..... Contactar por E-Mail: luzdelahumanidad.es.tl@gmail.com
Luz de la humanidad
Buscando la luz...

profetas 02


 











TEMA 2:
ELIAS Y ELISEO: MI DIOS-YAHVEH ES SALVADOR



 

TEXTO: 1 R 17-22; 2 R 1-13 (Para el Encuentro comunitario: 1 R 21,1-29)



 

CLAVE BIBLICA



 

0. INTRODUCCION


 

Elías y Eliseo no son los únicos profetas que aparecen en los libros de los Reyes. Así como la dinastía de Jerusalén se susten­taba en la profecía de Natán a David (cf 2 Sam 7,11bss), la suce­sión de monarcas en el Norte estaba legitimada por la intervención de distintos profetas (cf 1 R 11,29-31 + 12,15b; 1 R 14,6ss + 15,29; 16,1s + 16,12; 22,17 + 22,35s; 21,21s + 21,27-29, etc.). El redactor de estos libros ha colocado a diversos profe­tas en momen­tos cruciales de la historia de Israel, sea porque el reino del Norte fue la cuna del profetismo israelita, sea porque también la historia de este reino no escapa a la voluntad ordenadora de Yah­veh, el verdadero Dios de Israel. De este conjunto profético emer­gen Elías y su discípulo Eliseo por su personalidad singular y sus inter­venciones decisivas, en momentos de sumo peligro para la religión yahwista. Elías significa «Mi-Dios-Es-Yahveh» se entien­de: «Mi-único-Dios...». Eliseo significa: «Yahveh-Salvador». Dos nombres programáticos que definen a ambos profetas y nos remiten a las cir­cunstancias históricas en las que actúan. Los pasajes referentes a estos dos profetas los hallamos en 1R 17-19; 21 + 2 R 1-2 Elías y en 2 R 2-13 Eli­seo. El redactor de estos dos libros bíblicos ha recogido tradiciones anti­guas, y aun literatura ya elaborada, y las ha ido combinando con las vicisi­tudes de la monarquía del norte, sobre todo. Expondremos brevemente la si­tuación histórica. Describiremos el contenido litera­rio del ciclo. Esbozare­mos algunos temas teológicos. Aduciremos, en apéndice, algún material auxi­liar que facilite la lectura y comprensión del texto que va desde 1 R 12 a 2 R 13.



 

1. NIVEL HISTORICO


 

La afirmación de Yahveh como único (Elías) o como Salvador (Eliseo) nos traslada a días difíciles para la vivencia del yahwismo. En esos días, caracterizados por las consecuencias de la división del reino y por la suce­sión de monarcas en el norte, vivieron Elías y Eliseo. Veamos ambas circuns­tancias históricas.


 

1.1. La división del Reino


 

El reinado de David y de Salomón se extendió sobre Judá y sobre todo Israel (cf, por ejemplo 2 Sam 5,4-5 + 1 R 2,10-12). La conjunción copulativa trata de unir lo que de suyo es diverso, como se advierte con motivo de la sucesión de Salomón. Tras la muerte de Salomón, Roboam se convierte en el rey natural de Jerusalén y de Judá; pero para conseguir la aceptación de las tribus del norte tuvo que viajar a Siquem, centro de las tribus israelitas (cf 1 R 12,1). El aparato administrativo salomónico (cf 2 R 4,1-19; 4,20 + 5,1-7) ocasionó no pocos descontentos entre los habitantes del norte. Ro­boam, lejos de escuchar a los «los ancianos» (1 R 12,6-7) tal vez eran voces críticas ya en tiempos del rey Salomón, siguió el imprudente e impul­sivo consejo de los jóvenes aduladores del poder. Aun mitigando las pala­bras de los jóvenes, la respuesta de Roboam a la asamblea de Israel (1 R 12,14) provoca la división del reino, con la misma consigna con la que Seba logró partidarios en otro tiempo (cf 2 Sam 20,1). A la vieja consigna añaden unas palabras nuevas: «¡Mira ahora por tu casa, David!» (1 R 12,16). La división/separación es un hecho, que se consuma con el asesinato del minis­tro de leva, Adoram, y la huida de Roboam (1 R 12,18). Mientras esto sucede, ya está en el norte el proscrito Jeroboam (1 R 12,20), a quien el profeta Ajías diera diez trozos del manto profético desgarrado (cf 1 R 11,31-32). Será el nuevo rey de Israel: de las diez tribus separadas de Judá.


El primer problema que se le plantea es el lugar en que debía residir el monarca. Guibeá de Benjamín, patria de Saúl, era desaconsejable porque la tribu benjaminita se había quedado con la casa de David. Siquem era el cen­tro religioso y político del norte. Jeroboam fortifica y habita en esta ciudad, pero «salió de ella», se dice a continuación, para fortificar «Pe­nuel» (1 R 12,25), lugar vinculado al recuerdo de Jacob. Posteriormen­te el monarca pondrá su pie en Tirsa (1 R 14,17). Este paso de una residencia a otra es un claro exponente de la inseguridad interna y de los peligros ex­ternos. En cualquier momento podía surgir un profeta que ungiera rey a otra persona. Se impone, por ello, que el lugar de residencia del monarca estu­viera lo suficientemente lejos de los centros clásicos de poder, como es el caso de Siquem. La riqueza del fértil suelo del norte podía ser codiciable a los ojos de Egipto. Si el rey dispone de una residencia en la inaccesible Transjordania, estará a salvo. Se explica así la residencia en Penuel. Pero esta ciudad está demasiado lejos del reino sobre el que gobierna Jeroboam. De ahí que la capital se fije posteriormente en Tirsa. En todo caso Israel no dispone de una ciudad como Jerusalén que pueda ser indiscutiblemente la capital del nuevo reino. En tiempos posteriores, cuando Omrí sea rey de Israel (886-874), continúa vigente el problema de la capitalidad del reino. Omrí le dará una solución definitiva, parecida a la que aportó David para el antiguo reino unido: «Compró la montaña de Someron a Semer por dos talentos de plata y construyó sobre la montaña, y a la ciudad que edificó la llamó Someron por el nombre de Semer, el propietario de la misma» (1 R 16,23).

 

Semer pertenecía a la sociedad preisraelita, como la ciudad jebusea de Jerusalén también era prejudía.

 

Ni Someron (Samaria) ni Jerusalén nada tienen que ver con Israel o con Judá, sino que ambos terrenos/ciudades son propiedad del rey.

 

Samaria y Jerusalén fueron capitales del país y residencia del mo­narca; Samaria, sin embargo, nunca fue llamada «ciudad de Omrí», como tampoco Jerusalén fue deno­mi­na­da «ciudad de David». Ambos monarcas estaban intere­sados en que la capital de su reino no perdiera sus orígenes autóctonos.

 

Así como Jerusalén era una ciudad limítrofe con las tribus del nor­te, Samaria, 8 kms al noroeste de Siquem, estaba cerca de la costa y de los cananeos. Desde esta ciudad podía ejercer el monarca cierto influjo sobre las ciudades de población mixta.

 

Samaria conservó su status independiente frente al territorio de las tri­bus también lo tuvo Jerusalén frente a Judá, como se advierte en la fór­mula «Jerusalén y Judá»; lo cual fue eficaz en la revolución de Jehú, ya en tiempos de nuestros profetas.

 

Jeroboam tenía una ventaja sobre David: Samaria era un lugar despo­blado; podía comenzar algo totalmente nuevo, conforme a sus propias ideas.

 

La historia dio la razón a Omrí sobre lo atinado de su elección.


 

La decisión de Omrí tuvo sus repercusiones internas en Israel. La edifi­cación de la ciudad, comenzada por él y continuada por su hijo Ajab, y lle­vada a su esplendor en tiempos de Jeroboam II (ya en los días de Amós), se hizo a expensas de la población: los ricos amasaron sus fortunas a costa de los pobres, como denunciará reiteradamente el profeta de Tecoa. Por otra parte, el asentamiento de la ciudad en un lugar de pobla­ción mixta (israeli­ta y cananea) y abierta a la influencia cananea presentará graves problemas religiosos: apostasía y sincretismo de la religión yahwista, con los que tendrán que enfrentarse los profetas Elías/Eliseo, los dos profetas que actúan en el norte: Amós y Oseas, y toda una escuela oriunda del norte, cuyo pensamiento y espíri­tu nos ha llegado en los libros históricos (es la escue­la deuternómica dtr). El proble­ma religioso ya estaba planteado desde el momento de la separación de los dos reinos.


 

Efectivamente, el segundo problema que tuvo que abordar la naciente monarquía del norte fue de política religiosa. Si Jeroboam quería consolidar su reinado, tenía que evitar que sus súbditos se vieran en la necesidad de subir a Jerusalén. ¿Qué ofrecer como alternativa? Jeroboam tuvo muy en cuen­ta que su población era mixta. Elevó a rango de santuarios estatales los dos santuarios de Bethel y de Dan, en las fronteras sur y norte, respectivamen­te. Colocó en ambos un becerro de oro y los dotó de sacerdotes propios. Ahora podía decir: «¡Basta ya de subir a Jerusalén. Este es tu dios, Israel, el que te hizo salir de la tierra de Egipto!» (1 R 12,28). Comentaremos en un apéndice esta decisión de Jeroboam (cf Documentación auxiliar, 1). De momento valga decir que ella motivó no pocas tensiones internas, origen de la aparición en escena de profetas. De entre ellos, destacan Elías y Eliseo, que denunciaron el «pecado de Jeroboam, hijo de Nebat» como la causa de la defección religiosa que ellos tuvieron que afrontar.


 

Nada decimos de la política militar, de fronteras o económica porque no afectan sustancialmente a la comprensión de los profetas Elías y Eliseo.


 

1.2. La sucesión el trono


 

En Judá no se presentaba problema alguno bajo este aspecto. En virtud de la palabra de Natán a la dinastía de David, el hijo sucedía al padre. El rey del norte necesitaba una palabra profética que le designase y la acogida del pueblo que le aclamase. No todos los monarcas del norte surgieron de este modo. Por momentos se intentó copiar la fórmula del sur, dando origen a dinastías. Es el caso de Omrí y de Jehú, sobre todo. La praxis del norte explica la «intromisión» de Elías/Eliseo en las revueltas de palacio (cf 1 R 11,16 + 2 R 9,1-13; 19,19-21). El intento de copiar el modelo judaita justi­fica la denuncia del único profeta septentrional, Oseas: «Han hecho reyes sin contar conmigo, han puesto príncipes sin saberlo yo» (Os 8,4).


 

En los tiempos de Elías/Eliseo reinaba sobre Israel Ajab, hijo de Omrí. Heredero del prestigio de su padre, estaba resuelto a seguir la misma polí­tica de su predecesor: perfeccionó más aún la ciudad de Samaria, fue condes­cendiente con la población cananea, estrechó los vínculos con Fenicia casán­dose con una princesa fenicia, hija del rey de Tiro: Jezabel... Reinó en Samaria 22 años (1 R 16,29). El matrimonio con Jezabel tuvo sus conse­cuen­cias intra-políticas, y sobre todo cúlticas. Ya Salomón había respeta­do la religión de sus súbditos, sobre todo si pertenecían a la familia real. Pero se contentó con levantar un altar a los dioses fuera de la ciudad, en el monte de los Olivos. Ajab edificó un templo, no un altar, a Baal en la ciu­dad de Samaria, y elevó el culto a Baal a religión de estado. De este modo se rompe la política de equilibrio iniciada por Omrí. La población cananea, estimulada por la reina Jezabel, prevalece sobre la población is­raelita/yah­wista. Los profetas de Baal se sitúan frente a los profe­tas de Yahveh. La reina es partidaria de los primeros y perseguidora de los segun­dos, a quie­nes intentó exterminar. Tal vez así habría sucedido si Abdías, que estaba puesto «sobre la casa» del rey y que pertenecía a los «que temían a Yahveh» (1 R 18,3), no hubiera ocultado a los profetas de Yahveh. Ante la persecu­ción desatada y la apostasía generalizada se comprende el nombre programáti­co y beligerante que lleva el profeta de Tisbí: Elías (=«Mi-(úni­co)-Dios-Es-Yahveh»). Elías será el paladín de la causa de Yahveh. Se en­frentará a muer­te con los profetas de Baal. En esta lucha sangrienta se contraponen dos concepciones religiosas y vitales distintas: el yahwismo y el baalismo. De ellas hablaré más adelante. Hasta nosotros ha llegado un conjunto de tradi­cio­nes-Elías, que tienen su continuidad en las tradiciones que giran en torno a su discípu­lo Eliseo. Se recogen estas tradiciones en los textos que hemos indicado más arriba. Pasamos a la exposición de esas tradiciones/tex­tos.



 

2. NIVEL LITERARIO


 

Descripción del ciclo de Elías-Eliseo


 

El ciclo de Elías se compone de seis relatos originariamente autóno­mos: La sequía (1 R 17,1; 18,1s.16s.44ss), el juicio de Dios sobre el monte Car­melo (1 R 18,20-40), la teofanía del Horeb (1 R 19,3.8-13), la vocación de Eliseo (1 R 19,19ss), el episodio de la viña de Nabot (1 R 21,1-9.11-20) y la petición de un oráculo por parte de Ocozías (2 R 1,2-8.17). A estos rela­tos han de añadirse dos anécdotas milagrosas: Elías alimentado junto al río Querit (1 R 17,2-6) y la multiplicación de la harina y del aceite de la viuda de Sarepta (1 R 17,7-16). Dos episodios, finalmente, guardan relación con el rey: en­cuentro con el monarca (1 R 28,2-15) e intento de arrestar al profeta (2 R 1,9-16). El núcleo literario más antiguo es el constituido por los capítulos 17-19. Ya estaba escrito a finales del siglo IX a. C. Presen­tan estos capítulos a un aguerrido profeta defensor del yahwismo perseguido por la corona. El ciclo de Eliseo influirá posteriormente en las narraciones de Elías ya existentes. En un tercer momento se añadirán las anécdotas con­tenidas en 1 R 17,17-24 (resurrección del hijo de la viuda) y en 2 R 1,9-16 (intento de asesinar al profeta). Sin entrar en la valoración histórica del ciclo, dos cosas parecen desprenderse del mismo: Que Elías fue una persona­lidad extraordinaria, de gran influjo en el pueblo (al menos en los círculos proféticos posteriores) y que salvó el yahwismo en un momento sumamente crítico, llevando a la vida el significado programático de su nombre: «Mi-(único)-Dios-Es-Yahveh». Pese a la grandeza de su personalidad, veremos posteriormente que también sintió el peso de la carga y que, consiguiente­men­te, necesitó una segunda vocación.


 

Discípulo y continuador de la obra de Elías fue Eliseo. «Es el santo milagrero, especializado en milagros de agua;... dirige los movimientos políticos, cambiando las dinastías». Su ciclo se encuentra en 2 R 2; 3,4-27; 4,1-8,15; 9,1-10; 13,14-21. Los diversos episodios están actualmente separa­dos por noticias referentes a los reyes de Israel y de Judá. Comienza el ciclo con un relato que habla de Elías y de Eliseo (2 R 2), pero su tema principal es el paso del espíritu del maestro al discípulo. Es una vocación de sucesión en el carisma. Bajo este aspecto es una vocación excepcional en la biblia. El material restante puede ser agrupado bajo dos epígrafes: a) Historias milagrosas y popula­res, al estilo de las «florecillas» de san Francisco: La desintoxicación de la olla envene­na­da (2 R 4,38-41), la multi­plicación de veinte panes para alimentar a cien personas (2 R 4,42ss), la recuperación milagrosa del hacha (2 R 6,1-7), la reanimación de un cadáver por el contacto con los huesos secos de Eliseo (2 R 13,21), la curación del sirio Naamán (2 R 5,1-27), etc. Son narraciones ingenuas pero animadas de profunda espiritualidad. b) Relatos de carácter diverso: una serie de episo­dios que relacionan al Eliseo con las peripecias políticas de su tiempo. Por ejemplo, las guerras arameas descritas con colo­res populares (2 R 6,6-7,20), la usurpación de Jazael (2 R 8,7-15), la misma muerte del profeta (2 R 13,14-25), etc. Relacionados con Eliseo están los hijos de los profetas (cf 2 R 2;4,38-41...). Parece ser que se trata de personas de bajo nivel social (cf 4,1ss.8), pero que están alentadas, sin duda, por un espíritu religioso: defender el yahwismo frente a las innovaciones de la monarquía/dinastía de los ómridas. De hecho, afirmado el yahwismo tras la revolución de Jehú, los «hijos de los profetas» pierden importancia y llegan a desaparecer. Si algo debemos resaltar del profeta Eliseo es su condición de sucesor de Elías y de milagrero. La actividad de este profeta explicita lo que su nombre programá­tico significa: «Mi-Dios-Es-Salvador». Expongo a continuación algunos temas teológicos.



 

3. NIVEL TEOLOGICO


 

Nos referíamos anteriormente al ambiente en el que surgen estos dos profe­tas: lucha a muerte entre el baalismo y el yahwismo. Yahveh forma parte del nombre de ambos profetas como un desafío a la cultura dominante. ¿Quién es el Dios único y el Dios de Israel? La afirmación de Yahveh contra viento y marea puede comportar no pocos quebrantos, generar el desánimo y poner al testigo en peligro de muerte. Es necesario que el verdadero Dios anime al profeta en la tarea y que se muestre como salvador de aquellos que están en peligro y acuden a Él. Esta empresa tal vez sobrepase las fuerzas de uno solo; es necesario que otros sumen sus esfuerzos, ¿qué espíritu les anima? Como resultado de estos interrogantes, he aquí la temática teológica que quiero tratar: a) El Dios de Israel, b) La segunda vocación, c) Dios salva­dor de los pobres, d) Retorno del pueblo a la alianza.


 

3.1. El Dios de Israel


 

La mitología cananea nos permite asomarnos a las luchas entre los dioses. Tres divinidades se disputan la supremacía sobre la tierra y sobre los hom­bres: Baal, Mot (=muerte) y Yam (=Mar). El caos acuoso (Yam) es some­tido por Baal, que, de este modo, asegura la navegación y permite el desa­rrollo de la vida en la tierra. Pero la vida en la tierra está amenazada por una segunda deidad: Muerte (Mot). El enfrenta­miento entre Baal y Mot refleja la organi­zación del ámbito cósmico. Se oponen dos fuerzas antagónicas: vida y muerte, fecundidad y esterilidad, lluvia y sequía. Baal personifica la vida, la fecundidad y la vida. El triunfo de Baal sobre Mot es el triunfo de la vida y de la posibilidad de existir. La población cananea y gran parte de la población israelita del tiempo de Elías acude a Baal pidiendo la lluvia, y confesando simultáneamente: «Nadie hay por encima de él». Derramarle liba­ciones conjuros para atraer la lluvia o pronunciar su nombre, y entregarle la vida entera en consecuencia, no era algo desacostumbrado, como se advier­te en el Sal 16 y en la profecía de Oseas. Los adoradores de Baal no creen en vano; pretenden que su fe sea remunerada con una vida próspera en la tierra. Baal, por su parte, es un dios experto en el sustento de la vida; el dador de la lluvia asegura la existencia en la tierra.


 

Frente a Baal el Dios de Israel Yahveh se define a sí mismo mediante este circun­loquio: «Yo-Soy-El-Que-Soy» (Ex 3,14). El Dios de Israel muestra quién es actuan­do en la historia. El pueblo está invitado a descubrir su presencia en cada uno de los aconte­cimientos históricos, desde Egipto hasta la tierra. De este modo comproba­rá que es el único Existente, más aún es el Existente, que no admite ningún otro dios ante sí. La fórmula del libro del Exodo no alude a una existencia indeterminada, sino a una existencia concre­ta: al Existente por excelencia. La revelación de Yahveh complica a Israel en su existencia. Ante el Existente no es suficiente la afirmación teórica, se re­quiere también la apropiación práctica. Israel ha de moverse en un constante «Hare­mos y escucharemos» (Ex 24,7). Encuentra, sin embargo, un gran obstáculo para «hacer y escuchar», para seguir y adorar al único Dios de Israel, y es que Yahveh no es un dios «perito» en el don de la vida dia­ria: de la lluvia y de la fecundidad. Estaba bien seguir­le en los días de la travesía del desierto, cuando Él conducía a su pueblo; pero una vez instala­dos en la tierra, ¿quién es el verdadero Dios: Baal o Yahveh?


 

Comienza el ciclo del profeta de Tisbí con el anuncio de la sequía, no por decisión de Baal sino por orden de Yahveh: «Vive Yahveh, Dios de Israel, a quien sirvo...» (1 R 17,1). La sequía afectará a todo el país (17,7). La lluvia retornará cuando Yahveh quiera: «Vete a presentarte a Ajab, pues voy a hacer llover sobre la superficie de la tierra» (18,1). El monarca, protec­tor del culto a Baal, y con él el pueblo, han de apren­der que el verdadero «donador del trigo, del mosto y del aceite virgen», como dirá años más tarde el profeta Oseas, es Yahveh (Os 2,10). No es suficiente, por una parte, comprobar cómo Yahveh es, efectivamente, quien da la lluvia y la vida. El baalismo, por otra parte, como religión de estado, implica otros intereses que sobrepasan el ámbito cultual e inciden en el socio-económico, como de­muestra el episodio de la viña de Nabot. Nabot estima que es un sacrilegio enajenar la heredad de los padres («Líbre­me Yahveh de darte la herencia de mis padres» 1 R 21,3): es una tierra que ha recibido de las manos divinas y que sólo a Dios le pertenece. La princesa fenicia Jeza­bel alega los dere­chos de la corona (21,7). Yahveh está al frente de un pueblo en el que todos son hermanos; Baal, por el contrario, favorece una sociedad clasista. La afirma­ción de Yahveh como único Dios tiene repercusiones también sociales. Añadamos, en tercer lugar, que los profetas de Baal comen a cuenta del rey (cf 18,19). Oponerse al baalismo en estas circunstancias significa encami­narse hacia la muerte. Los yahwistas han de vivir en la clandestinidad, como bien atestigua la vida y la conducta del minis­tro de Ajab, Abdías (cf 18,3-15). Es inevitable el enfrentamiento a muerte entre el baalismo y el yahwis­mo. El encuentro mortal acaece en la cumbre del Carmelo (cf 1 R 18,20-40), escena de la que hablaremos en la documentación auxiliar (cf n.2). Ha triun­fado Elías, y con él Yahveh, al parecer. Pero la historia continúa en el capítulo siguiente, que expone las angustias mortales del profeta. Estamos ante una segunda vocación.


 

3.2. Segunda vocación de Elías


 

No sabemos cuándo tuvo lugar la primera. El texto la da por supuesto cuan­do irrumpe Elías con una palabra divina: «Vive Yahveh, Dios de Israel, a quien sirvo...» (1 R 17,1). Elías es un mero enviado, a través del cual Yahveh actúa y habla; y no otra cosa es el profeta: la boca de Dios. En nombre de Dios ha combatido el profeta los más recios combates religiosos de su tiempo. Ha afirmado que Yahveh es el Dios del agua y de la vida (no Ba­al), que es el Dios de la justicia episodio de la viña de Nabot, que es el Dios de la salud (y no Baal-Zebub, cf 2 R 1,2ss). En estos y otros episo­dios, Elías se había convertido en llama que devoraba a sus contrarios (cf 2 R 1,10). Es muy posible que 1 R 19 deba situarse históricamente al final de la vida de Elías, cuando ya todo está realizado, y no queda más que proveer a la sucesión del profeta. No obstante, su actual colocación, después de la escena del Carmelo, también tiene pleno sentido: Jezabel reacciona ante la muerte de sus profetas, y persigue a muerte al profeta. Sea lo que fuere, el hombre de fuego ha dejado paso al hombre débil, herido, sin aliento ni futu­ro, como tantos de nosotros. Solo, sin amigos ni criado, henos ante un hom­bre a quien le pesa la vida. Escapa de cuanto le rodea y huye, en el fondo, de sí mismo:

 

"Continuó por el desierto una jornada de camino y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte:

 

¡Basta, Yahveh! Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres» (1 R 19,4-5).


 

Así ha de terminar su historia, en soledad y en fracaso. Había sido el hombre fuerte, capaz de enfrentarse a los más feroces poderes. No había necesitado la ayuda de nadie. En la cumbre del Carmelo él solo fue capaz de terminar con una turba de fanáticos baalistas. Ahora, llegada la hora de la verdad, comprueba que todo ha sido inútil. Solo en la soledad del desierto no le queda más que invocar al Dios que le metió en una batalla ajena y dormirse para siempre, sin dejar estela de su paso por la historia. ¡Cuán­to dolor y abandono se encierra en la exclamación inicial: «Basta, Yahveh»!, y ¡cuánta resolución en la petición que la acompaña: «Quítame la vida...»! Cobijado en el sueño más profundo, Dios le llama nuevamente:

 

«Un ángel le tocó y le dijo:

 

¡Levántate, come!

 

Miró Elías y vio a su cabecera un pan cocido sobre una piedra y un jarro de agua. Comió y bebió y se volvió a echar. Pero el ángel de Yahveh le volvió a tocar y le dijo:

 

¡Levántate, come! Que el camino es superior a tus fuerzas. Elías se levan­tó, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta no­ches, hasta Horeb, el monte de Dios. Allí se metió en una cueva donde pasó la noche» (1 R 19,5-8).


 

El viejo Elías deseaba morir, pero en el fondo anhela encontrarse con la palabra primera que había orien­tado su vida convirtiéndole en paladín del yahwismo. El profeta ha de ponerse en camino y desandar el itinerario errado de su pueblo. Sosteni­do por el alimento divino: pan y agua como en tiempos antiguos el Israel del desier­to, ha de sostener una marcha de cuarenta días, como cuarenta fueron los años de camino de Israel a través del desier­to (a día por año). Tal vez no se narre la primera vocación de Elías, porque su vocación es la misma del pueblo. Ahora, cual nuevo Moisés, ha de retornar a los orígenes y adentrarse en la matriz generadora, dispuesto a una nueva gestación y a un nuevo nacimiento. No interesa tanto la vida singular del profeta, cuando está en juego la vida de Israel como pueblo. Elías, nuevo Moisés, actuará de comadrona. Existe, sin embargo una diferencia: Moisés está al principio, como iniciador del camino; Elías llega más tarde, cuando todos los caminos se han cerrado. Llegado a la cueva donde Yahveh se había revela­do, Elías ha de dar cuenta del fracaso de su camino. Allí quiere ter­minar sus días como arco que se curva hacia la tierra porque la existencia de Israel ha sido una mentira, una ilusión ya fracasada. La narración, no obstante continúa. Alguien espera a Elías a la entrada de la cueva:

 

«Y Yahveh le dirigió la palabra:

 

¿A qué has venido aquí Elías?

 

Me consume el celo por Yahveh, Dios de los ejércitos, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derruido tus altares y han asesinado a tus profetas. Sólo quedo yo, y me buscan para matarme.

 

Y dijo (Yahveh):

 

Sal y ponte de pie en el monte ante Yahveh. ¡He aquí que Yahveh va a pasar! Vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y hacía trizas las peñas delante de Yahveh; pero Yahveh no estaba en el hura­cán. Vino después del huracán un terremoto; pero Yahveh no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un incendio; pero Yahveh no estaba en el incendio. Después del incendio se oyó la voz de una brisa tenue; al sentirla, Elías se cubrió el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva» (1 R 19,9-13).


 

Hasta la montaña de Dios ha subido un hombre a presentar sus quejas a quien un día le llamó y después le dejó a su suerte. Elías se extiende en su alegato, que es la explica­ción de su fracaso y, en última instancia, del fracaso divino. Que lo reconozca Dios así, y el profeta ya tendrá una razón para morir. ¿No era la alianza un abrazo de amor del que Israel se ha desa­tado? Los altares del templo simbolizaban la pre­sencia de Dios en la tierra, ahora yacen rotos por tierra. Los profetas, voceros de Dios, han sido defi­niti­vamente silenciados. ¿Qué hace Elías solo, si Dios mismo le ha abandona­do? No existe razón alguna que obligue a continuar. El alegato se convierte, velada­mente, en acusa­ción elevada contra Dios. Él tiene en definitiva la culpa de que la historia se cierre tan absurdamente. Elías no concibe que su causa esté desvinculada de la causa divina. Si el profeta ha fracasado, Dios mismo es el fracasado. El único que se da cuenta de la gravedad del momento es Elías. Sabe cuanto ha sucedido en la tierra, y sube al monte para contár­selo a Dios, que, ajeno a todo, mora aislado en la cueva. ¿Buscará Elías únicamente un desahogo? ¿Para qué exponer su fracaso al Fracasado, si no pondrá remedio? ¿O está sediento de algo más: del encuentro con el Dios que un día se cruzó en su camino? ¡Ironía del texto: Elías busca, y Dios está esperando!


 

Continúa la ironía de forma cariñosa con los fenómenos que se desplie­gan ante Elías. Dios es fuerte y robusto, como el huracán que descuaja los montes y hace trizas las peñas. Bien puede ser el terremoto que hiende la tierra tragando en sus fauces a ciudades pobladas de hombres perversos. Tal vez sea el fuego voraz, fuego del infierno que comienza a implantar la jus­ticia de Dios sobre la tierra. Algo de este Dios fuerte y robusto se le había manifestado antaño al profeta en las cumbres del Carmelo. El narra­dor va indicando paciente y repetidamente: «Pero Dios no estaba» en en el terre­moto, ni en el huracán, ni en el fuego. El viejo profeta ha de abrir sus oídos a otro lenguaje, hasta ahora por él desconocido. Años atrás Elías había sido profeta de fuego, había entendido la libertad de Dios como hura­cán, y su justicia como celo. Pero Dios no está ahí. [¿No le confundimos frecuentemente con nuestro celo y pasiones? ¿No le inculpa­mos cuando al parecer nos ha engañado: cuando han fracasado nuestro proyectos, creyendo que son sus planes?]. El viejo Elías tiene que aprender nuevamente quién es Dios.

 

El ausente en la violencia está presente en «la brisa tenue». Elías se apercibe de la presencia de Dios. Por eso cubre su rostro con el manto. Aún ha de escuchar la pre­gunta que hace poco se le ha formulado: «¿Qué haces aquí, Elías?» (1 R 19,14). Bien sabe Dios lo que hace. Pero ha de saberlo también el profeta. Éste dice cuanto sabe, que es un decir de memoria. Dios, permite entender el texto, acoge la palabra de excusa de Elías, mientras le transforma por dentro, para que, secundando una nueva experiencia divina, asuma una nueva misión. Ésta se describe en los vv 15-18, con las mismas palabras que le fueron dirigidas a Abraham, el primer llamado en la Biblia: «Vete...». Elías había subido al monte para morir, ahora ha de bajar para comenzar nuevamen­te. La vejez es creativa y el cansancio no existe cuando ha sido encontrado por Dios. Ahora, cuando ha aprendido que Dios es brisa te­nue, cambia incluso el rostro de la realidad: no está sólo, otros siete mil han sabido mantenerse fieles. El mismo profeta tendrá sucesor, y las cir­cunstancias políticas pronto serán distintas.


 

Elías es un profeta que ha bregado a lo largo de la vida. Ya viejo ha tenido que abdicar de sus planteamientos y ha de retornar a los orígenes de su vocación. Una vez que ha tomado contacto con sus orígenes, es hora de regresar a la tarea diaria. Sube al Horeb. Allí experimenta a un Dios hasta ese momento desconocido. Y retorna al mun­do de los hombres. Elías es un profeta reconvertido. ¿No es éste el problema fundamen­tal de nuestra voca­ción? Con una experiencia cargada de novedad y con un mensaje nuevo, Elías transmite su experiencia a Eliseo y lo unge profeta. La línea de continui­dad se mantiene. Seguirá habiendo profetas en nuestro mundo. No son necesarios muchos comentarios para ver en la vocación de Elías una palabra que habla a nuestra vocación.


 

3.3. Dios salvador de los pobres


 

El profeta Elías se pone de parte de una viuda, cuya harina y aceite son multiplica­do (1 R 17,7-15); de otra viuda, cuyo hijo es resucitado (1 R 17,17-24); de un campesino despojado de su campo y asesinado (1 R 21,1-29). Se enfrenta a un rey que busca la salud en un dios experto en curaciones (2 R 1,1-16). El milagro de la multiplicación del aceite y de la resurrección del hijo de una viuda se repiten en el ciclo de Eliseo (cf 2 R 4,1-7; 4,8-37). El poderoso Naamán halla su curación en el Dios de Israel (2 R 5,1-27), etc. Es decir, el Dios de Israel está al lado de los pobres y es salvador, como atestigua el nombre de Eliseo («Mi-Dios-Es-Salvador»).


 

El poderoso Ajab, instigado por su consorte Jezabel, se sitúa por encima de Yahveh: despojar de la heredad de los padres a Nabot decía ante­riormente que era un sacrile­gio. La tierra es posesión de Yahveh, y éste la ha distribuido entre las tribus. La pose­sión ha de pasar de padres a hijos, y ninguno ajeno al clan puede arrebatárselo. Tal es el derecho tribal de Israel. Porque Ajab se ha colocado por encima de Yahveh y ha recurrido a un derecho cananeo, merece la condena de Elías (1 R 21,19). Yahveh, por consi­guiente, se declara en favor del pobre y despojado (cf Documentación auxi­liar, 3).


 

Otro poderoso, Naamán, busca la salud en el profeta de Israel en este caso en Eliseo. Está convencido de que podrá recuperar la salud mediante la influencia y el poder (2 R 5,4-6). Pero el Dios que da la muerte y la vida no es el monarca de Israel, sino Yahveh. Cuando Naamán se pliega al querer divino encuentra su curación. El Dios de Eliseo es el mismo que el Dios de Elías: brisa suave, e incluso desconocida, que se identifica con el insigni­ficante río de Israel, en contraposición con los famosos ríos de Damasco. La curación que Dios concede, por otra parte, es graciosa: no pide nada a cam­bio. El siervo de Eliseo, Guejazí, contrae la lepra por pedir a Naamán una retribu­ción (2 R 5,21-27). Quien busque la salud la salvación ha de acudir al Dios de Elías, no a Baal-Zebub.


 

Dios, brisa tenue, protege a los pobres. Defiende el derecho que asis­te a Nabot y atiende las necesidades de la viuda. Ella, junto con el huérfa­no y el peregrino, pertene­cen a los estamentos depauperados de Israel. Yah­veh se identifica con su causa, como años más adelante proclamará el profeta Amós, un profeta judaita que se mueve en el reino del norte.


 

Dios salvador y defensor de los pobres es el Dios de la alianza. El profeta Elías proclama con su nombre y con su acción la exclusividad de Yahveh. Retorna el profeta al Horeb en busca de la identidad perdida. Descu­bierto como «brisa tenue», Elías pasará el testigo a su sucesor. Éste conti­nuará el programa de su maestro, reafirmando a Yahveh como salvador y defen­sor. Uno y otro profeta necesitan la compañía de los siete mil que no dobla­ron sus rodillas ante los baales o el apoyo y colaboración de los hijos de los profetas. Tal vez con esta conjunción de fuerzas sea posible el retorno a la alianza.


 

3.4. El retorno a la alianza


 

Los «hijos de los profetas», a cuyo frente está Eliseo, acaso deban relacionarse con las bandas de profetas del inicio de la monarquía. Ambos grupos son testigos de Yahveh en momentos especialmente cruciales para la fe antigua. No es suficiente, a mi entender, la «bancarrota económica» para explicarse la aparición de las «cofradías» proféticas. Lo que estos grupos pretendían era que Israel viviera su propia fe. De hecho, en unión con los líderes carismáticos, son los protagonistas de la vida religiosa de Israel en la difícil crisis que supuso el tránsito a la monarquía y el cisma. «Con sus arrebatos de fanatismo escribe A. González, proclaman que éste es el pueblo de Yahveh y que Yahveh está presente en medio de su pueblo. Por su misma naturaleza son un testimonio elocuente, férvido, del yahwismo». Son los últimos portadores de una fe en Yahveh, pura y sin mezcla. Su importan­cia fue determinante para la pervi­vencia de la fe en Yahveh. A ellos se remonta la radicalización yahwista que posterior­mente suena en los profetas más tardíos.


 

Ahora bien, la afirmación de Yahveh como el único es el corazón de la alianza sinaítica. De aquí fluye la convicción de la presencia de Yahveh en medio del pueblo y comporta la exigencia de un servicio del creyente en su totalidad y unidad: el Dios de la alianza ha de ser amado con todo el cora­zón, con toda el alma y con todas las fuerzas (cf Dt 6,5). Con otras pala­bras, lo que proponen los hijos de los profetas, con sus líderes al frente, es el retorno a la alianza: que el pueblo cumpla de verdad aque­llo que dijo a las faldas del Sinaí/Horeb: «Nosotros haremos y escucharemos». Porque este programa resultó enormemente difícil, fue necesario que surgieran un Elías y un Eliseo, acompañados de los hijos de los profetas. Porque la dificultad continúa siendo real, se necesitan nuevos Elías y Eliseos, que en compañía de otros muchos sean hoy testigos del Dios vivo. La figura de Elías habla aún en otras páginas bíblicas, del antiguo y del nuevo testamento.





 

4. ELIAS EN EL RESTO DE LA BIBLIA


 

El ciclo-Elías termina con el rapto del profeta al cielo (2 R 1-11), sin que deje huellas de su tumba, como sucede con otro personaje bíblico: Henoc (Gn 5,24). El único testigo de este acontecimiento es Eliseo, que «ve» el destino de su maestro y «recoge» su manto. Elías viene a ser la contra­partida celeste de la actuación terrestre de Eliseo. Tal vez por ello pueda decirse que la «asunción de Elías» es un teologúmenon que sirve para expre­sar el tema de la sucesión, en cuanto que es ante todo la experiencia de Eliseo que «ve» y entiende el sentido de la desaparición de su maestro por encima del modo de percibir de los demás. En todo caso, la convicción de que Elías retornará se enuncia ya en los últimos libros del antiguo testamento, y se ratifica en los del nuevo testamen­to, por no hablar de la literatura judía.


 

La profecía se cierra con las palabras siguientes: «He aquí que yo os envío al profeta Elías antes de que llegue el día de Yahveh, grande y terri­ble. Él hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que venga yo a herir la tierra de anatema» (Mal 3,23-24). Reconciliada la familia, la maldición divina no caerá sobre la tierra. En el elogio de los antepasados compuesto por el Sirácides, se le da a Elías una extensión notable (Sir 48,1-11). Para el autor de esta compo­sición el profeta es, ante todo, un hombre «de fuego» (48,1.3.9). La palabra del profeta abrasó por donde pasó, y aún se espera que retorne a la tierra como fuego purificador. El fuego se con­virtió en celo que animó toda su actividad profética y en virtud de ello fue arrebatado al cielo. Es la com­prensión que de este gran profeta tiene el autor de 1 Mac 2,58: «Elías, por su ardiente celo por la Ley, fue arrebatado al cielo».


Los autores del nuevo testamento participan de la misma esperanza que los últimos libros judíos: Elías retornará. Más aún, ha venido en Juan el Bautista. Efectivamente, éste se presenta con el poder del tesbita (cf Lc 1,17); Jesús le identifica con la persona del Bautista (cf Mt 9,11ss; 11,1­4). Los sacerdotes y levitas preguntan directamente al Precursor: «¿Eres tú Elías?». Éste lo niega (Jn 1,21), porque tras él ha de venir otro que es más fuerte (Mt 3,11-12 y par). Si Juan blande el hacha, «el que ha de venir» limpia­rá la era» y la paja arderá como fuego que no se apagará (Mt 3,12 y par). Es probable que Juan esperase la llegada de Elías como fuego purifica­dor y destructor, y que durante algún tiempo hubiera creído que el profeta de Nazaret fuera el definitivo Elías. Pero los signos hechos por Jesús le desconciertan. De ahí que llegado un determinado momento se vea obligado a enviarle una legación que le pregunte: «¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?» (Lc 7,20). Juan esperaba un profeta de fuego, como el Elías de los comienzos, y se encuentra con el profeta de la «brisa tenue», que muestra el rostro de un Dios salvador, inclinado sobre los pobres (cf Lc 7,22).


 

Cuando llega el momento de que el profeta de Nazaret asuma nuestras debilidades y cargue con nuestra muerte, la tradición evangélica sitúa a Elías y a Moisés al lado de Jesús (cf Lc 9,30s y par). La brisa se ha hecho tan tenue, que necesita la presencia de dos testigos que acrediten la pre­sencia de Dios en el hombre-para-la-muerte. Moisés y Elías son los anuncia­dores de los tiempos mesiánicos (cf Dt 18,15 y Mal 4,23). Ambos deben estar presentes sobre la cumbre del Tabor. Cuando, pasado un tiempo, la brisa parezca desvanecerse sofocada por el calor de la muerte, los rectores del pueblo preten­den insultar a Jesús con estas palabras: «Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarle» (Mt 27,49 y par). Glosaría con Juan: «Esto no lo dijeron por su propia cuenta..., sino, que rectores como eran de la nación, profetizaron Mi-Dios-Yahveh será el Salvador». Así sucedió. La brisa no fue extinguida por la muerte, sino que desde lo alto de la cruz sopló sobre toda carne mortal, y ésta cobró nuevo aliento de vida. Desde ese momento Elías y Eliseo caminan juntos: Yahveh es Salvador.


 

No termina aquí la presencia de Elías en el nuevo testamento. Según Pablo, Elías caminando en soledad y derrotado es un símbolo del futuro del pueblo. Después de haber experimentado el aleteo de la «tenue brisa» es capaz de descubrir otros siete mil hermanos que marchan junto con él. Del mismo modo, es la consecuencia a la que llega Pablo, «también en el tiempo presente subiste un resto, elegido por gracia» (Rm 11,2-5). Pablo se refiere al resto del pueblo judío, que entrará como pueblo a formar parte del nuevo pueblo de Dios, porque «Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de ante­ma­no puso sus ojos» (Rm 11,2). La oración de Elías, por lo demás, es un ejemplo para la oración del cristiano (cf Sant. 5,16b-18).


 

En una palabra, he aquí una figura profética sumamente importante en aquellos tiempos de crisis de identidad, valedera, bajo múltiples aspectos, para estos tiempos de no menor crisis y necesidades. Su nombre programático, completado con el nombre de su sucesor, anima a nuevos hombres y mujeres a que confiesen con su vida a Dios como el único Existente y Salvador.


 

SUBSIDIOS



EL PECADO DE JEROBOAM


 

«¡Basta ya de subir a Jerusalén. Este es tu dios, Israel, el que te hizo subir de la tierra de Egipto!» (1 R 12,28).


 

«Cada uno de los elementos de esta decisión regia de Jeroboam si­gue siendo todavía un tema de investigación. Desde luego de aquella épo­ca no nos ha llegado noticia alguna sobre una posición especial del san­tuario de Si­quem, por más que era lógico el que allí se construyera un palacio y un templo a ejemplo de Jerusalén. Tal vez ese plan chocó con el estamento supe­rior cananeo todavía hostil a Israel y con las tradi­ciones de que tal esta­mento era portador. Tanto Bethel como Dan poseían más antiguas tradicio­nes israelitas, que en parte se pueden remontar hasta la prime­ra época de la conquista. Se trataba de lugares del hin­terland de la colonización cana­nea. Su decisión la justifica Jeroboam en 1 R 12,28. Pero ¿era necesario descar­tar a Jerusalén como el gran san­tuario competidor? La formulación en cone­xión con la tradición-Egipto hace pensar en una interpretación posterior bajo criterio deuterono­mís­tico. Va por delante la pretensión de Jerusalén como sede del Dios de Israel, que aquí se define en firme conexión con la tradición-Egipto según la concepción deute­ronomística. La fundamentación imputa a Jero­boam el sacrilegio de haber iniciado un falso culto a este Dios. De cua­lquier modo que se pretenda explicar este estado de cosas, es muy difí­cil encontrar una aclaración históricamente segura a base del texto de 1 Re 12,28.


 

Resta por comentar la curiosidad de los becerros de oro, o, dicho más exactamen­te, de las imágenes áureas de toro. ¿Se trataba de pedesta­les en forma de toro del dios que presidía? Con toda certeza no se trata de facto­res específicos del más antiguo culto a Yahveh. La decidi­da resistencia de los sectores levíticos contra tales toros, como apare­ce en la fidedigna mirada retrospectiva del capítulo sobre el 'bece­rro de oro' durante la época del destierro (Ex 32), confirma el carácter de esas obras plásti­cas como una extraordinaria innovación respecto a las tradiciones nomádicas. Si esto es así, para la explicación de esta medi­da regia se impone una reflexión de 'política religiosa' en su más ver­dadero sentido. Al adoptar un objeto de culto aceptable incluso para la población cananea, Jeroboam intentaba ganar para su reina­do el afecto de la parte cananea de sus súbditos, tan propensa a la resistencia. Por consiguiente, la fabricación de un arca hubiera sido una medida demasia­do sublime, comprensible tan sólo para los israelitas; en cambio, los toros eran, al parecer, acep­tables incluso para los israelitas.


 

La desacostumbrada medida exigía normas regias en amplia escala. Jero­boam no sólo descartó a los sacerdotes levíticos, sino que incluso redactó un programa de fiestas, para que los santuarios se mantuvieran en actividad. Los hechos demuestran que en Israel, mucho más abiertamen­te que en Jerusa­lén, la monarquía intervino en los asuntos religiosos del estado y con ello trataba de dictar una línea unitaria a la forma nomádica de religión, tal como se mantenía viva en las tribus, y esto sin tener en cuenta la propia posición de fuerza. Posteriormente este culto estatal aparece claramente atestiguado en Bethel, cuyo sacerdote advirtió al profeta Amós que se encon­traba en un 'santuario del rey', en una 'casa del rey' (Am 7,13). La reli­gión estatal de Jeroboam se adhirió como un cuerpo extraño al adulto culto tribal a Yahveh; no es de extra­ñar, pues, que en las tribus se produjera resistencia y nacie­ran críti­cas, y que sobre todo en su seno pervivieran y se fomentaran los recuer­dos de la religión nomádica. La oposición profética contra la monarquía allí encontraba su respaldo y de allí sacaba su fuerza original. En esos círculos hay que buscar tam­bién los portadores de la tra­dición, cuyas ideas quedaron mucho después programá­ticamente condensadas en el núcleo del Deuteronomio» (S. HERRMANN, Historia de Israel en los tiempos del antiguo testamento, Salamanca 1979, 254-455).





 

LA ESCENA DEL CARMELO (1 RE 18,20-40)


 

«El Carmelo es aquella sobresaliente sierra del noroeste de Is­rael, cuya última estribación limita a la bahía de Acó (Haifa) por el sur y allí desciende abruptamente hasta el Mediterráneo. En su trayecto­ria de sureste a noroeste se eleva el macizo del Carmelo sobre la parte septentrional de la llanura de Megiddo. La situación del Carmelo tenía una especial importancia. Pertenecía a la región fronteriza entre feni­cios e israelitas. El rey de Tiro había podido entretanto extender su jurisdicción hacia el sur. Es pro­bable que desde los primeros tiempos hubiera habido un santua­rio en el Car­melo, como por lo demás también lo hubo posteriormente. El mismo Tácito menciona un santuario del Carmelo, que visitó Vespasiano en el año 66 d. C. El lugar es muy apropiado para la veneración de una divinidad de montaña, cuyo santuario fácilmente accesible y visible desde lejos debía atraer en cualquier tiempo una muchedumbre de adoradores.


 

De la cambiante historia del santuario da testimonio también 1 Re 18,30. Ahí se dice que Elías reparó el demolido altar de Yahveh. Así pues, el Carmelo albergó alguna vez un culto regular a Yahveh, cuya in­troducción se puede suponer en los tiempos de David y Salomón. Pero des­pués, por influ­jo cananeo-fenicio, y precisa­mente en esta zona fronteri­za el Carmelo debió cambiar su divino propietario. Allí donde Yahveh había tenido un altar, volvió a reinar Baal, probablemente el Baal de Tiro. Ahora bien, tal vez debido al favorable influjo de las buenas re­laciones entre Israel y Tiro, parece ser que Ajab adquirió derechos de soberanía sobre el Carmelo. Este fue el momento que aprovechó Elías para infligir un castigo ejemplar en este destacado lugar de culto y en pre­sencia de israelitas y fenicios. ¿Quién es el auténti­co propietario del Carmelo? Esta era la cuestión, que ante todo había que resolver, un con­flicto 'local', si podemos llamarlo así. Pero naturalmente latía ahí el problema, mucho más trascendental, de la política interior de Israel, a saber, lo que significaría el que Baal, bajo el reina­do de Ajab y de su mujer Jezabel, ganara terreno tan des­mesuradamente. No puede censurarse a la exposición de la gran escena del Carmelo en 1 Re 18 el elevar ese conflicto local a la categoría de problema de la verdad, del problema de la verdad tal como entonces podía concebirse en su limitación nacional: ¿Quién es el dios de Israel, es Yahveh o es Baal?


 

La decisión se inclinó en favor de Yahveh. El fuego del cielo, que devoró el holo­causto de Elías, manifestaba al verdadero Dios; la deses­perada danza de los profetas de Baal no hacía sino acrecentar su derro­ta. Nos es imposible saber hasta qué punto un conflicto cúltico en el santuario del Carmelo sirvió de base para grandes desma­nes contra los profetas de Baal de aquella región. Según el relato, Elías con su propia mano degolló a esos profetas en la falda del monte (1 Re 18,40).


 

El núcleo histórico del acontecimiento-Carmelo puede verse en que se produjo tal vez un conflicto entre fenicios e israelitas en torno al santua­rio del Carmelo, en el que Elías desempeñó un papel principal a lo largo de un proceso, que posiblemen­te tuvo un resultado dudoso. Pues el estado se impuso y Jezabel fue tal vez una fuerza motriz en orden a apo­yar al lado cananeo y a limitar la influencia de Elías y sus secuaces. Parece creíble que la reina persiguió a Elías como cabecilla de la otra parte, de tal modo que el profeta hubo de salir del país. La tradición le atribuye una peregri­nación al meridional monte de Dios, donde Yahveh le saldría al encuentro en el marco de un grandioso escenario, que evoca las tradiciones-Moisés. Sin embar­go, Yahveh no estaba en los grandiosos fenómenos de la naturaleza, sino que fue cono­cido por Elías 'en el susu­rro de la brisa suave', como dice la expresiva traduc­ción tradicional; desde luego sería más conforme con el texto original decir 'en un hondo silencio abismal'» (S. HERRMANN, o. c., 274-275)





 

LA VIÑA DE NABOT (1 R 21)


 

«Por motivos exegéticos puede considerarse como discutible la par­tici­pación de Elías en el conocido relato sobre la viña de Nabot, 1 R 21. Su importancia afecta menos al plano cúltico que al de la historia del derecho. En Israel la propiedad de terrenos era inalienable; regía exclusivamente el derecho hereditario, que, según la mentalidad vetero­testamentaria, conside­raba no al israelita particular, sino al mismo Yahveh como dueño radical de la tierra prometida y otorgada. El intento de Ajab de apropiarse de una buena finca como patrimonio de la corona junto a la residencia de Jezrael atestiguada desde sus días, fracasa ante todo por la negativa, válida según las ideas jurídicas israelíti­cas, de su dueño Nabot, que defiende la heren­cia de sus padres; Ajab se muestra dispuesto a reconocer ese derecho. Sólo la intervención de Jeza­bel hace cambiar las cosas. Para ella la soberanía del rey es la ley suprema, que ni siquiera en lo concerniente a la propiedad de la tierra puede tener limitación alguna, criterio que, a la vista de las prácticas fenicias que posibilitaban sin más las transacciones sobre terre­nos, es incluso comprensible. En el fondo en este relato entran en conflicto no ya las personas entre sí, sino ordenamientos jurídicos, que no raras veces pueden haber determinado y dificultado el clima intrapolítico. El suma­mente criminal final del relato, que va ligado a la muerte de Nabot, puede ser un síntoma de la acritud del conflicto. Hasta ahí queda de suyo redondeado el relato; la intervención de Elías es algo secundario y por razones objetivas ni siquiera es necesaria» (S. HERRMANN, o. c., 276-277).






 

CLAVE CLARETIANA




 

«La formación integral del claretiano deberá asumir de alguna manera la sensibilidad cultural, socioeconómica y política de la sociedad actual. Este aspecto queda encua­drado perfectamente en nuestro espíritu claretiano que hace presente el rasgo profético del P. Fundador y que progresivamente han de asimilar y vivir nuestros formandos. Por eso es importante que nues­tros formandos se eduquen para el compromiso social y tempo­ral según las orientaciones del magisterio de la Iglesia en materia social, adap­tado a las diversas circunstancias de los pueblos» (2F 10).

 

«Aparecen en el P. Fundador a lo largo de su vida...

 

Un espíritu profético netamente manifestado en su vida apostólica por el que percibía las necesidades espirituales concretas del pueblo de Dios y actuaba los medios más adecuados para su solución, tanto en el campo religioso como social.

 

Un compromiso total como Misionero y Obispo que directamente se empeñó en com­batir el mal del pecado y a divulgar el reino de Dios sin miedo a denunciar los verda­deros males en las estructuras sociales cuando éstas oprimían los derechos funda­menta­les del hombre.

 

[...] Que hemos de trabajar por discernir proféticamente los signos de los tiempos en las diversas actuaciones de la Iglesia y de la Congrega­ción denunciando todo peca­do y orden injusto opuesto a la realización histó­rica de la salvación como liberación total e integral del hombre» (2F 12).








 

CLAVE SITUACIONAL



 

1. Las "locas de Dios". Argel. Octubre 1994. Dos religiosas son asesinadas en las calles de Bab el Oued. Las llamadas "locas de Dios" caen víctimas del fundamentalismo. Su palabra profética, su vida, era como el "susurro de la brisa suave". Alguien, la intransi­gencia, pensó que la muerte era el modo más efectivo de apagar ese susurro, pero no. Se multiplicó increíblemente hasta por los parajes donde no transita Dios regularmente. Hablaron de ellas los políticos, los intelectuales, los dirigentes de las más variadas reli­giones. No es necesario el fragor del rayo y la tormenta. En cualquier mo­mento, en cualquier lugar, puede el susurro de los nuevos profetas conver­tirse en la voz más potente del planeta. Basta "ser" profetas.


 

2. Las falsas imágenes. El hombre busca a Dios en la montaña de su trascen­dencia pensando que allí mora en su dorado aislamiento, ajeno a todos los problemas del hombre. Corre éste a enterarle de sus conflictos, de las si­tuaciones catastróficas de los pueblos, del dolor del mundo. En el fondo quizá lo que busca es desahogarse en la convicción de que Dios, en cuanto salga de su ignorancia, atenderá con poder al justo, con fuerza al débil, con alegría al abatido, con justicia al oprimido. Pero, con frecuen­cia, Dios no está donde el hombre le busca, en nuestros celos y nuestras pasiones. Es hora de estudiar a fondo el lenguaje del Dios verdadero, que viene a trans­formar el corazón del hombre y, a través de él, el corazón del mundo.


 

3. Entre los dioses clasistas y el Dios de la fraternidad. Siempre ha habido profetas ligados a los dioses falsos del poder opresor. Ellos usan la reli­gión en beneficio propio, y reducen a Dios al tamaño de sus propias ideas e intereses. Son profetas de los baales. Difunden la imagen de un Dios distan­te, ocupado en altos negocios, viajero y dormi­lón. Confunden al pueblo, son la propaganda del sistema y sólo hablan de aquello que les gusta oír a los poderosos. Para el pueblo no es fácil discernir quiénes son los falsos pro­fetas. La misma comunidad cristiana se debate muchas veces en la perplejidad de las divergencias inevitables existentes dentro de la iglesia: obispos que declaran opinio­nes contrapuestas sobre el mismo tema, praxis de sacerdotes que se alejan de la confe­sión hecha de palabra, cambios de pastores que imponen el cambio de orientación a toda la comunidad por su ideología parti­dista, por su vinculación a movimientos, por sus gustos y aficiones persona­les. Un criterio para discernir lo podemos encontrar en Elías: Yahweh está al frente de un pueblo en el que todos son hermanos. Baal, por el contrario, favorece una sociedad clasista y discriminatoria.


4. El dios casero. En tiempos de Elías y Eliseo Dios no era para muchos un dios "peri­to" en el don de la vida diaria: de la lluvia y la fecundidad. Para muchos hoy diríamos que no es perito en ordenadores, manipulaciones genéticas, energía atómica. Más aún, no es perito en nuestros problemas caseros y de cada día. Para ellos sólo existe el Dios de los domingos. Para los días de diario están los "baales", que son los que entienden. Son más útiles y basta un pequeño retoque para que se parezcan al Dios verdadero. Sería un buena pregunta para el hombre de hoy: ¿Dónde percibes con mayor intensi­dad la presencia de Dios?




 

CLAVE EXISTENCIAL


 

1. La reconversión no es imposible. De vez en cuando se escucha la "infeliz" sentencia: "A partir de los cuarenta años cualquier conversión es a peor". Así lo debía pensar el profeta Elías, ya viejo, cansado y desencantado. Sólo le quedaba subir al monte y morir. La subida era larga y cada vez más pesa­da. Pero le quedaba la sorpresa de Dios: le quedaba el encuentro con el Unico capaz de hacerle bajar de la montaña para comenzar de nuevo. Es nues­tra historia. Y hoy puede ser un buen momento para encontrarnos con Dios e iniciar la bajada. ¿Estás dispuesto a abdicar de tus planteamientos derro­tis­tas? ¿Estás dispuesto a retornar a los orígenes de tu vocación? Escucha a Dios que quizá ya te está hablando en la brisa tenue de la monótona realidad de cada día.

2. ¿Quién pretenderá parecerse a ellos? (Si 48,4).


"Surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como an­torcha" (Si 41,8).


 

"Hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa..."



 

"Durante su vida (Eliseo) ningún príncipe le hizo temblar y nadie fue capaz de subyugar­lo" (Si 48,­12).


 

"Llevaba un manto de piel, con una correa de cuero a la cintura" (2 R 1,8).


 

"Elías, hombre semejante a noso­tros,oró con insistencia... De nue­vo volvió a orar..."(St 5,16-18).


 

"Elías, por su ardiente celo por la ley, fue arrebatado al cielo" ((1 M 1,58).


 

"Basta, Señor, quítame la vida, que no soy mejor que mis antepasados" (1 R 19,4).


 

"Me consume el celo por mi Señor Todopode­roso" (1 R 19,10).


 

"Respóndeme, Señor, respóndeme, para que sepa este pueblo que tú eres el Señor, el ver­dadero Dios" (1 R 18,37).


 

"Nada le arredra..."




 

"Se goza en las privaciones..."



 

"No piensa sino ... en orar,"




 

"trabajar,"



 

"y sufrir,"



 

"y en procurar siempre y únicamente la ma­yor gloria de Dios"


 

"y la salvación de los hombres".







 

ENCUENTRO COMUNITARIO



 

1. Oración o canto inicial.


 

2. Lectura de la Palabra de Dios: 1 R 21,1-29.


 

3. Diálogo sobre el tema II en sus distintas claves.


 

4. Oración de acción de gracias o de intercesión a partir de lo compartido en la comunidad.


 

5. Canto final.



.....Escuela Bíblica Dabar Elohim - Parroquia de Ntra. Sra. de Chiquinquirá - Cl 45 30-62 - Tel 3795319 - 3184301 - Barranquilla - Colombia
Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis