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Luz de la humanidad
Buscando la luz...

joánicos XII





                                                TEMA 12:

 

AMÉN” AL PROYECTO DE SALVACIÓN DE DIOS


TEXTO: Apocalipsis 19,11 - 22,21


 

CLAVE BÍBLICA


 

1. NIVEL LITERARIO


El ritmo literario del Ap se torna ahora rápido, pues los acontecimientos postreros van llegando a su desenlace. El capítulo 19 presenta a Cristo como juez y vencedor de todas las fuerzas del mal, y ofrece la sucinta reseña del combate final, sin relatarlo. Este se da inmediatamente por concluido con un veredicto de victoria a favor de Cristo, Rey de reyes y Señor de señores. Tras la destrucción de las dos bestias, se asiste en el capítulo 20 al aniquilamiento del enemigo principal, el gran Dragón. También tiene lugar el juicio definitivo. Aparece un trono blanco, símbolo del poder y de la providencia de Dios. La narración acaba con la mención del libro de la vida. Al principio y al final, está presente la misericordia de Dios, hecha realidad en el Cordero que ha sido degollado. La misericordia triunfa sobre el juicio. Todo ello en un estilo mucho más simple que el de la apocalíptica judía contemporánea.


Hay que recalcar también la insistencia en la fuerza del testimonio. Estas últimas visiones no son el producto falaz de una mente en delirio, sino que poseen la suprema garantía del Espíritu. Son visiones verdaderas, dignas de crédito, pues es el Espíritu el que permite a los profetas dar testimonio de Jesús (19,10). Entre estos profetas, se cuenta Juan, el vidente del Ap (21,10). Se multiplican las veces en que el vidente del Ap alude a esta visión profética: 19,11.17.19; 20,1.4.11; 21,1. De nuevo se reitera que estas visiones son ciertas y verdaderas (21,5) Y por fin, la misma recomendación confirma la veracidad de las palabras escritas en este "libro de profecía", pues el mismo Dios las ha inspirado y hecho posibles (22,6).


Pero el Ap -y nosotros con él- se centra en estos últimos capítulos principalmente en la suprema visión de la nueva Jerusalén (21,1 - 22,5).


 

1.2. Clave de bóveda literaria de todo el libro


Ap 21,1 - 22,5 es el único lugar, no sólo de la Biblia, sino de todos los escritos judíos, donde se hace una extensa mención de la ciudad de la nueva Jerusalén. En ningún otro texto -preciso es recalcarlo- se ofrece descripción alguna de la Jerusalén celeste. Ningún otro escritor apocalíptico ha delineado, ni siquiera en mero bosquejo, la imagen de esta ciudad. En medio de tan vasto desconocimiento acerca de la realidad íntima de la ciudad de la nueva Jerusalén, la aportación de Ap 21,1 - 22-5 resulta fundamental.


El Ap cristiano surge como el cumplimiento eficaz de las mejores promesas bíblicas del AT. El anhelo de los profetas y la irrenunciable expectativa judía, manifestada a través de tantos textos a menudo inextricables, no se pierde para siempre en el vacío, sino que realiza su plenitud mediante la irrupción de la nueva Jerusalén, tal como, de manera espléndida, se consigna en Ap 21,1 - 22,5.


Probablemente Juan no supiese, mientras describía la nueva Jerusalén, que estaba redactando las postreras páginas de la Biblia escrita, sea del Antiguo como del Nuevo Testamento. La Iglesia, posteriormente, no sin superar algunas resistencias sobre su canonicidad, asistida siempre por la fuerza inspiradora del Espíritu, colocó el Ap al final de todos los libros escritos. Hizo providencialmente una sabia elección, pues Ap sustenta toda la Biblia como la meta sostiene el esfuerzo de la gran marcha. Aún más, la nueva Jerusalén se erige en la gran visión de totalidad: se presenta como el punto culminante, la clave de bóveda de esa gran obra milenaria que es la Biblia. Los más nucleares eventos bíblicos encuentran en la nueva Jerusalén su confirmación: la elección divina, la nueva creación, la alianza, la apertura de la salvación a todas las naciones, las nupcias sagradas entre Dios y su pueblo, el poder ver a Dios, la ecología, la esperanza, el sentido providente de la historia de la humanidad


 

1.3. Vocabulario selecto, refinado, fulgurante


A un sublime mensaje para la Iglesia, acompaña una forma literaria espléndida. El texto constituye en sí mismo una de las "obras de arte literarias del autor del Ap" (Vanni). Únicamente aquí se describe, con la elocuente expresividad del símbolo, cuál y cómo es la confirmación de la esperanza, el premio que Dios otorga, tan desbordada como gratuitamente, a la Iglesia y a la humanidad. Fragmento de riqueza teológica inconmensurable y de belleza casi mágica. Se trata definitivamente, de descubrir y reconocer la hermosura de la Iglesia, hecha a imagen de la nueva Jerusalén, hacia donde esperanzadamente ella se encamina.


 

1.4. Metamorfosis de símbolos: esposa, ciudad, jardín


La nueva Jerusalén aparece como un esplendor de belleza, porque como muestra el ángel al vidente (21,9-10), es la esposa del Cordero y porque es la ciudad escatológica. Dos símbolos y dos registros: el primero mira al amor personal, esponsalicio; el segundo contempla las relaciones humanas en el entramado social de la convivencia.


Aparece hermosa, porque ya es no sólo la prometida, sino la esposa radiante de Cristo, quien la quiso para sí "resplandeciente, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada" (Ef 5,27). Y también resulta hermosa porque es ciudad santa, a saber, constituye el lugar de la comunión-comunicación, en paz, entre Dios y los hombres.


El trueque entre la imagen de la mujer y la ciudad, es un tema que aparece en la Biblia (Ez 16,11-13; cf. Is 54; 60; Ez 40; 48) y asimismo en la literatura apocalíptica (4 Esdras 7,38; 8,27; 10,27).


Se habla también de un paraíso totalmente nuevo y definitivo (Ap 22,1-5), en el que la vida divina, como un río impetuoso, se derrama abundante, haciendo germinar a toda la creación. Es ya la total comunión entre Dios y los hombres, sin la vergüenza del pecado de antaño (Gn 3,10); y es la suma perfección, sin amenazas la maldición (Gn 3,3.17), que amenazaba la vida de Dios con los hombres.


Quedan evocados con las imágenes primordiales del agua, la vida, el árbol...los temas característicos del paraíso bíblico y la idea del origen incontaminado que se respira en todos los hermosos jardines del mundo, patrimonio de la mejor humanidad: es el edén soñado, el "locus amoenus", el jardín de las Hespérides, el paraíso del Corán, cruzado asimismo por un río, el lugar encantado de la Arcadia clásica... Aquí se expresa un deseo antiguo, emergente en todas las edades y pueblos: la nostalgia de la paz divina en la creación, la búsqueda de los orígenes perdidos. La nueva Jerusalén extiende ahora su contagio a la humanidad y a la naturaleza, transfigurándolas en su luz sobrenatural.


Las imágenes del Ap no son geográficas, sino simbólicas; y todas ellas están engarzadas en una cadena interpretativa. Como mensaje nuclear se insiste en que la nueva Jerusalén representa la vida desbordante, donde la Iglesia, al fin glorificada y salvada, se une con toda la humanidad, formada por el pueblo elegido y las naciones del mundo, en una vida de comunión con Dios.


 

2. NIVEL HISTÓRICO


2.1. Falsos milenarismos


El mileranismo es la expectativa de un reino de Cristo en la tierra, que ha de preceder al juicio final. Los especialistas coinciden en que la base de los movimientos milenaristas de todos los tiempos hay que buscarla en una interpretación fundamentalista y literalista de Ap 20. En este pasaje aparece en seis ocasiones la expresión "mil años" para designar un período intermedio de reinado de Cristo con los justos.


Amplios sectores de la Iglesia primitiva, sobre todo occidental, leyeron de modo radical este capítulo y creyeron que estas promesas habrían de cumplirse en un reino mesiánico terrestre y nacional de duración limitada, como estadio intermedio entre la era presente y el reino eterno de Dios. Este mileranarismo tomó auge durante la Edad Media, especialmente con Joaquín de Fiore y su discípulo G.de Bogo. Algunos soñaron con la hegemonía de algunas órdenes religiosas, que instaurarían esta época con el advenimiento del Espíritu Santo. O seguían pensando en paraísos terrenales, fruto del maridaje entre iglesia y estado.


Esta tendencia ha continuado pertinazmente hasta nuestros años. En el siglo XIX el milenarismo surgió con fuerza en Norteamérica, y cristalizó en el seno de tres grandes sectas: mormones (J.Smith 1805-1843), adventistas (W.Miller 1782-1849) y Testigos de Jehová (Ch.Taze Russel 1852-1916). Este milenarismo se incuba en el "Gran Despertar", protagonizado por los movimientos de santidad de tipo conversionista que brotaron en los territorios fronterizos del Oeste americano. La angustia y la inseguridad, propias de una "situación de frontera", provocaron un movimiento fundamentalista, basado en sentimientos fideístas y en una lectura al pie de la letra del Ap.


Hoy día se asiste al milenarismo de la "Nueva Era". Se trata de una nueva religiosidad, que brota cuando se presienten calamidades y crisis de grandes instituciones. Interpretan los signos del cielo de Ap conforme a los doce signos del Zodíaco: la humanidad se encuentran todavía bajo el signo de Piscis, pero en trance de entrar inmediatamente en la era de Acuario. En esta "Conspiración de Acuario" se secularizan los textos sagrados, poniéndolos al servicio de una religión artificial y sincretista. Nuestro mundo se llena de esoterismo, consultorios de astrologías, horóscopos, tarots, futurólogos, se difumina el rostro personal de Dios, quien queda relegado a una fuente impersonal de energía y bondad.


Tomar el Ap al pie de la letra, sin una adecuada interpretación, hecha por la comunidad cristiana con la asistencia del Espíritu, puede llevar a aberraciones de todo tipo. La cifra de los mil años utilizada en Ap 20, es simbólica. Para el Señor un día es como mil años (Sal 89,4). Es el tiempo de Dios y de la eternidad (2 Pe 3,8). Según numerosas tradiciones judeo-cristianas, la estancia en el paraíso que iba a instaurar el Mesías duraría mil años. Había un deseo por el retorno a aquellas condiciones. Para adivinar cómo serían los últimos tiempos, se volvía la mirada sobre los comienzos (cf. Is 65,22). El milenio instaura las condiciones de vida del paraíso interrumpidas por la caída y el pecado. Pretende expresar el tiempo simbólico de la era cristiana. Se trata, en definitiva, de la época presente inaugurada por la muerte y resurrección del Señor, que implica su victoria sobre el Diablo, aunque la comunidad puede sufrir todavía los embates del Maligno, el desencadenamiento de Satanás (cf.Ap 20,7)


 

2.2. La comunidad cristiana invoca la venida de su Señor


La última parte de Ap (22,6-21) refleja una situación histórica; alude a una comunidad que lee el libro del Ap y que celebra la liturgia, en un diálogo entre Cristo, el ángel y la asamblea. Cada vez que la comunidad cristiana participa en los misterios de la fe, reaviva su convicción en la pronta venida del Señor: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20b). Así la Iglesia va alimentando su esperanza y experimentando que el Señor viene continuamente en la celebración de los sacramentos, con una presencia siempre más renovada y fuerte, hasta que se haga del todo plena en la aparición final (parusía).



 

3. NIVEL TEOLÓGICO


3.1. Derrota definitiva de las fuerzas malignas


Los últimos capítulos de Ap contemplan la derrota sin paliativos de todas las fuerzas negativas de la historia. Así, vamos asistiendo a este progresivo desastre.


Babilonia, la ciudad consumista y criminal, es aniquilada; se convertirá en ruina, en pavesa: "será pasada a fuego" (18,8), "en un solo momento" (18,10). Babilonia se cava su propia ruina. No hace falta ir violentamente contra ella. La que se alimenta de la sangre de los inocentes, ella sola va a la perdición. Babilonia ha asumido en nuestro siglo diversas representaciones. Las dictaduras de distintos signos -comunista, militar, tribal, etc.- son destrozadas por su propia ambición, ya que incluso pretenden desterrar a Dios y suplantarlo por sí mismas.


Caen los reyes de la tierra, los que hicieron alianza con la Bestia, y que son sus emanaciones, "los diez cuernos de la Bestia (17,12). Son los cetros y centros de poder absoluto, que corrompen a la humanidad. "Estos combatirán contra el Cordero, pero el Cordero los vencerá porque es Señor de señores y Rey de reyes" (17,14).


Cristo vence con las armas de su misterio pascual, mediante su muerte y resurrección, a todas las potencias del maldad que han oprimido a la humanidad. El combate final se menciona rápidamente sobre todo en el capítulo 19, que es la constatación de una victoria, no la descripción pormenorizada de una batalla.


La Bestia y el falso profeta son arrojados al lago de fuego que arde con azufre (19,20); y por fin, el Diablo, el que ha engañado a la tierra, es echado al lago de fuego con azufre (20,10). La trinidad demoníaca, antípoda de la Sta. Trinidad y fuerza promotora del mal en el mundo, es completamente aniquilada. Quiere decirse que el mal, cualesquiera que sean sus representaciones históricas, aunque asuma un poder aparentemente inconmovible, casi absoluto, será destruido por la energía de Cristo.


Pero la Iglesia no contempla impasible la ruina del mal. Los cristianos colaboran con Cristo vencedor. Por eso a Cristo le sigue una tropa de seguidores leales. El Cordero vencerá en unión con los suyos, los llamados y elegidos y fieles (17,14; 19,14): son los que se esfuerzan en eliminar la injusticia y la opresión de nuestro mundo. Pero la erradicación completa del mal será obra de Dios y de Cristo. Conocer que el mal no prevalecerá, sino que acabará, llena de consuelo a la Iglesia perseguida.


3.2. La nueva Jerusalén de Dios Trinidad


 

En cuanto que es Iglesia consumada, la nueva Jerusalén realiza la plenitud de la presencia trinitaria, que colma a la Iglesia, tal como admirablemente recuerda el Concilio Vaticano II: La Iglesia es pueblo del Padre, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo (Lumen Gentium 2).


 

3.2.1. Dios, "el que es, el que era y el que ha de venir"


Esta designación divina constituye, dentro de la inmensa producción escrita de la Biblia, una formulación exclusiva de Ap (1,4.8). Este título divino es un comentario targúmico a Ex 3,14: "Yo soy el que soy". Describe a Dios como el Señor de la historia salvífica, cuya providencia impregna de sentido salvador la marcha del tiempo, vela con amor y actúa poderosamente en las tres dimensiones del tiempo: el presente ("el que es"), el pasado ("el que era") y el futuro ("el que ha de venir").


 

a) Dios creador


Las últimas páginas de Ap presentan la imagen de Dios que culmina su obra creadora a lo largo de la historia. Puede afirmarse que Dios recrea el mundo en un génesis incesante, y lo lleva al máximo de su plenitud. El lenguaje del Ap nos permite establecer un sutil paralelismo entre el libro del Génesis y el Ap, a saber, entre el primer esbozo de la creación y la perfección del acabado:

- Al principio, en el primer día, creó Dios la luz (Gn 1,3); ahora crea una ciudad tan luminosa, que torna pálida aquella luz primigenia. Los habitantes de la nueva Jerusalén no tienen ya necesidad de luz (Ap 22,3).

- En el quinto día creó Dios el sol y la luna (Gn 1,16); ahora la nueva ciudad no precisa ya de sol ni de luna, de luminarias celestes, porque la misma Gloria esplendorosa de Dios y del Cordero la iluminan (Ap 21,23).

- El mar y la tierra firme que Dios hizo el tercer día (Gn 1,9), desaparecen (Ap 21,1); dejan su lugar a una nueva tierra y nuevo cielo, en donde irrumpe la nueva Jerusalén (Ap 21,2).

- El jardín, que Dios formó para la pareja humana, dotado de un manantial (Gn 2,6.10), un árbol de vida (Gn 2,9), y ornado con oro y perlas (Gn 2,11-12), queda transcendido por el prodigio que ahora realiza: un edén con un manantial imperecedero de agua de vida (Ap 22,1), un árbol de vida no prohibido bajo pena de muerte (Gn 2,17), sino al alcance de todos (Ap 22,2); y una ciudad completamente engastada en oro y enjoyada con las más célebres perlas preciosas (Ap 21,11.18-21). Y lo que resulta aún más de maravilla, un jardín eterno donde los humanos pueden vivir en concordia con la naturaleza sin la amenaza de una maldición (Ap 22,3b), como aquella que produjo la desarmonía entre los animales ("maldita seas entre todas las bestias del campo", Gn 3,14) y la tierra ("maldito sea el suelo por tu causa", Gn 3,17).

- Aquella pareja, el hombre y la mujer, que Dios creó con arcilla de la tierra y con el soplo de su aliento de vida a imagen suya (Gn 1,27; 2,7), principio de la humanidad que más tarde se rebeló contra su mismo creador (Gn 3,1-14), encuentra ahora, tras tantos bocetos malogrados por el pecado, el modelo supremo: la Iglesia, que, cual digna esposa, invoca a Cristo como esposo, con amor de iguales (Ap 22,17).

- Las fatigas, el quebranto, el duelo, la muerte..., esa fúnebre caravana de dolor que, por culpa del pecado hizo su aparición entonces (Gn 3,19) y que no ha dejado de anegar con lágrimas la historia de la humanidad, deja ya de hacer sufrir, no existirá más. Dios la elimina para siempre: "Y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, porque lo primero ha desaparecido" (Ap 22,3).

- El Génesis (en su relato yahvista) afirma que fue Caín, el asesino de su hermano, proscrito por Dios y hecho maldito, el constructor de la primera ciudad (4,17). Será Dios el constructor y arquitecto de la definitiva ciudad, la nueva Jerusalén, culmen de todas las bendiciones divinas a la humanidad (Ap 21,2).

- Tras el diluvio, los hombres pretenden edificar una ciudad y una torre para escalar el cielo (Gn 11,1-9), sirviéndose de sus solas fuerzas y por motivos de orgullo (v.4); pero el trazo de ciudad bosquejada se convierte en Babel, a saber, confusión: los hombres no logran comunicarse entre ellos y se dispersan por la tierra. Al final de la historia, culminándola, Dios regala a la humanidad una ciudad venida del cielo (Ap 21,2), la nueva Jerusalén, lugar de congregación universal, a donde se encaminan todas las naciones de la tierra (Ap 21,24).

- A lo largo de toda la obra apocalíptica, la asamblea reconoce a Dios como creador. Los veinticuatro ancianos arrojan sus coronas doradas frente al trono y adoran a Dios, digno de recibir el honor y el poder, porque ha creado el universo, y ha dado el ser a lo que no existía (cf. Ap 4,11). Dios se ha mostrado poderoso a lo largo de la historia, como también lo declara la asamblea litúrgica: sus obras son grandes y maravillosas (15,3) y su reino ha llegado (19,6). Ahora, Dios creador, quien no puede dejar de actuar, continúa su obra en un presente continuo, que será eterno: “Y dijo el que está sentado en el trono: Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).


b) Dios cercano


 

A través de numerosas alusiones simbólicas, Ap recalca el mensaje de que Dios, por fin, habita entre los hombres; se manifiesta como el En-manuEl, el "Dios con nosotros". Así insiste en que Dios pone su "morada" con los hombres y que "morará" entre ellos (21,3). Se trata de la presencia gloriosa de Dios, la divina Sekiná, que antaño se alojaba en el santuario y que ahora se establece firmemente entre los hombres.


El mismo libro de Ap se trasciende a sí mismo en un proceso de revelación que muestra a Dios cada vez más cercano. El trono de Dios, antes confinado en la bóveda del cielo, tal como muestran repetidos pasajes de Ap (4,2.3.4.5.6.9.10), ahora se sitúa en medio de la ciudad: "el trono de Dios y del Cordero estará en ella" (22,3). Dios, "el Sentado en el trono", ahora se "asienta" con la humanidad.


c) Dios amor


El último gesto expresivo que ofrece nuestro libro acerca de Dios es el de alguien que acompaña al que sufre, procurando evitarle todo dolor: "Y enjugará toda lágrima de sus ojos" (Ap 21,4). Este pasaje corrige a su fuente inspirativa, el profeta Isaías (25,8), añadiendo el adjetivo "todo" e introduce la expresiva palabra "ojos". La acción divina gana en universalidad y también en realismo. Quiere Dios restañar toda congoja. Es preciso valorar no sólo la eficacia de su poder omnímodo, sino la delicadeza de su gesto, lleno de ternura para todos los hombres, a quienes consuela como una madre. Justamente dice el Señor, haciendo explícita mención de Jerusalén: "Como uno a quien su madre consuela, así os consolaré yo. Y por Jerusalén seréis consolados” (Is 66,13). Aunque Ap no utiliza con frecuencia la palabra amor (1,5; 3,9.19; 20,9), retrata fielmente la imagen bíblica de un Dios, todo amor y misericordia.


Apenas podría inventarse algo más parecido al amor misericordioso. Dios, ¡personalmente!, limpia los ojos en llanto de la humanidad con el pañuelo de su misericordia. Asimismo Dios quita, ya y para siempre, todo cuanto hace sufrir a los hombres: la muerte, el duelo, el dolor (21,4). Quiere desarraigar las oscuras raíces del llanto y borrar también toda sombra de maldición; pues en el paraíso recreado no existirá la amenaza de ninguna proscripción como la que antaño padecieron Adán y Eva (Ap 22,3).


d) Dios Padre


Aunque más adelante este atributo sea tratado desde la referencia de Cristo, el Hijo único del Padre, es tan sustancial designar a Dios con el nombre de Padre -¡le cuadra tan adecuadamente bien en Ap!-, que los otros títulos pueden resumirse en él.


La gran revelación del NT, la enseñanza que Jesús ha traído con aires de absoluta novedad, lo que ha hecho real desde su muerte y resurrección, la herencia que él ha comunicado desde su íntima filiación, ahora se realiza en esta declaración divina, abierta ya a todo cristiano vencedor, es decir, unido existencialmente a Cristo: "Yo seré Dios para él, y él será para mí hijo" (21,7).





 

e) Dios de vida


Ap no habla de un ser celosamente replegado sobre su intimidad, sino de un Dios que se comunica, que da lo que es y cuanto tiene; encuentra su felicidad suprema donándose. Dios es el Viviente, "el que vive por los siglos" (4,9-10; 10,6; 15,7). Y también el que da vida, el Vivificante. Mediante imágenes paradisíacas (Ap 21,1 - 22,5) se muestra esta donación de vida divina. Dios mismo da, de forma gratuita, de la fuente de la vida (21,6). Del manantial de su trono brota ininterrumpidamente un río de “agua de vida” que posibilita la vida de la ciudad, haciendo brotar un árbol de vida que da fruto perenne, sin desmayo (22,2). Así, Dios mismo se erige en el sustento necesario y escatológico: ofrece bebida (agua de vida) y comida (árbol de vida) a los habitantes de la nueva Jerusalén.


 

Con otro registro simbólico, Ap muestra esta comunicación de vida de Dios a los hombres. Los nobles materiales del trono de Dios y de la ciudad son ya los mismos. Las piedras preciosas que adornaban su trono, son ahora las piedras con que se levanta la ciudad. El oro, metal que simboliza la cercanía de Dios, pavimenta ahora el empedrado de la nueva Jerusalén (21,18). La ciudad entera no es sino un reflejo de la vida de Dios que en ella tan copiosamente se derrama. La ciudad es la Jerusalén nueva y santa, porque Dios así la ha construido, y participa de su gloria, "pues la gloria de Dios la ilumina" (21,22). Toda la ciudad es de cristal puro, translúcido (21,18.21; 22,1). Así puede refractar nítidamente la luz que la hace resplandecer, y puede también espejar el origen de tanta luz: Dios de Dios, Luz de Luz. Y la luz, según el sentir de la escuela joánica, es manifestación de la donación de vida: "En él estaba la vida, y la vida es la luz de los hombres" (Jn 1,4).


 

3.2.2. La nueva Jerusalén. La ciudad de Cristo, el Cordero


 

a) El Cordero


Hay que notar un sorprendente contraste. Quien tuvo que padecer la muerte fuera de los muros de la ciudad histórica de Jerusalén (cf Heb 13,12), ahora es entronizado en el mismo trono de Dios, ocupando el centro de la nueva Jerusalén. Esta es la respuesta definitiva de Dios a la fidelidad de Jesús. También sirve de ánimo a los cristianos que sufren persecución, para que muestren aguante y no desfallezcan, "pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la ciudad futura" (Hb 13,14).


 

b) El Cordero, sujeto primordial


Sorprende aún más la presencia del Cordero. Es nombrado explícitamente hasta siete veces -cifra de plenitud- en la descripción de la nueva Jerusalén (21,9.14.22.23.27; 22,1.3). Es preciso valorar este protagonismo del Cordero, ampliando lo que se dijo en la Introducción sobre la significación de este símbolo cristológico. El Cordero aparece en relación directa con la nueva Jerusalén, en su doble acepción simbólica de esposa y de ciudad.


El nombre personal de la nueva Jerusalén es la esposa del Cordero (21,9). El la ha adquirido al precio de su amor, mediante la entrega onerosa y generosa de su propia sangre. Únicamente por ella, él fue cordero degollado (Ap 5,9). La Iglesia ya no sólo es prometida, sino esposa digna.


El Cordero es también quien hace posible la existencia de la nueva Jerusalén. El constituye el fundamento último, sobre el que gravita el peso de toda la ciudad, pues ésta se sostiene sobre los cimientos de los doce apóstoles del Cordero (21,14); y éstos no tienen más título que su pertenencia a Cristo; poseen en el Cordero su origen y razón de ser: él los llamó y los hizo apóstoles (Lc 6,13).


 

Aunque la ciudad disponga de doce puertas francas (21,13.21), Cristo se erige en la puerta definitiva por la que hay que entrar. Sólo accede a la nueva Jerusalén quien está inscrito en el libro de vida del Cordero, a saber, quien se hace partícipe de la vida y muerte de Jesús (21,27).


 

c) El Cordero, unido a Dios


Hay que señalar un avance en la revelación cristológica, atendiendo a la precisa ubicación del Cordero a lo largo de la narración apocalíptica. Al principio aparecía el Cordero "en medio del trono y de los cuatro vivientes y en medio de los ancianos" (5,6). A saber, ocupando un lugar de dignidad excelsa, la más próxima posible al trono de la divinidad. Más adelante, se indica que el "Cordero está justamente en medio del trono" (7,17). Con esta precisión se alude a que el Cordero ha debido recorrer un camino -el camino de su pasión y muerte- para poder sentarse en el trono de la gloria. Debido al copioso fruto de la redención, el Cordero es reconocido y adorado como Señor y Rey (17,14). El último objetivo del designio de salvación es renovar el orden de la creación. La adoración al Cordero representa el momento culminante de esta restauración lograda.


Finalmente, en los textos relativos a la nueva Jerusalén, se contempla al Cordero egregiamente sentado, habitando con Dios el mismo trono de la Divinidad. Con ello su condición divina queda resaltada.


El alcance teológico de Ap es diáfano: el Dios que se revela dentro de la Iglesia a la humanidad, es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. La salvación no proviene ya del templo, como señalaba Ezequiel 47, sino directamente de las personas divinas. El centro irradiante, el corazón de la ciudad-paraíso de la nueva Jerusalén no es el río, ni el árbol..., sino el trono de Dios y del Cordero, única fuente original de vida divina.


 

d) Cristo, novedad absoluta


 

Dios hace nuevas todas las cosas mediante la presencia renovadora de Cristo. La gran novedad escatológica es la del Señor muerto y resucitado. El Ap con su preciso lenguaje así lo señala y determina. El adjetivo "nuevo" (kainos) -nunca emplea el sinónimo (neos)- se utiliza siempre en referencia a Cristo: 2,17; 3,12; 5,9; 14,3. Y este mismo adjetivo "nuevo" aparece en 21,1(bis).2.5 para indicar la plenitud: el cielo nuevo, la tierra nueva, la Jerusalén nueva. El mundo, en especial la humanidad, llega al culmen de su realización, se hace definitivamente nuevo por la resurrección de Cristo. El impregna con su nueva realidad la ciudad de Jerusalén, haciéndola semejante a su imagen irradiante de gloria y de resurrección.


 

e) Cristo, el vencedor, da la victoria al cristiano: la herencia de la filiación


El Señor ha vencido el mal mediante la ofrenda generosa de su propia vida. Así lo reconoce la asamblea celeste de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos (5,2.5.12). El ha permitido que el cristiano fiel tenga abundante premio: “el vencedor heredará esto”; a saber, obtendrá la herencia de la filiación (21,7). Todas las promesas de herencia, prodigadas en la historia de la salvación, se recapitulan en el Hijo. Este es el genuino heredero por derecho propio (Mt 21,38), y el único que puede invocar a Dios como Padre y recibir de él el nombre de Hijo (Hb 1,5). Hay vinculación estrechísima entre el don de la herencia y la filiación; Cristo es absolutamente el heredero, pues es el Hijo del Padre. El es, además, quien hace factible el don de la filiación para el cristiano.





 

3.2.3. La nueva Jerusalén y el Espíritu


En la tradición cristiana generalmente se admite una alusión al Espíritu, vislumbrado en el río de agua de vida que brota impetuoso del trono de Dios y del Cordero (22,1). El Espíritu fecunda a la Iglesia, dándole la vida de Dios, presente en los sacramentos y la Palabra. La equivalencia, no obstante, entre la realidad del Espíritu y el símbolo del agua, es más propia del cuarto evangelio (cf Jn 7,37; 19,34). Existe concordia entre ambos escritos de la escuela de Juan, al considerar al Espíritu como don escatológico, proveniente del Padre y del Hijo (Jn 14,26; 15,26 = Ap 3,1; 5,6). Pero el Ap reserva para el Espíritu santo un tratamiento específico: es por antonomasia el Espíritu de profecía y a ella va esencialmente ligada su actuación.


En las postrimerías de Ap, desde la atalaya que nos permite contemplar la trayectoria de la andadura eclesial, puede hacerse una sucinta panorámica sobre la función del Espíritu dentro de la Iglesia.


Al principio, el Espíritu hablaba a las siete Iglesias de Ap; su lenguaje era interpretativo y ecuménico, a saber, se dirigía a toda la Iglesia universal a fin de iluminar e interiorizar la palabra de Cristo: "El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias" (2,7.11.17.29; 3,6.13.22). Este mismo Espíritu ha ido luego fortificando a los profetas y testigos de la Iglesia (1,10; 4,2; 11,11; 14,13, y especialmente 19,10).


Según el libro del Ap la comunidad eclesial ha vivido un experiencia singular, apocalíptica. Al principio, el Espíritu se dirigía a la Iglesia invitándola a la escucha fiel de la palabra de Cristo. Esta misma Iglesia, a lo largo de toda la lectura profética del Ap, se ha ido purificando por la palabra de Cristo, sabiamente interpretada por el Espíritu, y, sostenida por su fuerza, la ha ido proclamando con valentía al mundo. Al final del libro, la Iglesia aparece como esposa, el Espíritu no es ya un "inter-locutor" distante, sino una presencia íntima a la Iglesia. El Espíritu y la Iglesia invocan juntas la presencia del Señor: "¡Ven!" (22,17).


 

3.3. La nueva Jerusalén, don de Dios que culmina la tarea de los hombres


La nueva Jerusalén no representa la “ciudad ideal”, suma de los sueños y esfuerzos creativos del hombre, sino un don divino que viene de lo alto sobre una tierra -eso sí, preciso es recalcarlo- que la humanidad ha ido madurando y transformando mediante un trabajo solidario. La nueva Jerusalén es la anti-Babel y la anti-Babilonia. Es, al mismo tiempo, don de Dios y fruto del esfuerzo humano de fidelidad al proyecto de Dios en la historia.


Hay que interpretar con corrección el mensaje eclesiológico de Ap, cifrado en tan densa simbología. Nos decidimos por la interpretación estrictamente escatológica de la nueva Jerusalén. Existe una continuidad entre la Iglesia y la nueva Jerusalén. La semilla de nuestra esperanza, una vez sembrada en la historia y en los corazones humanos, conocerá la realidad anhelada en la nueva Jerusalén, plenitud de los dones universales, donde Dios será todo en todos y Cristo recapitulará el cosmos en el Padre. Mas esta realidad última aún no se ha conseguido del todo; la Iglesia es, mientras exista el tiempo de la historia, peregrina por este mundo.


Pero los cristianos ya son partícipes de la vida de la nueva Jerusalén. El libro de Ap ofrece testimonios de esta comunión con la escatología futura. A través del Bautismo, se accede a las fuentes de la vida. Por medio de la liturgia se participa en la celebración de la Iglesia celeste. Mediante la eucaristía los cristianos son comensales sentados con Cristo en su misma mesa (Ap 3,20). Los cristianos vencedores son ciudadanos de derecho de la nueva Jerusalén (Ap 3,12).


 

Pero, al mismo tiempo, esta condición de ciudadanos de la “nueva Jerusalén” exige a los cristianos y a la iglesia oponerse a los intentos de construcción de una ciudad en la que al puesto de Dios se colocan los ídolos al servicio de la ambición de los poderosos y donde la dignidad de los hombres es sometida a todo tipo de vejaciones. La esperanza cristiana, que el Apocalipsis alienta, se expresa en el compromiso por la transformación de la sociedad. Esta esperanza cristiana, que aguarda, como don de Dios, la nueva Jerusalén, jamás debió ser ni debe ser opio alienante, sino una virtud que no dimite de su urgente tarea ni deja en manos del destino lo que el hombre tiene que hacer con el esfuerzo de sus manos encallecidas, pero sabiendo que el fruto copioso de su trabajo es y será siempre don de Dios. Así lo ha reconocido reiteradamente el Concilio Vaticano II: "La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del signo nuevo" (Gaudium et Spes 39).


 

3.4.1. La nueva Jerusalén, la ciudad de los vencedores. Fuera los perros


La ciudad de la nueva Jerusalén tiene doce puertas (21,12), que la protegen y al mismo tiempo la comunican con el exterior; pasar por ellas no es un inalienable derecho adquirido por nadie. Se abren de par en par a fin de conceder entrada al cristiano vencedor; se cierren a cal y canto para los cobardes.


Los cristianos vencedores, los que han lavado sus túnicas en la sangre del Cordero (Ap 7,13),entrarán en la ciudad: "Dichosos los que laven sus túnicas, así podrán disponer del árbol de la vida y entrarán por las puertas en la Ciudad" (22,14). Quienes tratan con su vida de asemejarse a la vida de Cristo, apuntándose indeleblemente en su libro, ingresarán asimismo en la ciudad: "Nada profano entrará en ella..., solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero" (21,27).


En cambio, los cobardes, los que reniegan de su condición cristiana, desertores en el combate de su fe, no podrán entrar en la nueva Jerusalén: "Nada profano entrará en ella, ni los que cometen abominación y mentira" (21,8). Ellos mismos se han excluido: ¡Fuera, los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras, y todo el que ame y practique la mentira!" (22,15).


La nueva Jerusalén es la ciudad de los vencedores; en ella ingresan para celebrar su victoria asociándose al gran vencedor del Ap: Cristo, el Cordero invicto e invencible.

 

Todos los premios asignados a cada una de las Iglesias del Ap, encuentran su cumplimiento en la nueva Jerusalén. Descubrir esta conexión literario-teológica permite contemplar a la Iglesia del Ap y a la Iglesia cristiana de todos los tiempos, como una comunidad peregrina que marcha con decisión rumbo a la meta escatológica que le aguarda: la nueva Jerusalén.


Veamos de cerca esta llamativa sintonía en Ap. Las siete cartas se encuentran en profunda correspondencia con la segunda parte del Ap -esencialmente, con la nueva Jerusalén- mediante el motivo teológico del vencedor. Pueden espigarse estas referencias explícitas, aquí y allá, por la extensa área del libro, descubriendo con sorpresa tan estrecha interrelación:

"Al vencedor le daré a co­mer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios" (2,7).



"El vencedor no su­frirá daño de la muerte segunda" (2,11).





"Al vencedor...le daré auto­ri­dad sobre las naciones y las pastoreará con cetro de hie­rro...y le daré la estre­lla de la mañana" (2,27-28).



"El vencedor será vestido de blancas vestiduras" (3,5).





"Al vencedor lo haré colum­na en el templo de mi Dio­s...y escribiré sobre él el nombre de mi Dios y el nom­bre de la ciu­dad de mi Dios, la nueva Jerusa­lén, que desciende del cielo de parte de mi Dios" (3,12).


"Al vencedor le daré sentar­se conmigo en mi trono, como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono" (3,21).



"Allí está el árbol de la vida que da doce frutos" (22,2)

"...para tener dere­cho sobre el árbol de la vida" (22,14).


"Esta es la muerte segunda, el estanque de fuego" (­20,14). "En el estanque en­cendido de fuego y azufre, que es la muerte segun­da" (21,8).


"Y dio a luz un hijo varón, el cual pastoreará a todas las na­ciones con cetro de hie­rro" (12,5). "Yo soy la estrella ra­diante de la maña­na " (22,16).


"Y se dio a cada uno una blan­ca vestidu­ra" (6,11). "Estaban de pie delante de trono y del Cordero, vesti­dos de blancas vestiduras" (7,9).


"Y vi la ciudad san­ta, la nueva Jerusa­lén, que descen­día del cielo de parte de Dios" (21,2).






"Y dijo el que está sentado en el trono: he aquí que hago nuevas todas las cosas" (21,5).


Estos paralelismos muestran que el motivo teológico del vencedor se halla presente en todo el Ap, pero especialmente concentrado en la primera parte -cartas a las Iglesias-, y en la parte final o consumación. Mediante esta conexión pretende el Señor mantener a la Iglesia en estado de tensión expectante. La firme esperanza de la victoria final actúa de resorte literario y de acicate existencial que provoca en la Iglesia una respuesta de fidelidad. Así todo el libro queda bañado con esta esperanza, mostrando a una comunidad, perseguida y sufriente, pero en trance de conseguir una victoria, que descansa en la palabra del Señor y en su misterio pascual.


Cristo es el vencedor absoluto. El es el Cordero degollado, pero de pie (muerto y resucitado), vencedor supremo (Ap 5,6). Los cristianos son asimismo vencedores porque han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero; han participado plenamente del misterio pascual de Jesús (7,14). Han pasado el mar amargo de las tribulaciones y están de pie, entonando con arpas divinas el canto victorioso del Cordero (15,2-3). Detrás de Cristo, Señor de Señores y Rey de Reyes, marcha la tropa de los cristianos, que son "los llamados, elegidos y fieles" (17,14).


En pos de Cristo, el jinete vencedor que monta el blanco corcel (6,2), marchan los cristianos -vencedores también- subidos en blancos caballos (19,14). A través del simbolismo cromático (el blanco) y teriomórfico (el caballo), se puede establecer la cercanía entre los vencedores; pues ambos, Cristo y los cristianos, son sujetos revestidos de idénticas atribuciones. Cristo resultará definitivamente vencedor con la victoria de la Iglesia; este triunfo eclesial significa llevar a sus últimas consecuencias la primordial victoria de su Señor. Entonces acontecerá la renovación mesiánica, el génesis recreado desde Cristo (21,5), la total consumación y comunión de Dios con los hombres.


 

3.4.2. Los cristianos ya pueden ver a Dios, cara a cara


 

Este verso ("Y verán su rostro y llevarán su nombre en sus frentes", Ap, 22,4) refiere la visión directa que la nueva humanidad tendrá de Dios, quien se convierte en la permanente contemplación que llenará sus vidas. El verso, en su escueto laconismo, contiene la certidumbre de una dicha suprema, que un creyente/lector de la Biblia apenas podía llegar a imaginar y que, sin embargo, era en el fondo su aspiración más honda: ver a Dios. Ap asegura, de manera antropomórfica, con la mención de la parte más representativa de la persona -como es el rostro-, que los cristianos fieles verán a Dios. Esta dicha se entiende mejor y se aprecia debidamente, cuando es contemplada como el don gratuito que Dios concede tras una larga historia de promesas.

 

La situación de la humanidad rescatada sobrepasa con creces al Israel antiguo, donde nadie podía ver a Dios sin padecer la muerte. Tal era la experiencia de los grandes patriarcas y profetas. Cuando el caudillo Moisés deja paso al místico y suplica: "Déjame ver, por favor, tu gloria" (Ex 33, 18), Dios le responde: "Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo...podrás ver mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver" (v.20.23). También Elías, que buscaba la experiencia primigenia del encuentro con Dios en el monte Horeb, debió cubrirse el rostro con el manto ante la presencia de Dios que pasaba (1 Re 19,9-14). La inquietud angustiosa del anónimo salmista, convertida en "sed de su alma" que le arrecia, sólo se calmaría viendo el rostro de Dios (Sal 17,5; 42,3: "Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?").


Las promesas, presagios, profecías..., todo cuanto en la historia de la revelación era parcial y señalaba a una dirección, lo que se aguardaba para un futuro lejano, ahora se cumple en el "cara a cara" perfecto. Ap lo ha resuelto con una frase definitoria: "verán su rostro".


 

El NT ha refrendado con marcados acentos esta esperanza en la visión directa de Dios, que se contrapone a la situación de destierro, que viven los cristianos en este mundo: "Mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión" (2 Co 5,7). "Parcial es nuestra ciencia y parcial es nuestra profecía...Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara" (1 Co 13,9.12). "Sabemos que cuando aparezca seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3,2). Se nos comunica, por fin, lo que es privilegio exclusivo del Hijo: "A Dios nadie le ha visto nunca, el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18).


 

La visión de Dios conlleva la comunicación plena de la vida eterna que el Padre absolutamente posee y que da en plenitud a Cristo, y que éste otorga gloriosamente a los suyos. El cuarto evangelio lo expresa mediante el simbolismo de la inmanencia compartida y del conocer más íntimo posible: “Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Jn 14,20). "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).


Esta contemplación no conocerá mengua ni límite, porque Ap asegura que "verán su rostro y llevarán su nombre sobre sus frentes" (22, 4). Portar el nombre divino en la frente es señal de pertenencia exclusiva a Dios y de protección divina (3,12; 7,3; 14,1. En cambio, los seguidores de la Bestia llevan su "marca" inscrita en sus frentes (13,16).


La recompensa que Dios da a los elegidos culmina un largo proceso de revelación, no sólo del AT, sino incluso del mismo Ap. Es la superación de aquella actitud de Adán que se escondía temeroso y con vergüenza del rostro de Dios (cf Gn 3,8-11). Existe ahora, como contrapunto, un final dichoso de la historia de la humanidad, experiencia de mirada adentro y visión mutua, compenetrada de complacencia recíproca y de gozo compartido: descansar la mirada en los ojos de Dios y saber que el mismo Dios mira.

 

El Ap experimenta una superación, debido a este momento culmen de trascendencia. Aquella lejanía abismal con el "Sentado sobre el trono" se anula. Aquel a quien solo podían ver los ancianos, los vivientes y los altos ángeles (Ap 4,4-11), ahora puede ser directamente contemplado por todos los cristianos sin límite de tiempo, sin mediaciones ni restricciones.


 

3.4.2. No hay templo. Todos son sacerdotes


El Ap ha ido sabia y escalonadamente yuxtaponiendo estratos simbólicos, hasta lograr su imagen justa y acabada: la ciudad es enteramente sacerdotal; está consagrada a Dios. Se convierte en el lugar en donde Dios ha hecho morada con su pueblo. Reparemos en las imágenes más acusadas, a fin de obtener mejor su mensaje teológico.


 

a) La ciudad tiene forma de un cubo (Ap 21,16)

Este simbolismo indica el máximo de la perfección. Pero con más justicia hay que decir que su configuración apunta certeramente a la imagen del santo de los santos. Cuando el AT menciona la construcción del templo, llevada a cabo por Salomón, el autor sagrado va describiendo con lenta complacencia, por orden creciente de importancia: el interior del Templo (1 Re 6, 15-21), los querubines (vv.23-30), las puertas y el atrio (vv.31-36). Se detiene con esmero en la visualización del "santo de los santos", y señala que las tres dimensiones del santo de los santos tenían veinte codos, a saber, eran iguales. Resulta ilustrativo recordar que según Ap 21,16 "su longitud, anchura y altura son iguales".


 

La nueva Jerusalén, descrita por Ap, es una ciudad con forma geométrica de cubo. La nueva Jerusalén asume decididamente forma de santuario; queda convertida en lo más santo, “el santo de los santos”, que tenía forma de cubo; es "Debîr", templo consagrado a Dios: ciudad sacerdotal, en donde Dios personal y permanentemente habita.


 

b) Los cimientos de la ciudad son doce perlas preciosas (Ap 21,19-20)


Sólo el Ap -entre tantos escritores que han comentado el texto bíblico respecto a las vestiduras del sumo sacerdocio- ha tenido la osadía de describir los cimientos de la ciudad de la nueva Jerusalén, recurriendo a las doce perlas que adornaban el pectoral del sumo sacerdote (Cf Ex 28,15-20). El autor de Ap ejecuta una novedad inusitada, un atrevimiento rayano en el sacrilegio: despoja las piedras preciosas del lugar sagrado en donde estaban -el pectoral del sumo sacerdote-, para ponerlas como material de construcción de una ciudad.


Es preciso interpretar con coherencia apocalíptica este trueque simbólico entre las vestiduras sacerdotales y las doce piedras. Este es, en esencia, su mensaje teológico-eclesial. Ap afirma que el sacerdocio del sumo sacerdote, quien quedaba investido de un carácter indeleble de santidad, simbolizado en las doce perlas del pectoral del efod sagrado, ahora se extiende por toda la ciudad. Las doce piedras preciosas, que ahora adornan los cimientos, muestran que la nueva Jerusalén es una ciudad sacerdotal, sin necesidad de mediaciones ni sacrificios: toda ella consagrada al culto del Dios vivo, mediante una comunión directa e ininterrumpida. El privilegio reservado al sumo sacerdote en el AT es ahora dado libremente a todo el pueblo de Dios.


 

c) La nueva Jerusalén, ciudad que es templo


 

La mentalidad bíblica (y en parte judía del autor) resulta estremecida, al constatar: "Y santuario no vi en ella, pues el Señor, el Dios Todopoderoso y el Cordero es su santuario" (Ap 21, 22). Para un israelita esta ausencia resulta algo inaudito. ¡Cómo es posible pensar que la ciudad santa de Jerusalén se vea privada de su gloria; que dentro de ella no se encuentre el templo, el lugar de la presencia de Dios!


Pero la explicación inmediata saca de la confusión al autor. Esta aclaración superará incluso los mejores cálculos y aportará una novedad inusitada. El Ap se separa de todas las ancestrales expectativas, que esperaban un templo futuro completamente renovado, expresados principalmente en el libro de Ezequiel.


Antes los hombres buscaban a Dios; ahora es Dios quien busca a los hombres. Antes el templo se ceñía a un edificio material, ahora el templo invade la ciudad. En la Jerusalén celeste todo es nuevo; y nueva es esencialmente la relación entre Dios y la humanidad. Dios no aparece ya sólo como objeto de culto, sino como el mismo lugar de culto. La presencia eterna de Dios y del Cordero, significa el cumplimiento de todas las profecías que conlleva la idea de templo.


Tal grado de novedad es expuesto vigorosamente también por Pablo. Este declara que la comunidad cristiana constituye de hecho el templo de Dios: “Porque nosotros somos santuario de Dios vivo” (2Co 6,16; 1Co 6,19).


El hueco que deja la ausencia de templo es sobradamente colmado por la plenitud divina, que Ap refiere en primer lugar a Dios, luego a Cristo, mediante el atributo más característico "Cordero". El Ap pretende recalcar la relación directa de Dios y del Cordero con la ciudad, y lo hace de manera rayana en el escándalo, afirmando con intolerable fuerza y en contra de todas las expectativas entonces dominantes, que en ella no existe ningún templo. Quiere decir, desde su mensaje teológico, que en la nueva Jerusalén no se precisa la mediación de ningún santuario para encontrarse con Dios, porque el Cordero, Cristo muerto y resucitado, anula todas las barreras y cumple en sí todas las comunicaciones: él es el lugar de encuentro perfecto entre Dios y los hombres.


La visión de la nueva Jerusalén, desde la dimensión del templo, acentúa la definitiva transformación operada en la historia de la salvación. Los templos, cuantos santuarios han erigido la piedad de los hombres y las más dispares religiones, señalaban la presencia provisoria de Dios. Ahora, situados en el momento de plenitud de la historia, Ap realza con majestad que Dios, en comunión de personas (el Padre y Cristo), constituye el templo verdaderamente único de la humanidad, en donde se asienta la nueva ciudad formada por hombres rescatados.


 

3.4.4. Dios hace alianza con los pueblos. Universalidad de la salvación


Ap insiste de manera martilleante en la universalidad de la salvación. Lo acentúa especialmente en los últimos capítulos. La nueva Jerusalén está formada por todas las naciones; constituye no sólo la plenitud de la Iglesia, sino la esperanza de toda la humanidad. Nos esmeramos en ofrecer con sobriedad una síntesis recapituladora.


 

La voz autorizada, justamente la que emerge del trono, declara ante la aparición de la nueva Jerusalén: "He aquí la morada de Dios con los hombres y morará entre ellos" (Ap 21,3a). Esta morada o tienda, que antaño Dios puso entre su pueblo elegido, ahora se planta "en medio de los hombres". La declaración se torna más reveladora, cuando reparamos en la construcción lexicográfica utilizada en Ap 21,3. El vocablo "hombres" (anthropoi), aquí empleado con plena conciencia, designa en Ap no a una porción o resto, sino a toda la humanidad (8,11; 9,6.10,15.18.20; 13,13; 14,4; 16,8.9.21).


Además, aun a conciencia de estar resquebrajando el uso habitual del lenguaje bíblico, sancionado por los escritos del AT respecto a las formulaciones de la alianza, Ap recalca que el referente no es ya un solo pueblo, sino los pueblos, todos los pueblos. Utiliza un lenguaje desconcertante: “Y ellos serán sus pueblos, y él mismo, Dios con ellos, será su Dios” (Ap 21,3b). Ap no emplea, en la nueva designación de la alianza, el plural "naciones" que aparece con frecuencia en el libro (2,26; 11,18; 12,5; 14,8; 15,3-4; 18,3.23; 20,3), sino el término técnico que la Biblia adopta para señalar el pueblo elegido: laos (cf Ez 37,27), y, en contra del empleo sacro de la alianza, lo declina en plural: no es ya un “pueblo” (laos), sino los “pueblos” (laoi). Así, de manera harto escandalosa, Ap sigue rompiendo toda la inercia del tiempo y del uso de la formulación bíblica. El mensaje de Ap quiere ser diáfano: la alianza de Dios, que antaño se reservaba para un solo pueblo, se extiende ya a todos pueblos, abrazándolos en el misterio universal de su elección divina. Ahora todas las naciones de la tierra participan en los privilegios del antiguo pueblo, quedan convertidas en el genuino pueblo/s de Dios.


En la nueva Jerusalén están inscritos los nombres de las doce tribus (21,12) y, asimismo, los nombres de los doce apóstoles del Cordero (21,14). En la descripción de la ciudad, abunda la mención de la cifra doce y los múltiplos aritméticos del número doce: la nueva Jerusalén tiene doce puertas (Ap 21,12-13); sus cimientos están hechos de doce piedras preciosas (Ap 21,19-21); su muralla mide ciento cuarenta y cuatro codos (Ap 21,17). Esta frecuencia cuantitativa muestra que el designio de la salvación, hecho posible por la existencia del pueblo de Israel y la Iglesia, culmina en la nueva Jerusalén.


No es la nueva Jerusalén una ciudad cerrada dentro de sus murallas sino abierta por los flancos de sus doce puertas. Y estas puertas no cerrarán, pues allí no habrá noche (Ap 21,26). Todas las naciones suben a ella y forman parte de sus habitantes legítimos; llevan "la gloria y el honor" (21,26). El privilegio de ser ciudadanos de derecho en la nueva Jerusalén, es compartido por todos los pueblos.


Esta procesión universal forma un doble contraste, según señala Ap 21,24-26, que no quiere que nos acostumbremos al uso convencional del lenguaje, aunque sea de tipo religioso o bíblico. Primero corrige a su fuente inspirativa, el profeta Isaías, que hablaba de un tributo de vasallaje de las naciones (60,5-10). Ap precisa que las naciones ahora entran por las puertas en la ciudad con el mismo derecho que los cristianos fieles. En segundo lugar, se señala un antagonismo con Babilonia, la que explotaba a otros pueblos mediante un sistema comercial corrompido (18,11-14). Jerusalén es ya ahora un centro de convivencia, no una ciudad de mercado. Se trata del cumplimiento de la historia universal.


La nueva Jerusalén no sólo es plenitud de la Iglesia, sino también es la esperanza de la humanidad. Todo el ingente esfuerzo de la humanidad que fructifica en un cúmulo de valores, relativos a la verdad, convivencia, justicia...no se los tragará una tierra inmisericorde. El generoso trabajo del amor, amasado con tribulaciones y lágrimas, siempre resulta fecundo; no perecerá jamás.


También hay que notar que el proverbial árbol de la vida, exclusividad reservada para un solo pueblo elegido (Ez 47,9-12), es ahora -de nuevo una corrección que Ap opera en sus modelos configuradores- otorgado a las naciones (22,2). Quiere mostrar que la salvación -"la curación" dice Ap- llega a todas las naciones. La gloria de la nueva Jerusalén es verdaderamente universal, y las naciones en ella encuentran la meta de su peregrinación y su sustento; se alimentan del árbol de la vida (Ap 22,3). Se asegura el final feliz de la historia de la salvación donde encuentran plenitud todos los esfuerzos humanos y se asumen todas las culturas que han pasado el crisol de la prueba.


3.4.5. La nueva Jerusalén, la anti-cortesana, la anti-Babilonia


El Ap no es un libro ingenuo. Su realismo se empapa de los duros acontecimientos que sufre la comunidad cristiana del final del primer siglo. Por ello tiene que acudir, debido a una imperiosa necesidad expresiva, al símbolo visionario, para mostrar que cuanto entonces ocurrió no se confina a unos hechos registrados en el pasado, sino que persiste todavía, debido a la maldad de los hombres y al poder demoníaco que les nutre.


Juan se ve asistido por la inspiración del Espíritu, quien le convierte en profeta y le capacita para contemplar lo más profundo de la historia. Es el Espíritu, de manera explícita nombrado por Juan, quien eficazmente le conduce a contemplar las dos visiones antagónicas del Ap: la gran cortesana (17,3) y la nueva Jerusalén (21,10). Frente a la gloriosa imagen de una Iglesia fiel a Cristo, que más adelante será Iglesia consumada o nueva Jerusalén, se alza amenazante la anti-Iglesia, doblemente designada en Ap como la gran cortesana y la gran Babilonia.


Se presentan, pues, en el libro dos figuras femeninas y dos ciudades, que dominan los últimos capítulos (17-22). Dejamos, por ahora al margen, la mención estelar de la "mujer" (Ap 12), entrevista más bien en su función materna.


Existe también en estos símbolos del Ap una metamorfosis. La esposa del Cordero, que en Ap posee un fuerte contraste con la cortesana, se convierte en ciudad: la nueva Jerusalén (Ap 21.1 - 22,5). La cortesana (Ap 17), asimismo, se trueca en ciudad: Babilonia (Ap 18). Claramente dicho en el texto: "La mujer que has visto es la gran ciudad, que ejerce imperio sobre los reyes de la tierra" (17,18).

 

- La mujer, cortesana--------------> ciudad----> Babilonia.

 

- La mujer, esposa del Cordero--> ciudad----> La nueva Jerusalén.


 

a) La gran cortesana y la nueva Jerusalén, esposa del Cordero

El autor de Ap ha conseguido describir dos imágenes femeninas antípodas: la gran cortesana y la esposa del Cordero. Con refinado esmero ha logrado evocar la oposición entre la prostitución y la consagración a Dios, la blasfemia y la adoración, la abominación y la santidad, el imperio pagano y la Iglesia. Veamos en sus líneas esenciales estas dos figuras, que se presentan en perpetuo hostigamiento.


- La cortesana de la que habla Ap 17, está enjoyada de oro y tiene una copa de oro en la mano (v.4). El oro es el color-símbolo de la liturgia, metal sagrado alusivo a la cercanía de Dios. La cortesana usurpa el oro y lo profana, porque el cáliz de oro que lleva en su mano está lleno de las abominaciones y de la impureza de su fornicación (17,4).

- La cortesana fornica sin pudor con los reyes de la tierra (17,2). La esposa del Cordero es casta, está preparada por Dios, como esposa digna para su esposo: es la esposa del Cordero (21,2.9).

- La gran cortesana va vestida, con un lujo rayano en la ostentación desmedida, de llameante “rojo”, color de la violencia (6,3-4) y del Gran Dragón (12,3). En cambio, de la esposa del Cordero apenas sabemos que está modestamente vestida de lino, brillante y limpio (19,8). El autor se apresura a identificar el símbolo; dice que el lino son las obras justas de los santos (19,8); y éstos han lavado sus túnicas y las han blanqueado en la sangre del Cordero (7,13-14).

- En este desarrollo progresivo de la antítesis, la farsa burlesca se convierte en drama. Y este deviene persecución cruenta, asesinato, muerte. La cortesana está embriagada, grotescamente borracha (17,2), de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús (17,6). La Iglesia es la esposa del Cordero “degollado” (5,6.9.12; 13,8).


Ap habla de la prometida/esposa del Cordero en tres pasajes situados en la parte final del libro, cuya lectura recomendamos: 19,7-8; 21,2; 21,9-10.


Descodificado el simbolismo nupcial, quiere decirse que la nueva Jerusalén es una personalidad corporativa -“una esposa”- o una asamblea que está compuesta de personas que viven para el amor. La esposa es palabra transida de profundo simbolismo a lo largo de toda la revelación bíblica, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, designando respectivamente a la comunidad de Israel y a la Iglesia de Cristo. La “esposa” designa al pueblo de Dios, situado en la órbita amorosa de la alianza divina, y que en la plenitud de la revelación se convertirá ya en la "esposa de Cristo", quien la desposará dando la vida por ella.


La esposa del Ap, a saber, la comunidad cristiana, vive en situación de nupcias, en ese trance indecible que se refiere a un amor personal y que busca una respuesta de fidelidad a su Señor. Está desposada con un solo esposo, Cristo, quien vive solícito para colmar las ansias de su esposa. La Iglesia se sabe amada cada día por Cristo. Por eso lo invoca de esta manera: "Al que nos ama y nos ha liberado con su sangre de nuestros pecados" (Ap 1,5).


El Ap, como libro que registra una historia de amor entre Cristo y la Iglesia, cuenta cómo ésta se ha ido purificando mediante la escucha atenta de la palabra de su Señor (2-3), el compartir de las grandes tribulaciones (7), y la participación en su testimonio (11). A lo largo de esta aventura apocalíptica, la comunidad cristiana no ha desfallecido en su amor primero, a excepción de algunos de sus miembros, que prefirieron los amoríos de la gran cortesana (17) y los hechizos de Babilonia (18).


La Iglesia no puede olvidar que su Señor la ha adquirido para sí, dando la vida por ella. Cristo, el esposo de la Iglesia, es el Cordero degollado (5,6.12). Su amor por ella se ha evidenciado mediante la ofrenda de su sangre derramada: "la ha comprado con su sangre" (5,9). Ante tanto amor de su Señor, la Iglesia no quiere sino unirse con él. De ahí el grito vehemente que la Iglesia, llena ya del Espíritu y al unísono con él, incesantemente le dirige: “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!” (22,17).


 

3.4.6. Babilonia y la ciudad de la nueva Jerusalén


Podemos seguir contemplando este par de contrarios, conforme a las precisas indicaciones que ofrece el libro. La cortesana se transforma en ciudad, Babilonia, la madre de las abominaciones de la tierra (17,5), que tiene poderío sobre los reyes de la tierra (17,18) quienes intentan arrebatar el imperio al Cordero que es Rey de reyes y Señor de señores (19,16). La esposa del Cordero también se muda en ciudad, la nueva Jerusalén (21,9-10). Ahora la confrontación se realiza entre dos ciudades opuestas: Babilonia y la nueva Jerusalén.


El pueblo de Dios -la Iglesia- tiene que salir espiritualmente de Babilonia, conforme al aviso de Dios (18,4) para ir a otra ciudad alternativa. Debe realizar un éxodo permanente. Babilonia tiene que caer para dar lugar a la nueva Jerusalén. El aviso del Ap se torna apremiante. Los lectores del libro podrán reconocer, en primera instancia, esta ciudad en Roma. Ap espera que, antes de su caída, los cristianos, que aun viven inmersos en el mundo, se decepcionen de sus encantos -ya condenados a perecer-, y fijen sus ojos en la nueva Jerusalén. Por eso presenta dos visiones contrastadas, para que los lectores, sabiamente avisados, no se dejen atraer por el hechizo de Babilonia y sucumban ante ella. He aquí, reducidas a lacónicas proposiciones tan duro antagonismo, esta vez resuelto en clave urbana.


- El esplendor de Babilonia proviene de engrandecer su imperio a costa de explotar a las naciones (17,4; 18,12-13.16). El esplendor de la nueva Jerusalén es la gloria de Dios (21,1-21).

- Babilona corrompe y con sus hechicerías "engaña" a todas las naciones (18,23). Es la suya una acción demoníaca, pues este verbo "engañar" se aplica en Ap al gran instigador, el Dragón o Satanás, "el que engaña" a toda la tierra (12,9; 20,3), y a la segunda Bestia o falso profeta (13,14). Las naciones, pues, van hacia Babilonia, en pos de un engaño diabólico (18,23). Hacia la nueva Jerusalén caminan todas las naciones en busca de la luz, que consiste en la gloria de Dios (21,24).

- Babilonia se convierte en guarida de toda clase de espíritus inmundos y aves impuras (18,2). En la nueva Jerusalén la abominación y la impureza son excluidas (21,8.27).

- En Babilonia corre un vino, con el que se prostituyen -idolatran- todas las naciones (18,3). En la nueva Jerusalén brota el agua de la vida y crece el árbol de la vida para curación de las naciones (21,6; 22,1-2).

- Babilona, la gran ciudad, tiene poder sobre los reyes de la tierra (17,18). Hacia las nueva Jerusalén traen los reyes de la tierra su gloria y honor, en señal de adoración a Dios (21,24).

- De la ciudad de Babilonia se dice que la "luz de la lámpara no brillará más en ti" (18,23). En la nueva Jerusalén no hay necesidad de sol ni de luna -han palidecido frente a la luz divina-, pues la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero (21,21).

- En Babilonia reina la violencia y la muerte (18,24). En la nueva Jerusalén ya no existe la muerte, ni el duelo, ni el llanto ni el dolor (21,4), sino la vida abundante (22,1.2).

- Babilonia es la residencia demoníaca (18,1-3). La nueva Jerusalén es el lugar de la presencia de Dios.

- El lamento sobre Babilona acaba con una expresión desoladora que encuentra su eco en los profetas (Jr 7,34; 16,9; 25,10): “la voz del esposo y de la esposa no se oirá más en tí” (Ap 18,23). Por contraste afortunado, en la asamblea cristiana, en la Iglesia, resuena una voz compartida, asimismo nupcial, que se oye: “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!” (22,17).

- En Ap Babilonia, la "gran ciudad", es la antítesis de la ciudad de Dios, que es llamada "ciudad santa" (11,2; 21,2.10; 22,19) o "ciudad amada" (20,9). Cuando Ap, en fin, habla de Babilonia se está refiriendo con esta designación proverbial a Roma. El mismo autor realiza dentro de su obra una explícita equivalencia significativa e interpela así a la comunidad cristiana que está leyendo el libro.

 Babilonia representa la humanidad deificada, la ambición suprema, la que en lugar de adorar a Dios, se adora a sí misma. Todas las ciudades y sistemas de poder opresores, presente en el A.T. que se atrevieron a desafiar a Dios, han contribuido con sus trazos tiránicos a pintar la Babilonia del Ap, a saber, Babel, Sodoma, Egipto, Tiro, Babilonia, Edom. La fuente inspirativa más cercana, no obstante, la constituye Ezequiel 27-28.


El autor de Ap no pretende ofrecer una visión surrealista de la gran ciudad, sino que persigue ante todo una intención parenética y busca una decisión disuasoria: que los cristianos detesten con todas sus fuerza a Babilonia y al sistema de vida que ella representa. Sabe que los lectores de Ap son habitantes de las grandes ciudades de nuestro mundo, que viven “entre Babilonia y Jerusalén”. Ellos tienen que saber, con la inteligencia espiritual que les otorga el Espíritu, que su patria no está en Babilonia, que será destruida, sino en la nueva Jerusalén, que será eterna. Hacia ella deben encaminar decididamente sus pasos.


 

La Babilonia, descrita en Ap, aunque se refiera de un modo más inmediato a Roma y su imperio opresor, sobrepasa a cuantas ciudades han sido mencionadas, debido a su maldad acumulada. Constituye un sistema totalitario, que atenta contra y que asesina toda vida. Desborda cualquier localización concreta por la incesante carga de muerte y de exterminio que va propagando. Es el reino del mal organizado sobre la tierra. El libro del Ap la ha descrito en el verso final del capítulo: “En ella fue hallada la sangre de los profetas, de los santos y de todos los degollados sobre la tierra” (18,24). Estos han muerto, al igual que Jesús, “el Cordero degollado” (Ap 5,6). Un mismo sacrificio común los hermana en pareja suerte: morir víctimas de la violencia, que Ap explica mediante la aplicación unívoca del verbo “degollar” tanto a Cristo como a los cristianos y a todos los hombres, muertos inocentemente a manos de otros hombres. Esa ciudad, que aparece fascinante y tentadora, será sometida al juicio de Dios.


Y cuando Babilonia haya sido arrasada, entonces, "después de estas cosas" (19,1), resuena, como contrapunto al lamento anterior, un aleluya que alcanza a los cielos e inunda a los santos. La presencia de la nueva Jerusalén es la respuesta, otorgada por Dios, al vehemente grito de los mártires del Ap 6,10: "¿Hasta cuándo, Señor santo y verdadero vas a estar sin hacer justicia y sin tomar venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra?". Y es también la contestación a la sangre derramada en Babilonia (Ap 18,24, que, como la de Abel, pide justicia desde la tierra, Gn 4,10). Por la ruina de Babilonia se alegra el cielo y cuantos en él habitan: los santos, los apóstoles y los profetas, porque al condenarla, Dios ha juzgado su causa (Ap 18,20). Dios, como supremo Goel de la humanidad, no sólo venga la sangre de los suyos, sino que, como Padre: “Yo seré Dios para él, y él será para mí hijo” (Ap 21,7), los hace hijos y miembros de su familia en la nueva Jerusalén.


Dios crea un cielo nuevo y una tierra nueva, que sirvan de plataforma para el advenimiento de la nueva Jerusalén, la esposa del Cordero, la ciudad-paraíso de los hombres transformados, que vivirán en la luz de Dios para siempre. Una vida hecha de amor solidario, a imagen y participación del mismo amor de Dios, es la realidad que hace posible la existencia de la nueva Jerusalén, como ciudad y entramado social.


 

3.4.7. Brilla la luz de Dios


La nueva Jerusalén es una ciudad abierta, de puertas francas (21,25), donde nunca es noche (22,5). Es una ciudad impregnada de luz. Con tal abundancia de luz que palidecen en ella las lámparas del culto y hasta el sol y la luna (21,23). Los hombres van en busca del resplandor que desde la Iglesia se difunde (21,24).


Se trata de la Iglesia misionera o de la epifanía de la luz. Esta radiante imagen de la nueva Jerusalén, recogida en las últimas páginas de la Biblia escrita, se encuentra insinuada en las primeras páginas del evangelio, a saber, en el relato de los magos (Mt 2,1-12). La escena es todo un símbolo de la peregrinación de las naciones, que buscan en la nueva Jerusalén la luz. Los magos buscan también, siguiendo la estela luminosa de una estrella, la luz mesiánica. Esta estrella, símbolo de designación regia, se posa encima de donde está el niño. En Jesús, un niño con su Madre, encuentran la luz; a él en persona lo reconocen y lo adoran como el único Señor y Rey. Ahora esta adoración de los magos se realiza a escala universal y con validez para todos los tiempos; las naciones siguen buscando la luz de la vida.


No vige ya aquella imagen eclesial de un grupo silenciado y pusilánime, “con las puertas cerradas” por miedo a los judíos (Jn 20,19), sino la Iglesia de Pentecostés, henchida de la fuerza del Espíritu y del resplandor de su fuego, la que habla, abiertas sus puertas de par en par, a todos los pueblos de la tierra en una misma lengua (Hch 2,1-12). Pentecostés es asimismo imagen de la nueva Jerusalén, pues en la ciudad se reúnen de nuevo todos los pueblos de la tierra, y no sólo los judíos piadosos. La nueva Jerusalén es la Iglesia misionera, que ya ha cumplido su tarea: la que abre pacíficamente sus puertas para que el mundo entero participe de la luz que la ilumina: la viva presencia de Dios y de Cristo.


 

3.5. La Iglesia, animada por el Espíritu, camina por el desierto de la historia rumbo a la nueva Jerusalén


La visión de la nueva Jerusalén pretende fortalecer la esperanza de la Iglesia, que camina por la historia como un pueblo peregrino por el desierto. Así contempla la carta a los Hebreos la historia de la salvación (léase el capítulo 11), y recuerda la fe de los patriarcas y profetas. La esperanza de la nueva Jerusalén le permite a la iglesia no acomodarse a este mundo y le ayuda a no dejarse embrujar por la seducción de las Babilonias de todos los tiempos.


El Ap no es un libro ingenuo, ni una utopía intimista o etérea; no borra las duras aristas de la existencia cristiana. La nueva Jerusalén no es una pintura idílica, al margen de la vida comprometida de la Iglesia. No diluye la vocación testimoniante del cristiano, que se encuentra combatiendo el duro combate de la fe.


La historia cristiana, que Ap refleja, está hecha de aguante y de realismo. La comunidad cristiana que lee el libro del Ap debe siempre purificarse; se encuentra en perenne trance de conversión, a fin de poder entrar en la Jerusalén celeste. La luz de la nueva Jerusalén no puede soslayar las sombras de los cristianos pecadores y réprobos. La Iglesia, mientras sea peregrina por este mundo, está expuesta ella también a la idolatría y a la caída.


La entrada en la nueva Jerusalén no es automática; exige una opción decidida y una responsabilidad personal: estar inscritos en el libro de la vida del Cordero (21,27), es decir, hacer de la vida de Jesús, el Cordero degollado pero de pie, muerto y resucitado, un estilo de vida personal y comunitario.


Hoy siguen existiendo Babilonias opresoras y depravadas que cuentan con sus adeptos; éstos se han cerrado a ellos mismos las puertas de la nueva Jerusalén, no pueden entrar en ella (Ap 21,8; 22,15), y tendrán que someterse al juicio de Dios (18,8; 20,10).


Todos ellos se presentan a modo de variaciones sobre el mismo tema de fondo, que es la idolatría. Hasta el final se prosigue en esta radical alternativa existencial: o se adora a Dios o se es irremediable esclavo del Dragón y sus secuaces. Cada página de Ap representa una apelación perentoria a la conversión. El creyente está incesantemente llamado a la nueva vida, que empuja por desarrollarse y crecer en el servicio de un amor desinteresado. Mientras vive en la carne, está sometido a sus tribulaciones. Es peregrino, y, culpable o involuntariamente, a sus pies andariegos se adhiere el polvo de tantos caminos extraviados del desierto. Debe, por tanto, purificarse, lavarse y endosar las blancas vestiduras de Cristo (Ap 3,4-5).


Ap permite gustar la visión cercana de la nueva Jerusalén, para que el cristiano deteste todos los pecados; a fin de que ese nuevo sabor sea antídoto que haga aborrecer viejos alimentos y conductas; y, sabiamente enseñado, encamine con resolución sus pasos rumbo a la ciudad que le espera. La nueva Jerusalén, abiertas ya de par en par sus puertas, henchida en su interior por ser albergue de una peregrinación universal, se convierte de hecho en la ciudad del mundo.


Pero la nueva Jerusalén es descrita también como esposa -no sólo ciudad-. Contemplada bajo este registro simbólico, se llega asimismo a la plenitud de los sueños, entrevistos por los profetas, los salmos y el Cantar de los Cantares.


Acaso en ninguna otra parte de la Biblia se manifiesta con tanta claridad y a tanta altura, el misterio de la Iglesia y el destino que le aguarda con su Señor, cuando ésta es dócil a la voz persuasiva del Espíritu. La Iglesia gloriosa puede ya, por fin, amar al Señor con amor de esposa, porque dentro de ella el Espíritu es su sentir fundamental.


 

Hay que saber leer los últimos versos del Ap con toda la fuerza evocadora de que están impregnados, a la luz de los primeros versos de la Biblia, cuando Dios hizo el Cosmos y creó, a su imagen y semejanza, el primer hombre y la primera mujer (Gn 2,27). El sueño de Dios era hacer del mundo un hogar y de la humanidad una esposa. Este designio divino, que ha durado cuanto se prolonga la historia de la salvación con toda su larga constelación de luces entre las sombras, encuentra ahora su cumplimiento. "El Espíritu y la esposa dicen: '¡Ven!'" (22,17). Y el Señor responde: "Sí, vengo pronto" (Ap 22,20a). "Pronto" se refiere a la incidencia e intensidad positiva que la historia recibe por parte de Cristo resucitado. El tiempo se ha acortado tras su venida, y la historia, guiada por el Señor y penetrada de la fuerza de su Espíritu y del testimonio de los cristianos, marcha segura hacia su fin salvador.

 

El Ap quiere infundir este espíritu de esperanza en toda la Iglesia. La historia no acaba en barbarie, sino en un desenlace feliz. El designio de Dios se abre no sólo para la Iglesia "sacramento universal de salvación", sino para todos los hombres. Toda la humanidad es destinataria de esta esperanza de salvación en la nueva Jerusalén.


Se realiza egregiamente el sueño mismo de Dios. Por fin la gloria de Dios, su divina presencia -la Sekiná- halla su lugar perdurable de descanso, tras haber morado sucesivamente en el desierto, en el templo de Jerusalén y en la Iglesia peregrina. Dios está aquí, en medio de la humanidad. Su presencia es fuente perenne de inmortalidad para los hombres, quienes pueden participar ya de su misma vida divina trinitaria. Una misma comunión de vida los une y los sustenta.


El cielo nuevo, el Reino de Dios consumado, ha descendido sobre la nueva tierra. La tierra se hace ciudad habitable, y en la ciudad está el paraíso (el edén recreado). Esta ciudad es abierta, tiene doce puertas francas. Todos los pueblos entran en ella y forman parte de su ciudadanía. Las mediaciones están de más. El sacerdocio sobra. Nadie es súbdito de nadie. Todos reinan con Cristo y para siempre. Templo ya no existe. La humanidad se ve libre de las heridas del pecado, el llanto y la muerte.


Puede Dios descansar, al mirar complacido, tras una larga historia de salvación, la obra de sus manos. En su último acto creador, réplica del Génesis, Dios crea todo nuevo; y desde Él mismo hace descender la nueva Jerusalén, que es la radiante esposa del Cordero, ciudad y jardín para vivir en comunión perenne de amor Él mismo y los hombres renovados: "He aquí la nueva Jerusalén". Dios la ha hecho. Y ve Dios que es no sólo buena, sino muy buena, es decir, totalmente impregnada de su misma bondad y belleza. El proyecto de la salvación se cumple. Contemplamos ya nuestra meta. Cristo ha vencido y ha creado una familia de todas las naciones. Mirar la nueva Jerusalén es un acto de fe (creemos en la vida eterna), de esperanza (esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva) y de amor solidario y transformador de nuestra humanidad. El “Amén” final del Apocalipsis lo es al gran proyecto de salvación de Dios.



 

CLAVE SITUACIONAL


 

1. ¿Qué pasa con las utopías? Es cierto que hoy muchos se encuentran desorientados y perdidos, sin encontrar un sentido a su vida debido al desarraigo de aquel que se le daba. Como decía Sartre: “Si no se cree en nada, entonces no hay bueno ni malo”. Muchos niegan que haya lugar para las utopías, las de los antiguos pensadores y las actuales, como son la paz, el trabajo para todos, la libertad, la convivencia universal, etc. ¿Dónde buscar un atisbo de esperanza? Sólo en los pequeños signos de gratuidad. Y ésta sólo crece donde hay esperanza de resurrección, “escándalo para los judíos y necedad para los griegos, pero para nosotros sabiduría suprema”. ¿Has descubierto alguno de estos pequeños signos?


2. ¿De quién depende nuestro futuro? Gabriel Marcel decía que “amar a una persona significa decirle: tú no morirás”, y ese es el grito del Apocalipsis, y en él el de toda la Biblia. Nuestra vida es un continuo añorar el hogar, un lugar donde descansar, pero un lugar habitado por alguien que nos ame, y donde no haya “muerte ni llanto”. Al mismo tiempo reconocemos que el mundo es nuestra casa, y nos preocupamos por él, y sabemos que nuestro destino está ligado a él. Pero la nueva Jerusalén no vendrá llovida del cielo. Para nosotros la resurrección es una promesa, pero también una tarea. La fe en la resurrección se manifiesta cada día en la lucha por la paz, la justicia y la salvaguarda de la creación. ¿De quién depende, entonces, nuestro futuro?


 

3. El optimismo cristiano. Poco antes de su muerte, el cardenal Testa visitaba al moribundo Papa Juan XXIII. Al preguntarle cómo se encontraba su amigo Roncalli, éste le contestó: “Tu amigo Roncalli está francamente mal, pero he oído por la radio que Juan XXIII ha mejorado”. No se trata de ningún mensaje explícitamente religioso, pero el humor del “Papa Bueno” rebosaba esperanza y optimismo ante la muerte. ¿De dónde procede este optimismo cristiano? Sin duda ninguna de la confianza en un Dios Padre cercano y amoroso, que lleva consigo una manera particular de vivir y de morir. Lo más probable es que el sufrimiento, la angustia, la sensación de desamparo y hasta la misma desolación espiritual no permita a todos disfrutar del humor ante la muerte, pero no importa, porque sabemos que al final “El enjugará toda lágrima de nuestros ojos”. ¿No es suficiente esta esperanza para vivir y morir con optimismo?


 

4. ¿Qué será del mundo? El problema del hombre de hoy no es tanto el final de nuestro universo, sino el final del mundo para nosotros, el final de la humanidad. Somos la primera generación capaz de poner fin a la humanidad, de hacer inhabitable este mundo. La Biblia no nos desvela claramente el final, como tampoco nos desvela el comienzo, pero lo que sí afirma es que al final del mundo no estará la nada sino Dios. La ciencia no lo puede confirmar, pero tampoco refutar. Y algo más, al final se hará justicia a todos los hombres, también a los más pobres, los más despreciados, los maltratados, los asesinados. Serán sometidas a juicio las instituciones y las tradiciones, las autoridades políticas y las religiosas. Y también nuestra propia vida, a la que nadie, ni uno mismo, puede juzgar. Porque el juicio definitivo es cosa de Dios. ¿No es éste un mensaje evangélico, una buena noticia?



 

CLAVE EXISTENCIAL


1. ¿Cómo es tu relación personal con Dios? ¿Es para ti un Padre, creador, cercano, amoroso, dador de vida?


2. ¿Cómo reaccionas ante el final? ¿Te consuela la esperanza de poder ver un día el rostro de Dios y disfrutar de su herencia?


3. La universalidad de la salvación, ¿te causa alegría o decepción? ¿Trabajas por anticipar con tu esfuerzo ya en este mundo la utopía de Dios?


4. Revisa el itinerario recorrido estos años a través del Proyecto Palabra-Misión. ¿Ha influido en tu vida, en tu actitud, en tu toma de posición ante la realidad y en tu actividad misionera?










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