sus estructuras de gobierno), ¿cómo hacer que éstos renuncien a dicho poder? Era pedir lo impo­sible.


 

0.3.3. En espera de que alguien rompiera el círculo de muerte


Por todo lo anterior, el A.T. y sus profetas se quedaron en la espera del Mesías. Se necesitará el N.T., la claridad de Jesús de Nazaret, para reo­rientar las cosas definitivamente: mientras se piense en la monarquía como modelo de sociedad, no se saldrá de la injusticia (Lc 22,24‑27); mien­tras no se renun­cie a repetir el esquema nonárquico heredado (Jn 18,36), se seguirá crucifi­cando a los enemigos de dicho sistema; y mientras no se ponga a los pobres como principio de acción, no podrá existir una sociedad nueva (Lc 4,18; Mt 5,2; Mt 11,2‑6).

 

 

0.4. Significación de este grupo de profetas


 

0.4.1. La atracción de los grandes y el ocultamiento de los pequeños


 

Ordina­riamente les prestamos muy poca atención a los últimos profetas del A.T. En primer lugar, los grandes profetas copan toda nuestra atención li­túrgica, y nuestra formación bíblica. Además, los últimos profetas perte­ne­cen a un período de historia muy poco conocido, oscuro, muy poco estudiado y superficialmente tratado. Sin embargo, es interesante y apasionante ver cómo estos pequeños profetas man­tienen en el pueblo la esperanza, cómo se sirven de una historia dolorosa y del callejón sin salida en que ésta los colocó, para darle respuestas sabias al pueblo.


 

0.4.2. Lo original de este tiempo y de sus profetas


 

Sin embargo, con estos pequeños pro­fetas avanzó la teología del A.T. Se recuperó la humildad histórica, se relativizaron las instituciones tradi­cio­nales en las que se había puesto tanta confianza, se avivó la nece­sidad de un mesías que dijera la verdad definitiva, no tanto sobre princi­pios teo­ló­gicos, como sobre la praxis más cercana al corazón de Dios y al remedio de las necesidades del prójimo. En este tiempo, como cosa original, no sólo se denunció el pecado contra el pobre, sino que se le llegó a dar al mismo un protagonismo defini­tivo para la historia futura. ¿Nos parece poco?


 

0.4.3. El inmenso valor de darle protagonismo al pobre


 

Muchas veces hemos creído que la gran revelación queda cumplida en los gran­des profetas. En estas grandes figuras queda clara una cosa que nunca cesa­remos de agradecer: su valentía para denunciar los pecados de los gran­des y los atropellos con­tra los pequeños. Pero a sus páginas les faltó más clari­dad en explicitar el valor de lo pequeño en el plan de Dios. Tenemos que entender que cada época tiene reservada su propia intuición. Esto lo decimos para no desvalorizar a nada ni a nadie, ya que cada cosa cumple su misión y hace su propio papel. Esta es la verdadera historia. Por eso, lo que quisié­ramos reivindicar, como lo más importante de este período, no son sus gran­des denuncias frente a la injusticia, sino el papel y la importancia que le dan al pobre, superior a la que le dieron al rey, al templo, a la ley, en orden a la futura restaura­ción del Israel hundido.



 

1. NIVEL HISTORICO


 

1.1. El dolor y la amargura que dejó Babilonia


 

1.1.1. Un ordinario equívoco frente a los imperios


 

Babilonia pasará en la historia israelita como el período de su mayor humi­llación. Este Imperio fue el que destruyó a Jerusalén (586 a.c.). Ya antes, en el año 597 a.c., des­pués de una toma de Jerusalén, Nabucodonosor se había llevado al rey israe­lita de apenas 18 años, a su madre, su esposa y numerosos súbditos, todos ellos de alguna categoría social. Este rey, des­pués de muchos años de encar­celamiento, fue liberado por el rey Evil Merodac (Awil Marduk = el hombre de [el Dios] Marduk), que reinó del 562 al 560 a.c. La liberación de este rey llenó de entusiasmo a muchos israelitas, que cre­yeron que había llegado el momento de la restauración de la dinastía de David (2R 25,27‑30; Jr 52,31‑34). Estos "actos de bondad política" volvieron a repro­ducir el permanente equívoco histórico frente al opresor de turno: no tiene el corazón tan malo, todavía se puede confiar en él. Es la constante de una historia que llevó a equívocos hasta a los mis­mos profetas, que lle­ga­ron a considerar al rey de Persia, el nuevo im­pe­rio de turno, como al sier­vo de Dios, a su ungido. La lección es la de siem­pre: los actos persona­les de bondad, las estrategias del poderoso no de­ben ser confundidas con la estruc­tura opresora del poder que, tarde o tem­prano, descubre sus verdaderas intencio­nes.


 

1.1.2. La memoria del opresor


 

Los actos aislados de bondad del Imperio babilónico no pueden ni deben bo­rrar en el pueblo la memoria de la opresión sufrida durante tan­tos años. La generosidad ocasional de la Babilonia opresora no debe ser confundida, de ninguna manera, con su brutal sistema conquistador, cuyas características va­le la pena recordar, como memoria subversiva que alimentó la resistencia en Israel y no dejó que muriera su esperanza. El pueblo guar­dó memoria de la estructura conquistadora de Babilonia, que quiso lo si­guiente:


 

* Hacer que todo perdedor conquistado, se uniera al proyecto socio‑e­co­nó­mico‑cultural del conquistador.

 

* Deportar a todo conquistado que tuviera alguna significación frente a su propio grupo. Los deportados de Israel, a pesar de que no hay unidad en las fuentes, fueron un 5% de la población total. Las deportaciones tuvieron tres etapas: en el 597, en el 586 y en el 582 a.c. (cfr. Jr 52,28‑30). Los deportados de Israel y Judá fueron miembros de la realeza, funciona­rios estatales, oficiales del ejército y artesanos (cfr. 2 R 24,14-16). La condi­ción de estos deporta­dos era o la prisión, o alguna especie de trabajo for­za­do, o alguna servidum­bre sin derechos.

 

* Gobernar al conquistado con líderes traídos de otras partes del Impe­rio o con líderes nativos pro‑imperialistas.

 

* Al conquistado que se quedó en su propia tierra, mezclarlo con con­quistadores y colonizadores traídos de fuera, portadores de privilegios y derechos.

* Evitar que el conquistado se reorganizara.

 

* Imponer al vencido tributos permanentes.

 

* Subordinar la religión del vencido a la del vencedor.

 

* Trasladar la imagen del Dios de los vencidos a la tierra y al templo de los vencedores.

 

* A un Dios sin imagen ‑como el Dios de Israel‑ trasladarle las cosas sagradas de su templo.

* Dejar culturalmente al vencido lo más indefenso posible, a fin de romper toda resistencia.

 

* Imponer la propia cultura (costumbres y religión) al vencedor.


 

1.1.3. Resultado del sistema conquistador asirio‑babilónico


Recordemos que fueron dos los imperios que tuvieron que ver con la des­truc­ción de la monar­quía: el Imperio Asirio que destruyó el Reino del Norte o Israel (721 a.c.) y el Imperio Babilónico que destruyó el Reino del Sur o Judá (586 a.c.). Ambos contribuyeron a la ruina de Palestina, aunqe es Babi­lonia quien deje la última huella.


 

* ¿Cómo quedó Jerusalén? "¡Qué solitaria está Jerusalén, la ciudad po­pulosa!" (Lm 1,1) El corazón del israelita se destroza al recordar la ruina de su ciudad, que quedó con la desolación de una viuda, sometida a tri­butos (1,1), con su pueblo caído e indefenso (1,7), con sus niños y an­cianos tira­dos en las calles y sus jóvenes acuchillados (2,21), con las piedras de su templo esparcidas en las esquinas (4,1), con sus doncellas violadas (5,11), con su cultura y su alegría destruidas (5,14‑15), todos enfebrecidos por el hambre (5,10), comprando hasta la leña y el agua (5,4), cambiando sus joyas por pan (1,11), con sacerdotes y ancianos muertos mien­tras buscan comida (1,19), con sus niños desfallecidos de inanición (2,12) y cocinados y devo­rados por sus propias madres (2,20; 4,10)...



 

* ¿Cómo quedó el campo? "Sembráis mucho, pero recogéis poco"... (Ag 1,6a). La situación del campo era también deprimente. Ageo la siguió descri­biendo así: los grandes esfuerzos que hacía el campesino para comer, vestir y trabajar eran casi inútiles, frente al resultado de sus cosechas: lo que se recogía no alcanzaba para nada (Ag 1,6b). El sueldo de los jornaleros era insuficiente (Ag 1,6c). Los historiadores de este período llaman la atención acerca de dos hechos que vale la pena mencionar. En primer lugar, la pérdida de tierras campesinas por motivo de las invasiones de las naciones vecinas: de los edomitas, que se establecieron en el sur, y de los moabitas y amoni­tas, que se tomaron en la Transjordania tierras que pertenecían a Israel. En segundo lugar, hubo también una diáspora importante, ocurrida en tiempos de Jeremías, por motivo del asesinato de Godolías, líder pro babilónico, gober­nante de Judá. Y hubo también emigraciones hacia Egipto, Transjordania, Siria y Fenicia.


 

* ¿Cómo quedaron los desterrados? "Pedid por la prosperidad de la ciu­dad a donde yo os desterré"... (Jr 29,7). Los desterrados de Babilonia, si­guiendo el consejo que les daba Jeremías -consejo que va a tratar de co­rre­gir Is 40,27 y 49,14- están bajo el peligro de adap­tar­se a la nueva situa­ción y así perder el deseo de regresar a la patria.


 

1.2. El Imperio y la cultura persa


 

1.2.1. La fulgurante aparición del nuevo imperio


 

Persia no figuraba entre las potencias tradicionales de Mesopotamia. En pocos años se adueñó (con Ciro) de Mesopotamia y de Egipto, de Asia Menor y de Siria‑Palestina. Comen­zó por Asia Menor: En el 550 a.c. derrotó a los medos; en el 546 a Lidia. Siguió con Mesopotamia. Aprovechó la división interna de Babilonia: el con­flicto de Nabonid con los sacerdotes de Marduk, Dios arbitrariamente rempla­zado por el Dios Sin (luna). Parte del ejército babilónico se adhirió a los persas. Y en el 539 Ciro era aclamado en Babilo­nia. Ciro tenía también pro­yecto de conquistar a Egipto. Pero no lo logró: murió antes. Será Cambises quien conquistará a Egipto, en el 525 a.c.


1.2.2. Los opresores considerados "Instrumentos y Ungidos de Yahvéh"


 

El hecho de que Persia hubiera acabado con el dominio babilónico fue consi­derado por los desterrados como una bendición. Y este sentimiento se agudi­zó, cuando los nuevos gobernantes persas demostraron beneficiar a Is­rael. Este fue el caso de Ciro, a quien se le llegó a componer un himno, como instrumento de Dios (Is 41,1ss), o a quien se le llama "cumplidor de la palabra de Yahveh" (2 Cr 36,22ss; Esd 1,1), "Pastor mío" (Is 44,28), "Un­gido de Yahvéh" (45,1), "reconstructor de mi ciudad", "libertador de mis cauti­vos" (Is 45,13s; 48,12‑16). El aseguró el retorno de los deportados (Esd 1, 1‑­6), le devolvió al templo 5.400 utensilios de oro y plata quitados por Nabu­codonosor (Esd 1,7‑11; 5,14‑15) y financió la reconstrucción del templo (Esd 6,2‑5; 2Cr 36,22‑23). Más tarde Darío confirmó estos decretos (Esd 6,6‑15).


 

1.2.3 Un imperio que modificó las reglas de juego


 

Persia, tan pronto derro­tó a Babilonia y se sintió nuevo amo del mun­do, cambió las reglas de juego con las naciones vencidas:


a) Reorganizó el sistema de recolección de tributos. Para eso fundó las "satrapías" o especie de protectorados que regían los territorios con­quistados ‑divididos a su vez en provincias‑ bajo el mando de un miembro de la familia real, encargado de cobrar los tributos y de reclutar tropas para la guerra. A partir de este momento, ya no fueron los templos los encargados de colectar tributos. Aunque con esto se regionalizó la administración, sin embargo, supieron también conservar la unidad. Le dieron a los tributos tal importancia, que se convirtieron en el gran negocio del imperio. Con este motivo, se mejoró y se agilizó igualmente el sistema de correos de todo las regiones dominadas y relacionadas con el imperio.



b) Persia resolvió también restablecer y respetar la cultura religiosa de los pueblos sometidos. Como consecuencia de ello hizo lo siguiente:


 

- Autorizó el restablecimiento de las leyes sagradas de los otros pue­blos, entre ellas las de Israel (Esd 7,25‑26). Las leyes le habían servi­do a Israel para identificarse y diferenciarse del opresor en el destierro. De aquí su importancia en una tierra en donde no había posibilidad de otra identificación, ya que carecían de templo e instituciones. El nuevo opresor fue entonces capaz de dejarles sus leyes y la ilusión de que con ellas si­guieran creyéndose diferentes. Israel, en el fondo, estaba deteriorado, pese al esfuerzo que estaban haciendo sus últimos profetas. Sus jefes seguían pen­sando en la restauración de sus viejas glorias. Y esto le quitaba peli­grosi­dad a su identificación legal que, a la hora de la verdad, era meramen­te exterior, sin pretensiones de cambios radicales que hicieran de Israel una nación revolucionaria a la que hubiera que temerle. Esto lo sabían los pro­fetas que sí trataban de vivir a fondo su identidad. La ley vivida sólo en su exterioridad no era nada peligrosa. Para el Israel oficial había per­dido su sentido original: averiguar la voluntad de Dios, para escoger el me­jor camino que pudiera cambiar la historia.


 

- Con el restablecimiento de las leyes, quedaba autorizada, de parte de Persia, la restauración del templo. El nuevo imperio estaba dis­puesto a pagar dicha reconstrucción. Así lo reveló el edicto de Ciro, del cual se conservan tres versiones (2Cr 36,22‑23; Esd 1,1‑5 y 6,3‑5). También quedaba autorizado el traslado de los utensilios del templo, traídos por los babilo­nios en los días de la destrucción de Jerusalén. Los persas solían autorizar la devolución de las imágenes de los dioses arrancados de sus templos por los conquistadores babilónicos. Puesto que Yahveh no tenía ima­gen, se debían devolver los utensilios sagrados de su templo que, en cierta forma, lo iden­tifican. En el 538 a.c. Sesbassar los lleva a Jerusalén (Esd 1,7‑11).


 

- Persia también restableció a los dioses propios de cada cultura. Y empezó por casa: Ciro volvió a entronizar al dios Marduk, destronado por Nabonid, último rey de Babilonia. En el fondo, hay aquí una sutileza teoló­gica que queremos subrayar. Al devolverle a los otros pueblos sus dioses, Persia les devolvió dioses derrotados. Y la presencia de un Dios derrotado resaltaba el valor del dios triunfador. Este favorecía las entradas económi­cas del imperio reinante. Los otros dioses, a la hora de la verdad, estaban al servicio del gran dios triunfador. Los dioses derrotados hacían falta para resaltar el propio.


c) Finalmente, Persia estableció cambios en el sistema social. Los desterrados quedaron autorizados para regresar a su lugar nativo. Así se hizo con los deportados, líderes sociales, políticos y religiosos de Israel (Esd 7,13). ¿Todo esto es bondad del Imperio? Quizás no. Es más bien políti­ca refinada de Persia. Ella tenía en su mira conquistar a Egipto y para ello necesitaba que Israel le abriera camino y le guardara las espaldas. La puer­ta para entrar a Egipto era Judá. No era bondad, era interés. Los imperios no suelen dar nada gratis. De aquí el interés persa de que los desterrados re­gresaran pronto. El decreto de regreso lo dio Ciro al año siguiente de su subida al trono (538 a.c.). La conquista de Egipto acaeció el 525 a.c.


 

1.3. Las tensiones internas de los oprimidos


 

1.3.1. La ventaja de estar cerca al poderoso


Los desterrados, que eran la minoría, terminaron imponiendo su proyec­to de reconstruir la monarquía, Jerusalén y el templo. De hecho se con­side­ra­ban a sí mismos como el resto santo, purificado por el exilio babi­lónico. Esta es la visión general del intérprete Cronista que nos dejan los libros 1‑2 de Crónicas, Esdras y Nehe­mías. ¿Por qué se impuso la minoría? Porque coincidió con el tiempo, la tierra y el proyecto del nuevo amo: esta­ban en el destierro, cerca del nuevo amo, eran los que conversaban con él y llega­ron a coincidir con sus planes. A los desterrados se les ocultó, por falta de visión política, la táctica del dominador: reconstruir para dominar más y mejor.


 

1.3.2. El sacerdocio en acción


 

El liderazgo sacerdotal se puso en acción. En Jerusalén y en el templo esta­ba su interés. Las figuras más destacadas fue­ron Esdras y Nehemías. Tam­bién lo fue la del Sumo Sacerdote Josué. Es cierto que lucharon por de­vol­verle a Dios el lugar que ellos creían que se merecía. Pero también es cier­to ‑la historia lo demostró‑ que la teocracia le abrió el camino a la hiero­cracia. Intereses locales y personales ofuscaron al sacerdocio.


 

1.3.3. Los retornos sucesivos de los deportados


Los deportados con su pro­yecto de reconstruir Jerusalén, templo y monarquía, fueron retornando len­tamente. Año 538: bajo la guía de Sesbassar (Esd 1,8.­11). Año 525: bajo la protección de Cambises que va a Egipto. Año 445‑433: bajo Nehemías (primera excursión a Jerusalén). Año 425‑424: bajo Nehe­mías (segunda excursión). Año 398: bajo Esdras, con 1.500 deportados, 38 levi­tas, 220 donados (Esd. 8,1ss). Estos deportados nunca consultaron su pro­yecto con el pueblo. Se lo impusie­ron.


 

1.3.4. La imposición generó conflictos


Como era natural, los que regresaron entraron en conflicto con los que se quedaron. Estos conflictos internos, por causa del proyecto que se inten­taba imponer, los podríamos enumerar así:


1) Conflicto entre clases sociales diferentes: entre el grupo de los deste­rrados que regresan (llamado "La Golá"= cautiverio, organizado en torno al proyecto sacerdotal y apoyado económicamente por Persia) y el grupo de los campesinos y terratenientes empobrecidos (llamado "el Pueblo de la tie­rra", parte de los que se quedaron en Palestina) (Esd 4,4).


2) Conflicto económi­co, muy particular, entre el grupo de los sacer­dotes del Templo con el grupo del Pueblo de la Tierra, en razón del tributo que era reclamado tanto por el gobernador de Samaría, representante oficial de Per­sia, como por los sacer­dotes del Templo. Cada grupo mantenía su propia comu­nicación con las capita­les de Persia (Susa y Ecbatana).


3) Conflicto reli­gioso entre los pudientes de Jerusalén y los sacer­dotes y profetas que respaldaban la reconstrucción. De todo esto dan razón los tex­tos.




 

2. NIVEL LITERARIO


 

2.1. Lenguaje de los profetas en torno a la reconstrucción


 

2.1.1. El lenguaje de los profetas de la reconstrucción del templo


 

Los pro­fetas que asumieron como propia la causa de la reconstrucción del templo fueron Ageo y Zacarías I. No es que haya sido sólo esta su preo­cupa­ción. También supieron tocar, como buenos profetas, el tema de la justi­cia. Pero los ofuscaba el hecho de que ya iban 18 años desde el edicto de Ciro y el templo no se reconstruía. Esto era una vergüenza y podía conver­tirse en castigo. Por eso llamaron al príncipe davídico Zorobabel y al Sumo Sacerdote Josué a que apresuraran la reconstrucción. La profecía de Ageo fue en el 520 a.c. (Ag 1,1.15a; 1,15b-2,1; 2,10.18.20). La profecía de Zaca­rías el 518 a.c. (Za 1,1.7; 7,1). Ageo insistió en la necesidad de empezar la re­cons­trucción y de perseverar en ello. Zacarías I acentuó la necesaria puri­fica­ción de líderes y pueblo para acompañar al nuevo templo.


* Ageo, un lenguaje que supo sostener la validez del templo. Ageo supo presentar con arte su profecía sobre el tema del templo.


 

a) Se presentó como defensor de una tradición genuina: como profeta (1,1.1­2), que hablaba de parte de Yahveh de los ejércitos (14 veces), al que cono­cía en su ternura (1,13; 2,4) y en su gloria (1,8; 2,3.7.9).


 

b) Supo inte­resar en la recons­trucción: habló de sus ruinas (1,2.4.9), invi­tó al trabajo (2,4), fue testi­go del comienzo de los mismos (1,12‑15a), de la colocación de su piedra fundamental (2,15.18); animó a las autoridades (Zo­robabel y Josué) y excluyó a los que le pareció (2,10‑14).


 

c) Presentó al templo como relacionado con la naturaleza: el templo en rui­nas no se compa­ginaba con la sobreabundancia de algunos (1,4.9.); la po­breza de los cam­pesinos dependía de la carencia de templo (1,5‑6.9.10‑11; 2,16).


 

d) El templo estaba relacionado con el acontecer político: la caída de los enemigos (2,20‑23) y la paz (2,9). Esto en si mismo superaba al templo­construcción: Dios no se quedó encerrado en él. Además, la construcción del templo pedía, de alguna manera, la organiza­ción del pueblo: el trabajo comu­nitario, de hecho, reunía al pueblo.


 

1.3.2. El lenguaje de los profetas de la restauración conflictiva


 

Ya vimos los conflictos que trajo consigo la restauración del templo, por ser un proyecto impuesto. Hubo profetas que trataron de hacerle frente a estos conflictos. Fueron la mayoría. Su sensibilidad tuvo más en cuenta al pobre y sus necesidades, a sus valores morales para reconstruir el futuro que a la monarquía y al templo. Estos profetas fueron: Isaías III ‑como el que más‑ (510 a.c.); Malaquías (500‑450 a.c.); Abdías (500‑450 a.c.) y Joel 3‑4 (400‑450 a.c.).


* Isaías, un lenguaje contra un proyecto que no favorecía al pueblo.


 

a) A la hora de la verdad, Yahveh no está interesado en que le recons­truyan el templo (66,1‑2); pero si se le llega a reconstruir, debe ser casa de oración para todos los pueblos (56,7).


b) Yahveh habita en lo alto y con los aplastados y humillados (57,15).

 

c) Condena los ayunos establecidos. El ayuno valedero es la práctica de la justicia: liberar oprimidos y alimentar hambrientos (58,1‑12).


 

d) Las famo­sas genealogías de pureza son vanas: Yahveh acepta a los eunu­cos y ex­tranje­ros (56,1‑7).


 

e) En la visión utópica del futuro, no apare­ce templo, sino alegría, vida larga, alimento, casa propia, paz y dis­frute del propio traba­jo sin que otros se lleven su fruto (65,17‑25). El futuro no debe tener estructuras gastadas que ya no dan más de sí. ¿Para qué el mismo rey de siempre? ¿Para qué el mismo templo y la misma ley de siempre?


 

1.3.3. El lenguaje de la proto‑apocalíptica


 

La apocalíptica es un movimiento que refleja siempre crisis, callejón sin salida, angustia, falta de visión o de horizonte claro. Por eso su men­saje está en orden a la espera de un final que se da por persecución o por tras­torno mundial. Se trata de un juicio que Dios hace de la historia. Prác­tica­mente es la llegada del día del Señor, acompañada de signos cósmicos, para transformación personal y social, para salvación o condenación, es de­cir, para la instauración de un orden nuevo. En ella es Dios el dueño de la historia, el que le señala con pre­cisión su fin. Era natural que el fracaso de todos los proyectos de restau­ración creara también una especie de escuela proto‑apocalíptica, que termi­naría generando la verdadera apocalíp­tica is­raelita, que comenzó en torno al s. III a.c. De esta corriente proto­‑apoca­líptica fueron Zacarías 9‑14, Isaías 24‑27 y Joel 1‑2. Todos estos escritos proféticos están entre el 350‑320 a.c.


 

* Joel, un modelo de lenguaje contra la pasividad que infundía la mala apocalíptica. La crisis a la que trata de responder cada apocalíptica, suele crear en los que la padecen una especie de parálisis espiritual que impide actuar. Aparece entonces una especie de luto espiritual, una situación de duelo y llanto pasivos. El temor, el miedo, la impotencia frente al opresor paralizan. Joel 1‑2 nos da esta gran lección: aún en situación de dolor impotente, el dolor debe ser creativo, debe buscar cambiar la situación que hace gemir. Por eso, mientras acumula verbos de luto: despertar, llorar, gemir, estar de duelo, ceñirse, lamentar, proclamar ayuno, clamar a Yahveh (1,5‑19), invita también a convocar la asamblea y a congregar a los ancia­nos. Se trata, pues, de una lamentación popular, de algo comunitario (1,14). Lo comunitario aquí es "convertirse", con todo la carga activa que este verbo lleva. Convertirse se dice en hebreo "shub" = "devolverse del camino emprendido" porque se le descubre como un camino de injusticia. Joel concibe esta acción de "convertirse" tan activa, que es capaz de cambiar la histo­ria, cambiar el destino que se cree inmutable y que en boca del profeta se expresa con la frase: "quizás Yahveh se arrepienta, dejando a su paso bendi­ción..." (2,14), porque "Yahveh es compasivo y clemente, paciente y miseri­cordioso y se arrepiente de las amenazas" (2,13). Es decir: aún bajo las peores circunstancias, el ser humano no debe declararse derrotado. El tiene reservas para poder cambiar su destino. Esto es lo que en el fondo signifi­caría esa escandalosa idea de que también Yahveh se puede arrepentir (2,­14).



 

3. NIVEL TEOLOGICO


 

3.3. Avances teológicos de este período


 

3.3.1. La fidelidad de Dios


 

La fidelidad de Dios no se define por su apego a las estructuras del pasa­do. No podemos negar que el A.T. nos habla, en general, de su esperanza de que la nación israelita se reconstruya como ella era en sus mejores tiem­pos, en los tiempos del rey David, el bravo capitán, el que unió las tribus, el que les dio a Jerusalén por capital, el que sometió a las naciones veci­nas impo­niéndoles tributos y el que afianzó la identidad israelita como nación gran­de entre las otras grandes naciones de la tierra. Esta imagen de David, forjador de la propia nacionalidad, no se apartó de la mente de los profetas que esperaron siempre al monarca que pudiera y supiera ser como David. El fracaso de los reyes que siguieron a David, hizo que el A.T. afia­nzara su espera en torno a la figura que les dio gloria y que generó en la mente is­raelita un ideal de sociedad. Es posible que el pueblo, en general, creye­ra que la fidelidad de Dios dependía de la fidelidad que Yahveh guarda­ra con la dinastía Davídica. Por eso no deja de llamar la atención que, en varios de estos últimos profetas, se comience a relativizar la necesidad de las media­ciones tradicionales: monarquía davídica, Jerusalén, templo y a suplirlas con una mayor presencia del papel del pobre en el tiempo futuro. Creemos que esto es lo más grande de la revelación profética de este tiempo. Es un paso gigantesco hacia la llegada del N.T., superación definitiva de dichas media­ciones y valoración definitiva del papel de los pobres en la historia de la salvación.


 

3.3.2. Dios es un "Dios escondido": el "silencio" de Yahveh


 

* El Deutero‑I­saías (45,15) explica el fracaso de Israel como un ocul­tamiento de Dios en la historia. Probablemente alude a la expe­riencia de Dios que tuvo el pue­blo durante el exilio, cuando Dios parecía escon­der su pre­sencia salvífica. Todos los profetas intuyeron que se trataba de una au­sen­cia pasa­jera que cedería el paso misteriosamente a una futura y maravi­llosa redención. ¿Perdió el pueblo derrotado la fe en la presencia de Dios en la historia? ¿No le quedó ninguna esperanza al pueblo que ansiaba la libe­ra­ción de los oprimidos? Debemos responder que esta historia no terminó con el fracaso de Israel. En la Bi­blia aprendemos cómo se revela Dios en la histo­ria. Ni los cientos de años de historia del A.T., ni los tres años de vida pública de Jesús agotaron las modalidades o posibilidades de la histo­ria. El silencio de Dios, en los momentos de crisis de la historia, es un rasgo de su tras­cendencia. Este silencio ayuda a clarificar su imagen y a entender mejor al ser humano, que no siempre tiene claridad para captar el misterio de Dios.


 

* ¿Cómo entender el fracaso de un pueblo que, a pesar de sus infideli­da­des, fue una real mediación de Dios? ¿Por qué fracasó alguien que repre­sentó realmente a los pobres? ¿Por qué triunfaron imperios que amenazaron con destruir la conciencia lograda acerca del pobre y acerca del Dios de los pobres? ¿Es que Dios realmente se ausentó de una historia hecha con sangre y sudor del pueblo? ¿Y por qué tenía Dios que ausentarse? ¿Cuál es ese pecado tan grave que los demás no cometieron y sí Israel? ¿Se trató sólo de un vira­je en el camino para prepararse mejor a la posesión de la tierra? ¿Fue sólo una coyuntura en la cual, si aconteció una victoria pasajera, fue para generar una mayor acumulación de fuerzas y una definición más concreta de lo que es el proceso de los empobrecidos?


 

* El Trito‑Isaías tocó el tema en profundidad. Para él, el silencio no fue iniciativa de Dios, sino abandono de Dios por parte del pueblo (62,4). Y cuando esto se hace, el rostro de Dios permanece oculto (59,2; 64,6). Por eso el pueblo debe confesar sus propias cul­pas, que son las que obstacu­lizan la salvación o presencia salva­dora de Dios (57,14.16‑17; 58,6‑10; 59,1­-4.12­1­5a; 64,4b.8). Cuan­do Israel haga esto, Yahveh curará a su pueblo de sus heridas (57,18‑19) y le dará la paz (57,1.19; 66,12). Ello será la glo­rifi­cación de Sión (60,1­‑13; 62,2‑3), la liberación de los cauti­vos (61­,1) y la explosión de una intensa alegría (61,3.7; 62,5). Esta es la única manera de romper el penoso silencio divino (58,9). Yahveh volverá a encontrarse con su comunidad, reno­vará con ella los lazos de la alianza (61,8) y la llamará es­posa mía ((62,4­‑5).


 

3.3.3. La centralidad del pobre en los planes de Dios (Isaías III)


 

"El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, / por cuanto me ha ungido Yah­veh. / A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, / a vendar los corazo­nes rotos; / a pregonar a los cautivos la liberación, / y a los reclu­sos la libertad; / a pregonar año de gracia de Yahveh, / día de vengan­za de nuestro Dios; / para consolar a todos los que lloran, / para darles dia­dema en vez de ceniza, / aceite de gozo en vez de vestido de luto, / alaban­za en vez de espíritu abatido" (Is 61,1‑3a). Notemos acerca de este texto lo siguiente:


 

a) La centralidad literaria del tema del pobre.


 

* Is 61,1‑3a está dentro de un capítulo que es el núcleo central lite­rario‑teológico de todo Isaías III. Todo el libro gira en torno al mensaje de los capítulos 60‑62 que constituyen una especie de proclamación de lo que es un pueblo plenamente redimido.


* Los temas de las perícopas que componen estos tres capítulos son los siguientes: El de la luz, como gloria del Señor que viene a Jerusalén, con todas las ventajas materiales que el pueblo espera (60,1‑9). El tema del re­conocimiento que hacen los pueblos de su poder (60,10‑18). El tema de la luz como presencia de Dios que orienta y guía al pueblo (60,19‑22). El tema ‑que es a su vez el más central‑ del medio que emplea Dios para hacer posi­ble tan­ta belleza: el anuncio, de parte del profeta, de esta Buena Noticia a los pobres (61,1‑3a). El tema de la reafirmación del cumplimiento de la restau­ración anunciada (61,3b‑11). El del resultado final: la nueva Jerusa­lén (62,1‑9). Y, finalmente, el de la llegada del Salvador (62,10‑12).


 

* Es decir, dentro de los capítulos centrales de Isaías III, el tema del anuncio de la Buena Noticia a los pobres es aún el de mayor centralidad. De aquí que, por amor a la verdad, debemos considerar este texto como clave histórico‑teológica de la restauración en que piensan los profetas de este período.


 

* En cuanto al esquema general, notemos cómo los temas que anteceden al tema central de los pobres (61,1‑3a) se repiten exactamente después del mismo, siempre con algún complemento o alguna claridad nueva. Da la impre­sión de que todos los otros temas arroparan al pobre, o se apoyaran en él, o no se quisieran separar de él, o encontraran en él su razón de ser. ¿Será mucho decir?


 

* Démosle una mirada global a todo el esquema de Isaías III que nos prueba lo anterior:

 

(A) 56,1‑8 = Proclamación de salvación para extranjeros

 

(B) 56,9‑57,13 = Denuncia de líderes perversos

 

(C) 57,14‑21 = Proclamación de salvación para el pueblo

 

(D) 58,1‑4 = Denuncia de culto co­rrupto

 

(E) 59,1‑15a = Lamento y confe­sión de los pecados del pueblo

 

(F) 59,15b‑20 = Teofanía de juicio‑redención


(G) 60‑62 = Proclamación de un pueblo plenamente redimido

(la centralidad del pobre (61,1)

 

(F') 63,1‑6 = Teofanía de juicio‑redención

 

(E') 3,7; 64,12 = Lamento y confesión de los pecados del pueblo

 

(D') 65,1‑16 = Denuncia del culto corrupto

 

+ Promesa de transfe­rir liderazgo a los fieles

 

(C') 65,17‑25 = Proclamación de salvación para el pueblo

 

+ Cielos nuevos y tierra nueva

 

(B') 66,1‑6 = Denuncia de líderes perversos

 

+ Exclusión de fieles del culto

 

(A') 66,7‑24 = Proclamación de salvación, incluyendo ex­tranjeros

 

+ Misión de extranje­ros a extran­jeros

 

(Tomado de N.K. Gottwald, "La Biblia Hebrea; una introducción socio‑litera­ria")


b) La centralidad social del pobre.


* En la perícopa que nos ocupa (61,1‑3a) hay varios tipos de personas que pertenecen a la misma cons­tela­ción social: pobres... corazones desgarra­dos... cautivos... prisione­ros... los que llo­ran... los que se echan ceni­za... los de vestido de lu­to... los de espíritu abatido... Si recordamos el panorama socio‑político que dejaron los babiló­nicos y el que comenzaron a implantar los persas, vemos que hay coinciden­cia. Toda esta clase de gente son pobres, es decir, el residuo social que deja la opresión de ese tiempo y el que generan los imperios poderosos. Todos ellos son el resultado de la destrucción de Jeru­salén con sus prisio­neros, del destierro con sus cauti­vos, de los arruina­dos, deses­perados, fracasados, desilusionados que queda­ron de la catástrofe del 586 a.c., cuyos efectos siguen comprometiendo la libertad y aún la misma exis­tencia de Is­rael.


 

* En la Palestina de este tiempo hay ricos y pobres, hay extranjeros y nativos, hay regresados con privilegios y pobres que nunca salieron. El pro­feta se propone reconstruir la nación desde los de abajo, desde todos aque­llos, nativos y forasteros, israelitas y no‑israelitas, que sientan esas ca­rencias que les niegan el derecho a vivir, el derecho a la propia histo­ria, a la propia cultura, todos los que de alguna manera son marginados. El con­cepto de pobre aquí, que ciertamente parte de una carencia física o so­cial, se enriquece con el concepto de marginación u opresión socio‑cultural. Todo esto empobrece al ser humano, lo deshumaniza.


* Is 61,2 propone, como remedio inmediato que habría que aplicar, la institución de la que, de alguna manera, ellos guardan memoria: el Año Jubi­lar (Dt. 15,1ss; Lv 25,1ss). Nehemías nos recuerda el sistema de empobreci­miento y de esclavitud por endeudamiento que se estaba viviendo entonces. Y nos indica cómo el único remedio de este mal es el perdón total de las deu­das (Neh 5,1‑19).


c) La centralidad teológica del pobre.


* Por todo lo anterior, vemos que el pobre del tiempo de Isaías III se en­cuentra en un verdadero círculo de muer­te. Esta situación exigía un reme­dio radical. No había otro remedio para tanta pobreza que declarar un Año Jubilar de perdón de deudas y de devolución al pobre de los bienes que había tenido que vender. La mejor noticia, la "Buena Noticia" que se le podía dar al que todo lo había perdi­do, era que él y su sociedad debían entrar en el tiempo de un nuevo corazón ‑en el tiempo de la conversión‑ ya que todos podían recuperar los bienes necesarios perdidos, porque todos debían devol­verle a su hermano lo que, por cualquier motivo, le habían quitado.



* Esta es la misión que el profeta trae: decirle a su sociedad que llegó el año del perdón, el año en que se le hace gracia al desvalido, el año agradable a Yahveh, el tiempo de la nivelación social y del respiro, el tiempo de la verdadera solidaridad y fraternidad con el que, a pesar de una condición social inferior, es mi hermano. Este anuncio es lo que el profeta juzga como lo más cercano al corazón de Dios. Y es precisamente para esta misión que él se siente escogido y ungido por el Espíritu de Dios.


* El profeta palpa que, en la vida deshumanizada del ser humano, está comprometida la misma fidelidad de Dios. Lo que reclama el profeta para el pueblo no es una gracia meramente interior (perdón espiritual de sus peca­dos), sino una gracia social de perdón de deudas, para que así se le perdo­nen a la sociedad explotadora y opresora los pecados de egoísmo de codicia con que ella está matando a los pobres de Yahveh. Este es un acto social, que implica, sin embargo, lo espiritual: la conversión interior de quien, su­perando el egoísmo, perdona y devuelve, y la humanización inte­rior de quien reci­be y siente crecer su calidad humana.


d) La centralidad cristiana de este texto.


* Este texto de Is 61,1‑3a está asumido en el N.T. por Lc 4,18‑19, nada menos que para definir la mi­sión de Jesús. ¿Para qué lo envió el Padre? ¡Para entregarle una Buena Noti­cia a los pobres!


 

* El contenido central de Isaías (el compromiso de evangelizar al po­bre) no varía, aunque Lucas corrija el texto en varios puntos: hace desapa­re­cer "vendar los corazones rotos" (¿por ambiguo o espiritualizante?)... quita "pregonar a los reclusos la libertad" (¿por ser una idea repetida?)... quita "día de venganza de nuestro Dios" (¿por reflejar violencia?)... quita lo que recibirá el pobre: "consuelo", "diadema o corona", "aceite o perfu­

 

me", y "alabanza o traje de gala" (¿por ser ideas repetidas, por acortar la cita, o por su similitud con los modelos de "poder"?).

 

* Además, Lucas suple "pregonar a los reclusos la libertad" con "dar la libertad a los oprimidos" y añade "proclamar la vista a los ciegos"... Es decir, en los retoques que Lucas le hace a la cita de Isaías, queda más limpia, si se quiere, la figura del pobre, el cual para Jesús sigue cautivo y ciego, oprimido‑endeudado y, por lo mismo, urgido de un Año de Gracia o de perdón de deudas. Cuando el ser humano está en una sociedad que lo empobre­ce, ¿qué otra forma puede esperar, distinta a ésta, para empezar de nuevo y no seguir así, arrastrando de por vida, una existencia deshumanizada? Pero, lo más sorprendente de todo es que la razón de la misión de Jesús queda defi­ni­da desde la atención al pobre u oprimido, donde está la imagen de Dios más deformada y desde donde se puede transformar el corazón del opresor. No hay nada más espiritual o interior que esta conversión, ni nada más concreto y externamente doloroso que esta clase de pobres.


 

3.3.4. El futuro terminará teniendo color de pobre


 

La acentuada presencia del pobre como sujeto de protagonismo histórico ‑más que como objeto de denuncia‑ enriquece la visión de este tiempo. Por eso vale la pena recoger los diversos matices de pobre con que los profetas de este tiempo van enri­queciendo el futuro. Esta es la mayor ganancia de esta época. La fascinación de la monarquía ‑a la que todavía se la lleva en el alma‑ va cediendo ante la enseñanza que han dejado fracasos y desilusio­nes. Los profetas buscan solución por el lado de los pobres. No importa que esto se dé aún con timi­dez. Lo importante es que esta intuición va acercando el A.T. al N.T., en el que Jesús de Nazaret, Hijo de David, será el ser más humillado y más empo­brecido porque lo supo dar todo, hasta la propia vida.


 

a) La reconstrucción, a la hora de la verdad, la harán los pobres (A­geo). Ageo habla del templo. No importa. El templo en ese momento era el símbolo de la resistencia y de la esperanza. Por eso había que colaborar en su re­construcción. Como es natural, los ricos e instalados de Jerusalén no acu­den. Ageo les recrimina: "¿Es tiempo acaso de que vosotros viváis en casas artesonadas, mientras el templo está en ruinas?" (1,4). La invitación a participar pasa a los pobres, con los que habrá que hacer la reconstruc­ción, pese a su fracaso: "Habéis sembrado mucho, pero cosecháis poco; habéis comi­do, pero sin quitar el hambre; habéis bebido, pero sin quitar la sed; os habéis vestido, mas sin calentaros y el jornalero ha metido su jornal en bolsa rota... Fijaos en vuestra situación. Subid a la montaña, traed madera, reedificad el templo"... (1,6‑8). Frente a la reconstrucción, el pobre es quien sabe dar la cara.


 

b) La mujer, sujeto de derechos por ser hija del mismo Padre (Mala­quías). El profeta Malaquías también aporta lo propio en relación al modo como el pro­fetismo de los últimos siglos ve a los pobres. El mayor argumen­to que en favor de la liberación de la mujer se puede invocar, en todos los tiempos, es éste de Malaquías: "¿No tenemos todos nosotros un mismo padre? ¿No un solo Dios que nos ha creado? ¿Por qué nos traicionamos los unos a los otros, profanando la alianza de nuestros padres?" (2,10). El tema que Mala­quías aborda es el de los divorcios que están cometiendo los israelitas pudientes. Puesto que tener dos mujeres les resulta oneroso o conflictivo, resuelven despachar la mujer israelita, para quedarse con la extranjera que les puede proporcionar ventajas económicas y de poder. Mala­quías le recuerda a cada uno: "Yahvéh es testigo entre ti y la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo así que ella era tu compañera y la mujer de tu alia­nza" (2,14). Hombre y mujer conforman un único ser vital, lanzado hacia la búsqueda de la vida. No es que uno de los dos sea carne (lo femenino: lo atractivo, lo peligroso, lo inferior, lo desechable) y el otro sea espíritu (lo masculino: lo bueno, lo superior, lo que decide), no. Los dos a la vez ‑hombre y mujer en unidad matrimonial‑ constituyen la unidad: "¿No ha hecho él un solo ser, que tiene carne y aliento de vida? Y este uno, ¿qué busca? Una posteridad dada por Dios" (2,15). Para quien crea en el Dios de los oprimidos ‑el mismo en quien Jesús de Nazaret pone su fe‑ no habrá mejor ar­gumento, para el trato legítimo a la mujer, que pensarla siempre como hija del mismo Padre Dios, con plenos derechos. Lo demás será prolongar la opre­sión femenina, hacer que ella "siga cubriendo de lágrimas, de llantos y de suspiros el altar de Yahvéh" (2,13).


c) Los pobres se adueñarán del Espíritu (Joel). Para estos profe­tas tardíos, la historia del A.T. no dejaba de presentarse como una historia lle­na de discriminación. Con el deseo de proteger a Dios del pecado del hom­bre (en lo cual se exalta la justicia de aquellos que, estando cerca Dios, no lo manchan con pecado), o con la buena intención de preservar de castigo a los impuros que se acerquen a Dios (en lo cual se exalta la pureza de los que, estando cerca de lo sagrado, no son castigados), Israel sembró su his­toria de discriminaciones. Todo ser considerado impuro no era apto para acer­carse a Dios. Aquí caían pecadores de diversa índole, pobres de muchas cla­ses, extranjeros de cualquier parte y, por su puesto, la mujer. En el sueño de la sociedad futura todas estas discriminaciones desaparecen. No habrá ninguna clase privilegiada, ni santa por oficio o por definición huma­na, sino que todos los seres humanos, sin discriminación alguna, serán suje­tos aptos para recibir el espíritu: "Yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones. También sobre los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu" (3,1‑2). Es decir, en el panorama profético de este tiempo está el quitar de la historia las barreras que marginan a los pobres: decirle no a la discriminación generacional, no a la discriminación sexual, no a la discriminación social.

 

 

d) El futuro Mesías tendrá la forma de un "pobre de Yahvéh".


 

* El futuro mesías vendrá en forma humilde y pacífica, y no como mo­narca poderoso (Zacarías 9). En todo el capítulo 9 de Zacarías, es el mismo Dios quien habla y actúa. Por boca de Dios promete el profeta que el Mesías que vendrá no tendrá la arrogancia que han tenido hasta entonces los hijos de David. Esto rompe, casi inexplicablemente las expectativas tradicionales. Por eso esta extraña profecía queda ahí, como sueño utópico del inconsciente colectivo, tan cansado de esperar lo imposible: que la monarquía llegue a ser efectiva defensora del pueblo y que en realidad lo llegue a ser con la humildad del pobre y con la decisión de acabar con la violencia. El día en que esto suceda, habrá motivo para enloquecer de alegría: "¡Exulta sin mesu­ra, hija de Sión, lanza gritos de gozo, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un po­llino, cría de asna... Será suprimido el arco de combate y él proclamará la paz de las naciones" (Za 9,9‑10). En realidad, tiene que ser el mismo Dios quien haga este milagro. Pensar que lo puede hacer un monarca de la tierra es pedirle que reniegue de la monarquía.


 

* El futuro Mesías salvará al pueblo con su sufrimiento (Za 11‑13). La imagen que nos presenta Zacarías II del Mesías futuro, es maravi­llosa, desu­sada, sorpresiva, fuera del esquema tradicional. Desde el dolor inmenso que el fracaso le ha dejado al pueblo, Zacarías II intuye al Mesías: es pastor fracasado (11,4‑17), cuyo trabajo es pagado con el salario mínimo: "Ellos pesaron mi jornal: 30 siclos de plata. Pero Yahveh me dijo: échalo al tesoro del Templo, ¡esa lindeza de precio en que has sido valorado por ello­s!" (11,12‑13). Ese será el precio de la venta de Jesús: Mt 27,3‑10). El Mesías será también como un pastor herido: "Heriré al pastor y se disper­sarán las ovejas, y tornaré mi mano contra los pequeños" (Za 13,7; cfr. Mt 26,31). Y será también como un inocente "traspasado", víctima de la locura del pueblo: "Mirarán a aquel a quien traspasaron, harán duelo por él como por un hijo único y lo llorarán como se llora a un primogénito" (Za 12,10; cf. Jn19,37). ¿No estamos ya muy cerca de Jesús de Nazaret crucificado y tras­pasado? ¿Qué se hizo el Rey glorioso, Hijo de David?


 

e) Un tiempo que pide hombres libres, sin deudas que los esclavicen (Nehe­mías). Nehemías era un personaje del destierro, copero del rey, parti­dario de los persas y privilegiado de la corona. No era un profeta. Pero, en con­tacto con sus hermanos oprimidos, vio su opresión, la denunció y honrada­mente quiso remediarla (Neh 5,1‑19). Lo que queremos contar de él es el acto profético de un hombre honrado, así otras actitudes suyas sean discutibles. Se trata de una comunidad judía que experimenta el hambre, que sufre la opresión de parte de sus mismos hermanos, que cada vez van endeudando más y más al pue­blo, hasta ahogarlo. Primero se endeudan por conseguir el ali­men­to: empeñan sus campos y viñas (medios primarios de producción) y sus casas (medios secundarios). En segundo lugar, tienen que endeudarse para poder pagar el tributo imperial. Y para poder satisfacer a estas dos clases de deudas, no hay más remedio que entregar a los hijos e hijas como escla­vos. Y para col­mo, estos jóvenes deben trabajar como esclavos en los propios cam­pos. Estos han sido empeñados y no hay forma humana de rescatarlos. Se sien­te el dolor del pueblo: "Siendo así que tenemos la misma carne que nuestros hermanos y que nuestros hijos son como sus hijos, sin embargo tenemos que en­tregar como esclavos a nuestros hijos y a nuestras hijas. ¡Hay incluso en­tre nuestras hijas quienes son deshonradas!" (5,5). Lo único claro que tiene Nehemías es que esa cadena de la deuda eterna hay que romperla por alguna parte. Se indigna, convoca y reprende a los notables y consejeros, congrega a una asamblea general, renuncia él el primero a cobrar las deudas que le deben (5,6‑10) y les solicita a los demás que hagan lo mismo: "Resti­tuidles inme­diatamente sus campos, sus viñas, sus olivares y sus casas, y perdonad­les la deuda del dinero, del trigo, del vino y del aceite que les habéis prestado" (5,11). Esta es la verdadera esperanza del pueblo que se enfrenta a un futu­ro nuevo: que todo comience realmente de nuevo para todos, que el oprimido comience a respirar en la igualdad de derechos y que la novedad del futuro no lo sea sólo para unos cuantos ‑para los mismos de siem­pre‑ sino que el pobre tenga esa otra oportunidad ‑quizás su última oportu­nidad antes de morir‑ de poder comenzar de nuevo, en igualdad de circunstan­cias... Aun­que haya sido un hecho aislado, ¿no es este acto la mejor entrada del pobre en un futuro digno? Jesús de Nazaret, pocos siglos más tarde, soñará en lo mismo (Lc 4,19).




 

CLAVE CLARETIANA


LA UNCION PROFETICA


 

"De un modo muy particular me hizo Dios nuestro Señor entender aque­llas palabras: "Spiritus Domini super me et evangelizare pauperibus misit me Dominus et sanare contritos corde" (Is 61, 1) (Aut 118).


 

Este texto, apropiado por Jesús, hace descubrir a Claret para sí y para sus misioneros (Aut 687), la unción profética y la llamada a la evange­lización de los pobres. Cristo es para el Fundador, el Siervo‑Profeta, ungi­do por el Espí­ritu para predicar la Buena Nueva. La misión profética de Jesús constituye la médula de la experiencia apostólica de Claret; es la fuente de su inspi­ración. Como los profetas están siempre atentos y pendien­tes de Dios y de los hombres, Claret vivirá su vocación misionera con esa preocupación por prestar sus esfuerzos por la salvación de los demás (Cf. Aut 238. 448) (MCH 58).


Las Constituciones nos recuerdan que "la unción del Espíritu Santo, con la hemos sido ungidos para evangelizar a los pobres, es participación de la plenitud de Cristo" (CC 39). Por lo mismo, penetrados de su Espíritu, ya no seremos nosotros mismos los que vivamos, sino que será Cristo quien real­mente viva en nosotros. "Por manera que cada uno de nosotros pueda decir: El Espíritu del Señor reposó sobre mí; por lo cual me ha consagrado con su un­ción y me ha enviado a evangelizar a los pobres, a curar a los que tienen el corazón contrito» (Aut 687).


"La unción del Espíritu nos habilita y hace ministros idóneos para anunciar la Palabra. El don de la unción exige de nosotros un compromiso constante que se realiza cuando la experiencia del Señor y el encuentro con los otros, sobre todo con los más pobres y sufridos, van transformando nues­tra vida (Lc 4,16-30; Aut 118, 687)" (SP. 16).




 

CLAVE SITUACIONAL



 

1. La historia se repite. En todas las épocas y en todos los contextos cul­turales el egoísmo humano ha construido barreras entre las personas, ha pri­vilegiado unos grupos sobre otros, creando sufrimiento y muerte. Es esa pesadilla que va acompañando la marcha de la humanidad. Miramos hacia atrás y nos sentimos avergonzados o, por los menos, acusamos como culpables de tales injusticias a los que fueron en esos momentos protagonistas de la historia. Pero, la historia se repite. Mirar al pasado no nos redime. Por­que, en el fondo, lo que con frecuencia se quiere es mantener los privi­le­gios que se construyeron en ese pasado, a costa de tantos. Mirar al pasado no parece suficiente; hay que volver la vista "al inicio", al proyecto ori­ginal de Dios para con sus hijos e hijas, repetidamente revelado a lo largo de la Historia de la Salvación. El proyecto de Dios sigue teniendo vigen­cia; o ¿será ya que nuestro mundo lo ha relegado definitivamente al ámbito de "las al­mas"? La credibilidad de la fe en Dios de los que nos con­fesamos cristianos está en juego.


2. ¿No nos estaremos volviendo "inconmovibles"? Las víctimas de la violen­cia, las chabolas, los rostros deformados por el hambre, Bosnia, Ruanda,... ya no conmueven. Se van convirtiendo en un capítulo más de los noticieros tele­visivos y de las páginas de los periódicos. Causan un cierto malestar, pero no son capaces de provocar acciones concretas en la mayoría. La figura de Jesús, que se conmovió tantas veces, parece impotente para derretir el hielo que se ha ido fraguando en el corazón de muchos de sus seguidores. ¡Pobre gente!, se dice. Sin embargo, a proclamarles una Buena Noticia vino Jesús, quien nos dijo claramente que el Evangelio predicado a los po­bres es la contraseña para saber que el Reino está presente (Mt 11,2-6). ¿Se cumple y refleja hoy en la vida y en la prác­tica de nues­tra Iglesia (y en nuestra vida y práctica misionera) la "centra­lidad de los pobres en el plan de Dios"? ¿Cómo promo­ver en las comu­nidades cristianas la conciencia de que estamos llamados a re­construir el mundo según los desig­nios de Dios, sin caer en la rutina que insensibiliza?


 

3. La "ausencia" de Dios. El mundo tiene como dos caras: una marcada por el do­lor, fruto de la guerra, de la injusticia, la marginación,...; otra carac­te­rizada por la abundancia, el despilfarro, la inconsciencia frente a muchos problemas... Se les llama "Norte-Sur", "Desarrollo-subdesarrollo", "Acreedo­res-deudores", y muchos nombres más. No están claramente definidas en su ubicación geográfica, sino que, con acentos distintos, coexisten escandalo­samente en todas partes. Se encarnan concretamente en millones de hombres y mujeres. Todos son hijos de Dios. Pero, ¿cómo estará Dios presente en sus vidas? A veces parece como que Dios no pueda estar presente en medio de tanta muerte y sufrimiento... Pero, ¿no estará más bien ausente de un mundo autosatisfecho que ya "no le necesita"? Dios está presente sufriendo con los que sufren (Mt 25,31-46), manteniendo su esperanza, enviando sus profetas; conocemos seguramente a algunos o a muchos. Dios está presente también en el mundo egoístamente inso­lidario que no se da ya cuenta de su presencia, o, es más, que la rechaza. La Iglesia es sacramento de la presen­cia de Dios, esté donde esté. Pero, esté donde esté, es sacramento de la presencia del Dios de Jesús. Podríamos preguntarnos sobre las consecuencias en cada lugar del "ser sacramento del Dios de Jesús", sobre la modalidad que debería tomar en cada parte.




 

CLAVE EXISTENCIAL



 

1. Lc 4,18-19, y su trasfondo de Is 61,1, son los textos bíblicos que más iluminaron a Claret en su misión apostólica (Aut 118) y en ver la misión de la Congregación (Aut 687). ¿Qué influencia vital tienen hoy estos textos en nuestra espiritualidad y en nuestra misión? ¿Qué semejanzas y qué diferen­cias ha de haber entre la "lectura vocacional" que hizo Claret de estos textos en su tiempo y la que debemos hacer hoy nosotros?


 

2. ¿He experimentado lo que es "evangelizar a los pobres" según la novedad de Jesús? ¿Cuántas veces me he sentido "evangelizado" por los pobres?


 

3. ¿Cómo está presente en mi acción pastoral (en la parroquia, el colegio, la misión, la predicación itinerante,...) la opción congregacional por una evangelización "profética y liberadora", planteada y ejecutada "desde la perspectiva de los pobres" (MCH 169-176)?


 

4. Is 61,1-2 es el texto con que Jesús se "identificó" ante su pueblo como el ungido y enviado de Dios "a evangelizar a los pobres" (Lc 4,14-22), ¿nos identifica hoy a nosotros ante el mundo de hoy? ¿Qué distancias entre Jesús y nosotros hemos de superar en esto aún?





 

ENCUENTRO COMUNITARIO



 

1. Oración o canto inicial.


 

2. Lectura de la Palabra de Dios: Is 61,1-11


 

3. Diálogo sobre el tema XI en sus distintas claves.


 

4. Oración de acción de gracias o de intercesión a partir de lo compartido en la comunidad.


 

5. Canto final.


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