joánicos VII
TEMA 7:
NOSOTROS CREEMOS EN EL AMOR
TEXTO: CARTAS DE JUAN
CLAVE BÍBLICA
INTRODUCCIÓN
En el grupo de las siete cartas llamadas “Católicas”, que tienen como característica el hecho de no pertenecer al cuerpo de cartas atribuidas a San Pablo, figuran las tres cartas asignadas a San Juan. Sin embargo pocos autores modernos tratan estas cartas en sus estudios junto con las otras cartas, porque prefieren unirlas al estudio del Evangelio de Juan y del libro del Apocalipsis. Esta decisión obedece a las semejanzas en el vocabulario, en las ideas teológicas, en el trasfondo litúrgico común (no muy evidente en las cartas) y al ambiente social y cultural en que se mueven. Estos elementos comunes permiten agrupar estos escritos en una unidad que se ha llamado “escritos Joánicos”.
De las tres cartas de Juan, la primera es la más amplia y en todas las épocas ha llamado fuertemente la atención por la importancia y la fuerza de su mensaje teológico y espiritual, centrado en el amor. A partir de Dios Padre el amor se revela y se comunica históricamente en Jesucristo, el Hijo y la Palabra de vida hecha carne, y se prolonga en la experiencia vital de la comunidad que acoge la palabra y participa en la comunión de amor con Dios. Las otras dos cartas, dada su brevedad, son en realidad dos misivas que responden a circunstancias diversas pero que están emparentadas entre sí por su estilo y vocabulario.
Para el estudio y reflexión de estos escritos, que se sitúan en la tradición del discípulo amado, hay que afrontar algunos elementos previos sobre el origen literario e histórico.
1. NIVEL LITERARIO
1.1. Género literario de las cartas
1.1.1. Género literario de la primera carta.
En algunos documentos de la Iglesia, como en el canon del Concilio de Trento y las ediciones de la Vulgata, se llama a la 1Jn epístola. Pero no es una carta en sentido estricto según el modelo judeo-helenista, ni siquiera según el modelo cristiano que utilizó Pablo. A la 1Jn le faltan elementos formales externos, propios del género epistolar, es decir, le falta en la introducción el nombre del remitente, los destinatarios, el saludo inicial y al final la despedida.
Tampoco se trata de una “epístola literaria” en la que un desconocido se pone en contacto con un público igualmente desconocido. Para el autor de la 1Jn sus lectores son muy conocidos y familiares, como indica el pronombre “Vosotros” que frecuentemente emplea y los apelativos cariñosos de “ hijitos” y “pequeños” que usa familiarmente para llamar a los miembros de la comunidad.
Tampoco es una “carta circular o encíclica” dirigida a todos los cristianos. Ni es una carta dirigida a una sola comunidad, pues claramente se dirige a los Cristianos de Asia Menor, distribuidos en varias comunidades.
En ciertos aspectos, la 1Jn se parece a una homilía por los trozos parenéticos que contiene. ¿No sería mejor ubicarla en la literatura kerigmática, a la manera de una homilía escrita y dirigida a las Iglesias?. Pero la 1Jn no es una secuencia de discursos de edificación de la comunidad, pues sobre la exhortación domina la exposición de la fe.
La 1Jn es un escrito original e independiente que pretender defender y conservar la fe y asegurar la salvación de aquel amplio grupo de cristianos a él confiados. Si literalmente hay que inscribirla a algún género, sería el de carta, aunque tenga un cierto carácter homilético.
1.1.2. Género literario epistolar o pseudo-epistolar de la segunda y tercera cartas.
La segunda y la tercera carta son auténticas cartas. A pesar de su brevedad, su estructura epistolar es muy marcada. Responden claramente a la estructura de la carta propiamente dicha, pero al modo cristiano, tal como se encuentra en Pablo. Estas dos cartas tienen una introducción, que contiene el nombre del remitente y el de los destinatarios, con los saludos correspondientes; y una despedida. Se diferencian de la primera por los elementos anteriores, además en que no son anónimas: las dos aparecen escritas por “el Anciano” (el Presbítero). No se dirigen a un grupo de comunidades, sino que están destinadas cada una a una sola comunidad . En la 2Jn se llama “Señora Elegida”, palabra que habrán de interpretarse en un sentido alegórico como refiriéndose a la Iglesia. La 3 Jn se dirige a un cristiano llamada “Gayo”, de una de las comunidades de Asia Menor; ésta carta tiene un carácter más personal como las enviadas por Pablo a Tito y a Timoteo.
1.2. Estructura de las cartas
Para el examen de la estructura de las cartas, nos limitaremos a la 1Jn, dada la brevedad de las otras dos. La estructura de la 1Jn sigue siendo una verdadera cruz para los exegetas. La cantidad de propuestas acerca de su estructura abarca desde quienes sostienen que se trata de diversos elementos redaccionales sin un orden aparente, hasta quienes encuentran una estructura muy cuidada, pasando aún por las posiciones intermedias.
En el comentario de R.E. Brown a las cartas, hay un apéndice con 41 propuestas de estructura literaria de la 1Jn. De esta lista cinco autores se inclinan por una división bipartita, treinta y dos autores se inclinan por un división tripartita y finalmente hay cuatro autores que proponen la división de 1Jn en siete partes. No resulta ni útil ni demasiado iluminador reproducir éstas hipótesis. (Cfr. R.E. Brown, The Epistles of John.New York, 1982. 764).
Solo sería necesario mencionar algunos aspectos importantes que pueden ayudar en la lectura de 1Jn:
- Todos los autores admiten un prólogo (1,1-4) y un epílogo o conclusión que en algunos autores es variable (5.13-21).
La parte central o cuerpo lo distribuyen en varias partes tales como:
- División en dos partes. Ordinariamente las dos partes distintas son: Primera parte 1,5 - 3,10, y la segunda parte 3,11 - 5,12 precedidas de un prólogo 1,1-4 y cerradas con una conclusión 5,13-21. Sin embargo, hay algunos autores que plantean que las dos partes se deben dividir así: I parte: 1,5 - 2,28; II parte: 2,29 - 5,13.
- División en tres partes. La adopta un notable grupo de autores y las tres partes serían: I parte: 1,5 - 2,28(29); II parte: 2,29 - 4,6; III parte: 4,7 - 5,12 (13).
- Estructura septenaria. Permite poner de manifiesto las formas literarias que en ella se utilizan, además, de estar en sintonía con la estructura septenaria en la que están construidas algunas partes del Apocalipsis. La estructura puede ser discutible, pero sirve en todo caso para hacer una lectura unitaria de la carta. (Cfr. G. Giurisato. Struttura della prima lettera di Giovanni: RivBibIt 21 (1973) 361-381.).
Esta es la estructura septenaria:
- 1,1-4: El Prólogo
a) 1,5 -2,6: El tema se refiere a los mandamientos y al pecado
b) 2,7-17: El tema del pasaje es el mandamiento del amor
c) 2,18-28: Se desarrolla el tema de la fe como objetivo y contenido del creer ortodoxo.
d) 2,29 - 3,10: Se refiere al tema de la Justicia y el pecado
e) 3,11-22: El tema es el amor mutuo
f) 3,23 - 5,4a: El tema es el de la fe y el amor
g) 5,4b-17: El tema es el de la fe.
- 5,18-21 Epílogo
La pluralidad de soluciones al problema de la estructura de la carta nos da idea de lo complejo del asunto y de lo difícil que resulta encontrar un criterio que sea claro y aceptado por todos. Por eso, es mejor indicar la sucesión de los pensamientos, tal como se desarrollan, a lo largo de los cinco capítulos en que está dividido el texto.
Por eso, la discusión sobre la estructura no es solamente un problema exegético, sino que también se derivan de él los elementos para la comprensión del mensaje y la teología de 1Jn, que veremos más adelante.
1.3. Problemas en la redacción y composición de las cartas.
Algunos autores han señalado diversos estratos en la composición de la 1Jn y han distinguido tres estilos: profético, didáctico y homilético, los cuales están íntimamente mezclados. Esta diferencia de estilo ha llevado a dudar sobre la unidad literaria de la carta y a afirmar la posibilidad de un doble escrito. Un primer escrito con carácter didáctico, construido a base de paralelos según las leyes del paralelismo semítico, el cual correspondería a la “fuente”, y a un segundo escrito que incluye las ampliaciones e ilustraciones retóricas y que sería la “refundición”. Reconociendo las diferencias de estilo que son comunes en cualquier autor, y que son propias de la literatura rabínica, se demuestra que esos cambios se explican por la doble preocupación del autor de combatir a los seudoprofetas, en estilo polémico y didáctico, por un parte, y de exhortar y animar a sus comunidades en estilo homilético y parenético, por otra.
1.4 Relación Cartas-Evangelio.
En los escritos Joánicos nos encontramos con tres géneros literarios diferenciados y bien caracterizados: evangelio, cartas y apocalipsis. Existen suficientes razones para agrupar estos tres géneros bajo una sola clasificación:
Un vocabulario teológico singular, con el uso de algunas palabras características como Logos (Jesús, en cuanto palabra del Padre: Jn 1,1.14; 1Jn 1,1; Ap. 19,13); alethinos (verdadero) zoe (vida), Martyria (testimonio).
Un fondo litúrgico común que está presente de manera especial en el evangelio y en el apocalipsis, pero que también tiene una presencia discreta en las cartas.
Un ambiente vital común que muestra a comunidades con problemas similares , como las persecuciones de la sinagoga y el ataque de las herejías hacia dentro de la misma comunidad.
De manera especial, la primera carta tiene afinidades extraordinarias con el evangelio, tanto en las ideas como en el vocabulario. Sin embargo, su género literario le da particularidades especiales. Veamos rápidamente algunos puntos en los que estos escritos se asemejan o se diferencian.
1.4.1. Semejanzas
Literarias . El estilo y el lenguaje de las cartas resultan notablemente cercanos a Jn, ambos escritos ofrecen una serie de expresiones, fórmulas y giros característicos. Se puede notar que las cartas tienen el mismo estilo que el evangelio: estilo directo, sencillo y con una sintaxis muy elemental . Las frases se enlazan con la conjunción kai (y) o son simplemente yuxtapuestas. Se utilizan muy pocos verbos compuestos, se usa el paralelismo sinónimo y antitético y se acostumbra expresar los pensamientos dos veces, una en forma positiva y otra en forma negativa.
Teológicas . Las ideas teológicas son, en gran parte, las mismas en estos escritos. Muchos de los términos cristológicos característicos de Jn se encuentran también en 1Jn : Logos (Palabra, aplicado a Jesús: 1,1), aletheia (verdad, dicho del Espíritu: 5,6), monogenes (Unigénito, aplicado a Jesús: 4,9), soter (salvador, predicado de Jesús: 4,14) , se habla de la sarx ( condición humana: 4,2; 2Jn 7 ) de Jesús, de que dio la vida por los hombres, se pone el acento en su venida en carne y en el hecho de que quitó el pecado con su encarnación . En el Evangelio de Jn y en la 1Jn, la adhesión al cristianismo se caracteriza por el paso de la muerte a la vida, como un nuevo nacimiento en el que es Dios quien engendra, como una vida de fe y de amor. Los dos escritos registran la misma oposición entre la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, la verdad y la mentira, los hijos de Dios y los hijos del diablo, los discípulos y el mundo. En los dos escritos se concede la misma importancia a la función iluminadora del Espíritu Santo y a la caridad fraterna, llamada “mandamiento nuevo” cuyo cumplimiento se encuadra básicamente en el marco de la comunidad.
1.4.2. Diferencias
Algunos autores han insistido en las diferencias lingüísticas y teológicas C.H. Dodd ha recogido estas diferencias (The First Epistle of John and the Fourth Gospel , Bulletin of John Rylands Library 21)
Literarias. En 1Jn hay 39 palabras que no figuran en el evangelio de Juan. Pero es más importante aún el hecho de que hay diversos grupos de palabras relacionadas con el A.T. que están en el evangelio y que faltan en 1Jn: faltan vocablos importantes como nomos (ley), doxa (gloria), doxadsein (glorificar), anabainein y Katabainein (subir y bajar), hypsoun (elevar), Krinein (juzgar).
Teológicas. Peculiar a la carta es la estrecha relación existente entre el amor a Dios y al prójimo (1Jn 3, 17; 4, 20) el combate y la lucha contra el pecado (1Jn 1,8 - 2,3; 3,6-9; 5,18), la frecuente alusión a la muerte de Jesús como expiación ( 1Jn 1,7; 2,2; 3,5), la insistencia sobre la caridad fraterna (1Jn 2,9 -11; 3,10-17) y la alusión a la parusía (1Jn 2,18.28; 3, 2).
Es verdad que muchos de estos vocablos y temas tienen su razón de ser por el género literario de cada uno de los escritos; el aspecto narrativo de Jn no tiene posible paralelo con el tono didáctico y doctrinal de 1Jn . En la carta tiene su explicación natural en su finalidad de hacer frente a la herejía gnóstica y afirmar enérgicamente que no puede haber auténtico cristianismo sin lucha contra el pecado, guarda de los mandamientos de Dios y amor activo a nuestros hermanos, ya que así ha de demostrarse el amor a Dios.
En conjunto podemos decir que no es fácil afirmar una razón convincente para explicar todas y cada una de estas diferencias entre la carta y el evangelio. Sin embargo, podemos hacer resaltar que la semejanza que en general existe entre ambos escritos, en cuanto al léxico, el estilo y la teología y también en cuanto a la característica formulación de los pensamientos teológicos, lleva a pensar en que 1Jn es un escrito que se ha elaborado en el mismo círculo del evangelio y que no hay tampoco razones definitivas para negar la autoría de 1Jn al mismo autor del evangelio.
En conclusión se podría decir que esta cuestión sobre las semejanzas y diferencias, que de alguna manera nos llevan al autor de estos dos escritos, debe quedar abierta, sin olvidar, la cercanía conceptual, mental y cultural de ambos escritos.
2. NIVEL HISTORICO
2.1. Historia de la comunidad del discípulo amado. Trasfondo socio-histórico de la carta.
Como decíamos anteriormente, el vocabulario y el ambiente vital común de los escritos atribuidos a Juan nos orientan hacia una comunidad particular de características propias. A ésta comunidad se le ha llamado la “Comunidad del Discípulo Amado”. Los escritores de la literatura joánica encuentran la explicación de sus semejanzas en la tradición recibida de su fundador y desarrollada posteriormente por su comunidad. De igual manera las diferencias se explican por las distintas situaciones históricas de las comunidades y por los diversos redactores de los escritos.
Existen excelentes estudios acerca del trasfondo socio-histórico y cultural de los escritos joánicos. La conclusión que se puede sacar de estos estudios es que la literatura joánica presenta la crisis del diálogo de los cristianos con el mundo cultural helenista. De manera particular, la literatura Joánica parece reaccionar contra una interpretación gnóstica que despreciaba la encarnación del Hijo de Dios y miraba con cierto desprecio el compromiso humilde y concreto por los más pobres traducido en el amor a los hermanos más pequeños.
Se ha hablado de cinco etapas en la historia de la “Comunidad del Discípulo Amado” donde se ha formado la tradición joánica. Ya nos referimos a ellas en la INTRODUCCIÓN general a los escritos joánicos, pero será bueno recordarlas, después de haber concluido la lectura del evangelio y como preparación a la de las cartas.
1. Nacimiento de la comunidad. La comunidad nace del Judaísmo e incluye discípulos de Juan Bautista. Los comienzos hay que situarlos en Palestina. El grupo acepta a Jesús como el Mesías davídico, Profeta y Rey de Israel. Tiene una Cristología baja. Entre los miembros de la comunidad se encuentra un hombre que había conocido a Jesús y que con el tiempo se convertirá en el Discípulo Amado (Jn 1,35-51).
2. Identidad de la comunidad. En este segundo momento la comunidad originaria del discípulo amado, en fidelidad radical a la memoria de Jesús, asume una actitud profética, crítica de la ley y del templo y simultáneamente se abre al mundo de los samaritanos y de los griegos (paganos). En ésta época también nace la alta cristología basada en la preexistencia de Jesús y la comunidad vive los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, que la separaban públicamente de otros grupos (discípulos de Juan Bautista y creyentes inconsecuentes).
3. Persecución de la comunidad y redacción del evangelio. En ésta época se da el conflicto de la comunidad con los “judíos” (los jefes del Judaísmo Farisaico dominante de la academia de Jamnia). La comunidad se ha desplazado al norte de Palestina donde se hace una primera redacción del evangelio de Juan, escrito en griego y dirigido a cristianos que deben ser confirmados en su fe, dadas ciertas amenazas provenientes de la sinagoga judía.
4. Defensa de la identidad de la comunidad frente a los grupos que la amenazan y segunda redacción del evangelio. La comunidad se debe enfrentar a dos acontecimientos: la defensa de su identidad frente a diversos grupos que la amenazaban (el mundo incrédulo, los judíos, los discípulos de Juan Bautista, los cristianos que permanecían ocultamente en el culto sinagogal y los judeocristianos); y la muerte del testigo Juan y el vacío que esto significó para la comunidad que encontraba su centro de unidad en él. Todas éstas tensiones se reflejan, de alguna manera, en una segunda redacción del evangelio, que adquiere así una forma casi definitiva.
5. Crisis interna de la comunidad y redacción de las cartas. Por último, la tradición Joánica llega a su quinta etapa. En ésta época se da una crisis interna en la comunidad del discípulo amado. Comienzan las divisiones doctrinales y disciplinarias. Nace en su seno una corriente helenizante y gnóstica, que espiritualiza el evangelio. Es el tiempo de la segunda generación cristiana que poco a poco va expresando sus problemas internos y externos en clave de alternativa entre ortodoxia y herejía. A este tiempo pertenecen las tres cartas que son escritas para rescatar la tradición y re-interpretar el evangelio de acuerdo a lo que era desde el principio (1Jn 1,1-4). La primera carta es una especie de comentario del evangelio y busca afianzar a la comunidad frente a los disidentes.
2.2. Autor de las cartas
La “primera carta de Juan” se presenta como un escrito anónimo, el autor se esconde tras un grupo de cristianos autorizados, enviado a otros creyentes para ponerlos en guardia contra las amenazas de los disidentes, llamados “falsos profetas” y “falsos cristos”. En la segunda y tercera carta, por el contrario, el autor se presenta como el (presbítero) que escribe a una comunidad o a otro cristiano, llamado Gayo (2Jn 1; 3Jn 1). Aunque en la primera carta el “nosotros” colegial aparece varias veces a lo largo de las páginas después del prólogo, se trata en realidad de un personaje individual, que se dirige a otros cristianos mediante el escrito-carta (Cfr. 1Jn 2,12-14; 5,13). Del conjunto del escrito no es posible deducir otros detalles que permitan señalar a este curioso personaje que se identifica con el grupo “nosotros” o dicta la carta en primera persona “os escribo”, “os he escrito”.
Por las semejanzas en el lenguaje y en el estilo con las otras dos cartas se puede deducir que se trata del mismo autor, concretamente el “presbítero”, representante del mismo ambiente o círculo teológico-espiritual que se ha denominado como tradición o comunidad del discípulo amado, el cual se presenta como el intérprete autorizado y legítimo de esta tradición. En efecto, puede dirigirse a otros responsables de la comunidad anunciándoles su visita o inspección para establecer lo que varias ocasiones se designa como “la verdad” o “la doctrina de Cristo”, el evangelio anunciado desde el principio.
2.3. Fecha y lugar de composición de las cartas
Resulta difícil concretar la fecha de composición de las cartas. Las tres cartas probablemente en el orden de sucesión tal como aparecen en el canon, existían ya a comienzos del siglo II (entre el año 100 y el 110), considerando que las cartas son posteriores al evangelio y que éste se terminó de redactar entre el 90 y el 110. Sin embargo, no es posible, con los datos que se tienen en la actualidad, más certeza en este punto, que por tanto, debe permanecer abierto.
En cuanto al lugar de composición, tampoco hay datos claros. Hay que tener en cuenta lo que se puede deducir de las mismas cartas que expresan la posibilidad de la existencia de muchas comunidades, esparcidas en un área geográfica relativamente grande, en “Asia Menor”, y más concretamente en la Iglesia de Efeso, donde con mucha probabilidad se formó y se conservó la tradición del discípulo amado.
3. NIVEL TEOLÓGICO
3.1. El amor de Dios
Para entender la teología de los escritos joánicos y en especial la teología de las cartas es necesario profundizar en la definición que ellas nos presentan sobre Dios: “Dios es amor” (1Jn 4, 8.16). En efecto, Dios es presentado y descrito como amor: el origen y la manifestación plena del amor. Dios vive en el amor y de amor; actúa porque ama y la creación y la historia encuentran su razón de ser en el amor de Dios.
La construcción de esta afirmación teológica es parecida a otra que encontramos en los escritos joánicos. Para el autor de las cartas, también “Dios es Luz” (1Jn 1,5) y para el autor del evangelio “Dios es Espíritu” (Jn 4,24). Estas afirmaciones ponen de relieve una propiedad esencial de Dios. Dios no posee estas cualidades, sino que, en esencia, Él es amor, es Luz y es Espíritu. En efecto, no es que Dios abunde en amor, sino que él mismo es esencialmente amor; el amor es algo que explica su identidad y, por ello, su manifestación y su acción en la historia son amorosas.
Que Dios sea amor en su ser más profundo es sintetizado por el autor en dos aspectos de la revelación del Padre: en el envío de su Hijo y en el sacrificio del Calvario: “En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,9-10). Solo de esta manera se manifiesta el amor de Dios entre los hombres. Solo en el Hijo y por el Hijo se conoce el amor del Padre y su sentimiento de amor hacia la humanidad: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Pero ha sido también a través del Hijo como Dios nos ha capacitado para ser hijos suyos en un sentido auténtico y esencial y nos ha concedido su amor paterno de una forma directa (1Jn 3,1). Este amor compasivo de Dios se pone por encima de todo de un modo tan dominante y exclusivo que viene a ser la característica fundamental de la actuación de Dios. Dios ya no ama junto con su cólera y su justicia..., Dios es amor y toda su actuación es una actuación amorosa. Y así, el amor pasa a ser también el distintivo de sus hijos; aunque éstos aman y pueden amar por la fuerza de Dios, porque Dios los ha amado antes y les ha dado la capacidad de amar.
3.2. El amor de Dios en Cristo
Cristo es la manifestación perfecta del amor del Padre. El autor de la 1Jn, en varias ocasiones y sin equívoco alguno, proclama que la prueba suprema del amor de Dios a la humanidad se nos ofreció en el don de su hijo. Por eso Jesús, con su persona y su obra, constituye la revelación plena del amor de Dios al mundo (1Jn 4,9-10). De esta manera toda la persona de Cristo es don del amor de Dios y en él el Padre se revela definitivamente a la humanidad.
Como hemos dicho anteriormente, Juan, en su primera carta, sintetiza los dos aspectos de la revelación del amor del Padre en la encarnación de su Hijo y en su muerte en la cruz. Por consiguiente, la revelación o prueba suprema del amor del Padre a la humanidad pecadora está constituida por el hijo, que muere en la cruz por haber amado a su pueblo hasta el límite supremo de entregar su propia vida. De igual manera, debemos decir que el amor de Jesús hasta dar la vida es posible, porque a su vez Jesús ha recibido la vida del Padre. Jesús recibe y después puede dar, puede entregar la vida. En este sentido el amor de Jesús a los suyos, hasta entregar la vida, coincide plenamente con la misión que Jesús ha recibido del Padre. En estos términos no se puede concebir un amor más grande y más fuerte de Dios y de su Hijo.
3.2.1. Postura cristológica de los disidentes
Frente a los disidentes la primera carta presenta una confrontación directa con un fuerte acento polémico, aunque la preocupación inmediata del autor no es la de polemizar sino la de exhortar y animar a la comunidad cristiana a la perseverancia en la fe: “Os he escrito éstas cosas a los que creéis en el nombre del hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna” (1Jn 5,13). La urgencia de la exhortación, que se apoya en una exposición de fe cristológica, se debe a la amenaza de aquellos que en la carta son llamados los “anticristo” (1Jn 2,18.22; 4,3; Cf. 2Jn 7), los “mentirosos” (1Jn 2,22) o los “falsos profetas” (1Jn 4,1). Estos personajes disidentes de la comunidad se convierten en un peligro, porque con su propaganda ejercen cierta influencia sobre las personas a las que va dirigida la carta. Es difícil precisar con detalle quiénes son los disidentes ya que la carta los supone conocidos por los propios destinatarios y evoca sus características tan solo mediante alusiones y referencias para poderlos desenmascarar y combatir. Teniendo en cuenta las pocas referencias que encontramos dispersas por el escrito, se puede, sin embargo, trazar con precisión su postura. ¿En qué consiste la errónea doctrina?, en una falsa cristología, en no tomarse en serio el pecado y la falta de amor fraterno.
La herejía cristológica aparece con especial claridad en 1Jn 4,2ss. Los falsos maestros niegan “que Jesucristo ha venido ya en carne mortal” (Cf. 2Jn 7)y de éste modo “disuelven la realidad de Jesús”. Partiendo de su rechazo de la encarnación, las otras acusaciones cobran su sentido: los herejes niegan que Jesús sea el “Mesías” (1Jn 2,22), el “hijo de Dios” (1Jn 2,23), es decir, niegan a Jesús, el Cristo e Hijo de Dios, porque separan al Jesús histórico, el de la “carne”, del Cristo de la fe.
En el plano de la ética, el no tomarse en serio el pecado y la falta de amor fraterno se encuentran en línea con esta cristología. Los herejes niegan la vinculación de la salvación con el hombre histórico Jesús; ellos se comunican directamente con Dios, ya que dicen poseer el Espíritu (1Jn 4,1). Toda su gloria y todo el objeto de su propaganda es el conocimiento de Dios (1Jn 2,4; 4,8), la visión de Dios (1Jn 4,12), el amor a Dios (1Jn 4,20), el haber nacido de Dios (1Jn 4,7; 5,1) y sobre todo el estar sin pecado (1Jn 1,8-10); todo esto, para los herejes, existe de modo directo. Además lo entienden todo a nivel individualista, sin relación con el prójimo; a esto se refiere la constante acusación de que desprecian el mandamiento del amor fraterno (1Jn 2,9-11; 3,10.14; 4,8.20; 5,2).
Esta autoconciencia del perfeccionamiento espiritual, que considera irrelevante la vida ética para la salvación final o vida eterna, debe relacionarse con el papel que se atribuye al Espíritu. Estos falsos profetas o maestros se consideran guías autorizados, apelando a la dimensión interior del Espíritu y descuidando la tradición histórica (1Jn 4,1-6).
3.2.2. Respuesta cristológica de las cartas. Confesiones de fe (afirmaciones sobre Jesús)
Antes de abordar este tema es conveniente recordar que la elevada cristología de Jn se presta a una interpretación minimalista de la humanidad de Jesús; se corre el riesgo, como lo hicieron los disidentes, de convertir la figura del Mesías-Hijo de Dios en un enviado celestial que no habría asumido verdaderamente la realidad humana. Ante esta posible interpretación, el autor de 1Jn apela a la tradición subrayando los trazos que marcan la realidad terrena de Jesús, su condición humana. Éste es el argumento fundamental de 1Jn ante la cristología gloriosa de los que se han marchado. Veamos los trazos más importantes de la presentación cristológica.
El término Jesús aparece 12 veces en la 1Jn y 2 en la 2Jn. Dos confesiones cristológicas hablan de Jesús como kristos (1Jn 2,22; 5,1), es decir, como Mesías. Por otro lado, nos encontramos que la alusión es más frecuente si tenemos en cuenta que muchas veces se presenta a Jesús mediante un pronombre: Jesús es “aquél” (ekeinos) o “él” (autos). Estos pronombres muestran una familiaridad extraordinaria con la figura de Jesús. El conjunto ofrece una concentración cristológica que llama la atención y no vamos a subrayar matices de títulos o nombres sino el sentido de esta presencia tan fundamental de la cristología de 1Jn.
La fe cristológica que nos presenta la 1Jn es la que identifica en Jesús al Cristo, al hijo de Dios, reconocido y acogido en las fórmulas de fe tradicionales que tienen siempre como sujeto a Jesús: “Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios” (1Jn 4,15); “Todo el que cree que Jesús es Cristo, ha nacido de Dios” (1Jn 5,1). En oposición a la cristología reductiva de los disidentes, el autor insiste en la fe tradicional, declarando ya desde el principio: “Pero si caminamos en la luz, como El mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros; la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado” (1Jn 1,7). Esta fe cristológica genuina, basada en la tradición, es la que presenta como fe combatiente y perseverante; una fe victoriosa contra el maligno (1Jn 2,13-14), sobre los falsos maestros (1Jn 2,19; 4,4). Efectivamente, la manifestación histórica y salvífica del amor de Dios en Jesús es el fundamento de la forma de obrar de los creyentes: “En esto hemos conocido lo que es amor: en que El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,16). De esta manera comprendemos las consecuencias que se derivan de una auténtica cristología, tanto en el plano salvífico como en el de la vida cristiana y eclesial.
3.3. El amor de Dios en la comunidad
El amor salvífico, que tiene su fuente en Dios y se manifiesta en Jesucristo, el Hijo entregado en la forma extrema de la muerte, se convierte en la razón profunda de la vida de los cristianos y está en la base de la vida de la comunidad. El autor se preocupa por trazar el camino seguro que pone en guardia contra el riesgo de separar la fe auténtica de sus consecuencias prácticas y eclesiales. El autor presenta el cumplimiento de los mandamientos, mejor dicho, del único mandamiento: “que nos amemos los unos a los otros” (1Jn 3,11) como revelación plena y definitiva de la voluntad de Dios. Por otro lado, la realidad más profunda del amor se ha conocido a través de Jesús: “el amor lo hemos conocido en esto: que aquel dio la vida por nosotros. También nosotros hemos de dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,16). Pero las implicaciones de este dar la vida no se dejan a la libre voluntad o inspiración de cada uno: “si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él, el amor de Dios?. Hijitos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1Jn 3,17-18).
Este texto nos remite a la consideración de la eficacia del amor, nos advierte que el amor concreto debe partir de las necesidades del hermano a quien se ama. Por tanto, amor eficaz quiere decir luchar incansablemente por eliminar las causas que producen la muerte de los pobres. Esta es la única manera, no solamente de amar al prójimo, sino de permitir que el amor de Dios se manifieste en el mundo.
3.3.1. Ética de la vida Cristiana:
El amor a Cristo y el amor al hermano
La relación entre la cristología y la ética cristiana es una dimensión importante y central en las cartas. La ética de la que se trata no es un código de moral o un compendio de reglas para el comportamiento social, esta ética se expresa fundamentalmente en el “nuevo” mandamiento dado por Jesús a los discípulos y transmitido por ellos a las comunidades cristianas (1Jn 2,8-11). Para el autor de las cartas, la moral cristiana se basa constantemente en Cristo: porque Él se portó así, nosotros debemos portarnos como Él.
La obligación de amar al hermano se ha convertido, en los escritos joánicos, en un imperativo de la vida cristiana: “si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20). Amar al hermano pasa a ser un acto de justicia, un deber para todo el que reconoce que Jesús el Cristo ha venido en la carne. No podemos confesar a Cristo “venido en la carne”, si no amamos a nuestros hermanos concretamente, “en la carne”.
Cumplimiento de los mandamientos
Jesús invitó a los discípulos a un amor fuerte y concreto. En sus discursos habló frecuentemente sobre el tema del amor a los hermanos, como testimonio de seguimiento y compromiso de vida cristiana.
El autor de la 1Jn se hace eco de esta enseñanza de Cristo: “pues éste el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros” (1Jn 3,11; 2Jn 5ss) hasta el don de la vida, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios (1Jn 3,16). Los cristianos nos debemos amar los unos a los otros concretamente según el mandamiento del Padre (1Jn 3,23). A imitación de Dios, que manifestó su amor inmenso a la humanidad, enviando a su hijo, los miembros de la comunidad tienen que amarse los unos a los otros: “Nosotros amémonos, porque Él nos amó primero” (1Jn 4,19). En realidad, los cristianos tenemos que inspirar nuestro comportamiento en el amor del Señor Jesús, que llegó a ofrecer su vida por todos nosotros.
Para Juan la moral cristiana se resume en un solo mandamiento: creer en el Hijo de Dios crucificado y amar a los hermanos. Son dos actos, creer y amar, que se fundan en un solo mandato. La fe es el paso que antecede a la observancia de los mandamientos. Creer y amar son dos actos permanentes. Hay que amar siempre y no dejar de creer nunca. Por eso la fe debe ser una realidad viva, que se proyecte en toda la vida moral del hombre y se manifieste en la unión con Cristo y en la entrega explícita a los hermanos: cristiano es el que ama a su hermano.
3.3.2 Vida de la comunidad
La vida de las comunidades a las que son enviadas las cartas la conocemos solamente a través de lo que estos mismos escritos nos pueden transmitir. A pesar de la poca información, los datos proporcionados son interesantes para el conocimiento de las comunidades Joánicas.
- Las comunidades están dispersas por varios lugares, probablemente ubicadas en ciudades, ya que el cristianismo se inició como un fenómeno urbano. Por otro lado, la distancia entre las comunidades debía ser considerable ya que el “presbítero” le pide a Gayo que provea lo necesario para el viaje de los misioneros (3Jn 5-7) que ha de ser un viaje de cierta magnitud.
- Otra situación concreta que encontramos al interior de las comunidades es el manejo de la autoridad. Un tal Diotrefes habla mal del apóstol criticándolo y negándose a recibir a los misioneros con su conducta inhospitalaria (3Jn 9-10). Con esto ha quebrantado el precepto fundamental con el que se vive la verdadera fe, es decir, el mandamiento del amor fraterno. Sin embargo, el contexto pone de relieve que las trabas puestas por Diotrefes a los miembros de la comunidad por su abuso de poder fracasaron, y que la misma comunidad puso freno a las pretensiones de este hombre ambicioso. La comunidad no se consideró obligada a una obediencia sin límites, que la posición jerárquica de Diotrefes hubiera podido reportarle, y no le obedecieron ni siquiera bajo la amenaza de expulsión de la comunidad.
Esta realidad nos deja entrever que la estructuración de las primitivas iglesias debió ser una tarea compleja en cuanto a la articulación de la ortodoxia y la praxis. Los principios de igualdad consignados en el evangelio y transmitidos por los apóstoles probablemente fueron insuficientes. De hecho, por los mismos años se comenzó a desarrollar una estructura de episcopado monárquico que marcó profundamente la evolución de la iglesia. Esta situación también se refleja en las cartas pastorales que permiten entrever una organización y jerarquización de la Iglesia. De todas maneras, no deja de ser paradójico que la predicación de Jesús se haya traducido en la amplia y compleja estructura eclesial que ha llegado hasta nosotros.
- Otra realidad importante que vivieron estas comunidades fue la presencia de misioneros itinerantes que se dedicaron a visitar a las diversas comunidades con la finalidad de colaborar en la obra de la verdad (3Jn . La expresión “para ser colaboradores en la obra de la verdad” tiene un cierto sabor misionero que hace referencia al trabajo itinerante de los misioneros en las comunidades.
Se hacían estas salidas misioneras porque el encargo de misionar dado por Jesús a los discípulos (Jn 20,21) se hace también extensivo a la segunda generación de cristianos. Estos misioneros debían ser recibidos “como el Señor”, pues eran verdaderos enviados de las comunidades. Los predicadores itinerantes, siguiendo el consejo de Cristo nuestro Señor: “Gratis lo recibisteis; dadlo gratis” ( Mt 10,8), viajaban sin percibir nada de las comunidades. Por eso, los cristianos tenían el deber de asistirlos y procurarles lo necesario para su estadía y para el viaje. Esta actitud encaja bien con la mentalidad cristiana. por una parte, el evangelio dice: “el obrero merece su sustento” (Mt 10,10); y por otra, el deber de misionar era un compromiso que obligaba a todos. Los que no podían cumplirlo personalmente, ayudaban y financiaban las necesidades, sobre todo materiales, de los misioneros itinerantes y de este modo se convertían en colaboradores de la verdad. La verdad se personifica en el misionero que con su fuerza misionera propaga el evangelio.
3.4. El Espíritu Santo.
Las menciones explícitas del Espíritu en 1Jn son pocas (1Jn 3,24; 4,2; 4,13; 5,6-8), pero las veces que lo menciona lo hace por la preocupación de que los cristianos no poseen el suficiente don de discernimiento para resistir a los razonamientos de los “falsos profetas”, los cuales con una piedad intimista e individual, pueden apelar al Espíritu como legitimador de la propia doctrina (1Jn 4,1). El autor de 1Jn habla de una experiencia del Espíritu: “En esto conocemos que permanecemos en El y El en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4,13; 3,24). Esta experiencia lleva un conocimiento, es decir a una comprensión plena del mensaje de Jesús, por la presencia del Espíritu. El vínculo con la comunión en el Hijo y en el Padre y, sobre todo, con la confesión del Hijo por el Espíritu, merece ser subrayado. Confesar al Hijo en docilidad al Espíritu es un medio para permanecer en El y, al mismo tiempo, un criterio por el que sabemos que Dios permanece en nosotros.
Además, el Espíritu de Dios se conoce precisamente en la confesión de Jesús venido en la carne (1Jn 4,2). Ésta es la forma de discernir los espíritus: el que no confiesa a Jesús venido en la carne, deshace, aniquila a Jesús (1Jn 4,3) y, por tanto, distorsiona la confesión fundamental de la comunidad. A esto se añade la mención del testimonio del Espíritu que ha de unirse al de la sangre y el agua (1Jn 5,6-8). Esta mención puede hacer referencia al bautismo de Jesús, pero sobre todo puede hacer referencia, a la muerte de Jesús: es allí donde está presente el Espíritu, junto a la sangre y al agua que mana del costado de Jesús muerto (Jn 19,30-37). Recordemos que Jesús muere dando el Espíritu. Así pues, el Espíritu es el que da testimonio, es decir, el Espíritu es el que revela la identidad de Jesús. El Espíritu de la verdad que nos lleva a confesar plenamente a Jesús. En este sentido, el Espíritu es la verdad (1Jn 5,6). Pues bien, a pesar de que 1Jn no llega a plantearlo explícitamente, hemos de decir que el Espíritu Santo es el amor con que el Padre nos ama a través de Jesús.
CLAVE SITUACIONAL
1. En un mundo de tantos amores y desamores. Todos los humanos creemos en el amor; y nadie es persona sin ser amado y amar; pero, hay amores que dan vida y amores que matan, amores que salvan y amores que pierden, y hay muchísimos desamores... Hoy las tendencias de este fin de siglo mercantilizan de mil formas el amor, estimulan los amores fáciles y explotan los mercados del amor y de sus degradaciones. También estimulan y mercantilizan la negación del amor, la insolidaridad creciente, los individualismos y el narcisismo; y un cierto narcisismo se infiltra en las espitritualidades light -cristianas o no- que exacerban el cultivo de la autestima.
En ese puzle humano de tantos amores y desamores, nosotros creemos en el amor del Dios de Jesús... Tal vez limitándonos a nuestro mundo regional y local (sin olvidar el marco global que afecta al amor por todas partes) podríamos preguntarnos qué caracteriza más en nuestros días a la mayoría de los amores y desamores; y qué identifica sobre todo al amor crtistiano hoy. Ver diferencias, semejanzas y relaciones entre éste y los otros amores. Viendo también si en la Iglesia universal y en nuestra Iglesia particular, el amor cristiano tiene o no tiene ahora la identidad con que lo define esta carta de Juan; o si se contamina de los actuales falseamientos del amor...
2. El amor de Dios humanizado en Jesús, en sociedades que se deshumanizan. El amor que es Dios se humanizó y se sacrificó en Jesús, para que los hombres se divinicen haciéndose humanos a base de amar al prójimo como El. Esta lógica y este dinamismo le atribuye a la encarnación del amor de Dios en Jesús, el autor de la primera carta de Juan. Para saber si en los cristianos está el amor de Dios, basta mirar si son tan humanos como Jesús; porque “si uno posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra el corazón, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?” (lJn 3,17-18). El criterio son las obras de amor que humanizan a quien padece necesidad y al que comparte con él sus bienes; y no amar así a los otros es tan inhumano como ser “homicida” (1Jn 3,11-17)...
Esa clase de amor tiene inmensas posibilidades y tareas en un mundo que se deshumaniza aceleradamente, tanto en los países y ciudades del Sur con sus crecientes desequilibrios y pobrezas, como en los países supertecnificados del Norte con sus riquezas y desequilibrios también crecientes. Bajo el sistema de vida y de muerte que hoy se globaliza, el desafío mayor a hombres y mujeres de buena voluntad, y a las Iglesias en su misión pastoral evangelizadora, es “humanizar” a las personas en sus situaciones y en sus estructuras.
¿Qué indices de deshumanización se dan en los países y lugares donde vivimos nuestra misión?... ¿Y actúa el amor de Dios en los cristianos (comunidades y personas) frente a esas concretas deshumanizaciones, con la claridad del espíritu de Jesús? ¿Qué dimensiones le faltarían o habría que intensificar ahí en el amor de los cristianos?
3. ¿“Anticristos” hoy? El autor de la primera carta de Juan, advierte a los cristianos de aquellas comunidades que se guarden de los “anticristos”; les dice que ya llegaron, y los señala en sus errores. La tendencia a señalar a unos o a otros como “anticristos”, se ha activado con frecuencia en las Iglesias y en las sectas, hasta manejar el terrible calificativo con irresponsable ligereza; unos se lo han aplicado al Papa, y otros se lo lanzan a cualquier disidente de los propios gustos doctrinales...
Si para contextualizar nuestra lectura de esta carta en las situaciones humanas y eclesiales de hoy, queremos preguntarnos si hay a la vista ahora anticristos, habríamos de formular la pregunta en base a las desviaciones y errores que el autor señala como cuerpo del delito de quienes él llamó entonces “anticristos”: negar la encarnación y la humanidad de Jesús; afirmar que el Verbo de Dios no asumió la realidad humana, que Jesús no es el Mesías Hijo de Dios; y negar el amor a los hermanos, negando que en todo eso haya pecado; creerse perfectos practicando un cristianismo espiritualista, como inspirados por un supuesto “Espíritu” que no conecta a los cristianos con el Jesús histórico, ni con su práctica reveladora del amor de Dios...
La pregunta, pues, para contextualizar hoy ese “anticristianismo”, sería si en la Iglesia alguien o algunos niegan hoy (en sus teorías o con sus prácticas) la encarnación del Verbo de Dios; si niegan al hombre histórico Jesús y su práctica encarnada del amor de Dios hasta la cruz y la resurrección como Hijo de Dios y Mesías; y si, en ese espiritualismo, niegan el amor a los hermanos negándose a compartir los bienes que necesitan para vivir con dignidad de seres humanos e hijos de Dios... En cualquier caso, habríamos de responder en base a evidencias.
Está claro que formulada así, esa pregunta incluye otras: ¿Cuánto tenemos, todos y cada uno, de “anticristos” hoy? ¿Cuánto estamos negando o ignorando (con doctrina o con prácticas) al Jesús histórico y su práctica del amor hasta la cruz? Como si sin El y sin practicar hoy su amor a los hermanos necesitados, tuviéramos dentro un “Espíritu Santo” que no es el Suyo...
¿Hay en la Iglesia de hoy cristologías (en doctrinas o en devociones y espiritualidades reductivas) que ignoran u olvidan al Jesús histórico real, y la práctica histórica del amor a los hermanos como exigencia de la fe que actualiza su amor de Hijo de Dios encarnado, crucificado y resucitado?...
CLAVE EXISTENCIAL
1. Permitir que el amor de Dios invada nuestra existencia. Leer-orar la primera carta de Juan con fe sencilla y sensible, puede hacernos entrar, a través de Jesús, a la vena más honda del amor de Dios, capaz de invadir nuestra historia personal, nuestra conciencia y nuestra existencia cotidiana con la esperanza más limpia y activa de ese amor que se proyecta a los hermanos... Necesitamos que nuestra existencia y nuestro quehacer misionero sean invadidos por ese amor.
2. Como espadas de doble filo. Así actúan los mensajes de la Palabra de Dios en esta carta de Juan, que brinda tanta luz de consolación y de interpelación para el anuncio profético, como lucidez que sondea la conciencia y la práctica de cada misionero: “Quien dice que está con Dios, tiene que hacer como Jesús”... “Quien no practica la justicia, no es de Dios”... “no amemos de palabra sino con obras”... “Quien no ama a su hermano, no conoce a Dios” y “es homicida”...
3. El riesgo de minimizar la Encarnación. Teóricamente, no vemos que a nosotros nos aceche ese peligro. Pero, en nuestra doctrina, en nuestra espiritualidad y en la pastoral, corremos siempre el riesgo de no medir ni valorar bien el realismo histórico con que se encarnó en Jesús, y se hizo humano el Verbo del amor de Dios; y de no encarnar en hechos y obras cotidianas nuestra fe en ese amor, y no proyectar hacia esa encarnación la fe de quienes acompañamos pastoralmente. Examinarnos sobre este doble realismo histórico siempre será saludable para nuestra fe y la de nuestros cristianos.
4. Expresiones de impacto. Esta carta tiene expresiones que sugieren mucho, y comunican... Seleccionar las que más me impactan a mí y pueden impactar a personas o grupos en quienes pienso con preocupación misionera, puede darme material sugerente para orar, dialogar, plasmar palabras generadoras, interrogarse en grupo, ambientar... Y a partir del “nosotros creemos en el amor”, por ejemplo, se pueden crear profesiones de fe en el amor; la nuestra o la de los jóvenes, matrimonios, comunidades...
INTRODUCCIÓN AL APOCALIPSIS
El lector tiene delante la palabra de un libro misterioso, que se le ofrece como el último regalo de la revelación de Dios: el Apocalipsis. En el Ap cada palabra es como un sacramento, confesaba absorto S. Jerónimo. Lo que debe hacer con urgencia es leer directamente el libro. Se trataría de reproducir la misma experiencia del vidente de Patmos: leer íntegro el Ap, desde el inicio hasta el final. El libro resulta amargo al principio, pero luego sabe dulce, deja el confortante sabor de la consolación (cf. Ap 10,9-11).
No vamos a silenciar de entrada las no pequeñas dificultades que encierra su lectura. De hecho, son muy pocos los cristianos que han leído íntegro el libro. Han llegado, armados con una dosis de buena voluntad, hasta los capítulos seis o siete; luego, cansados o decepcionados, han cerrado lamentablemente el libro y con ello han cerrado las puertas a una de las grandes esperanzas que ha empujado la marcha de la Iglesia de todos los tiempos.
Hay que confesar con sinceridad que no resulta fácil integrar en los moldes de nuestra mentalidad moderna la literatura apocalíptica, atrevidamente visionaria, llena de símbolos, desmesura y colorido. Se la mira con cierta prevención y desdén. Una de las últimas obras de envergadura dedicadas al tema ha sido titulada por su autor K.Koch, Ratlos vor der Apokalyptik, es decir, "perplejo ante la Apocalíptica". Al contacto con el lenguaje frecuentemente oscuro y cargado de extraña simbología, se experimenta más de una vez el aburrimiento, incluso el disgusto.
Ciertamente en esta actitud nos dejamos llevar de una notable falta de paciencia. ¿No puede catalogarse acaso como una de las mejores literaturas de nuestro siglo, el "realismo mágico" de las novelas de García Márquez, que no es sino una literatura apocalíptica? Y, sin embargo, la apocalíptica ha alimentado la esperanza del pueblo hebreo durante más de tres siglos. Y el Apocalipsis cristiano ha nutrido el entusiasmo y mantenido la fidelidad de muchísimos cristianos, bastantes de ellos oprimidos, vejados y perseguidos hasta la muerte, durante veinte siglos. Y pensamos que el Apocalipsis seguirá nutriendo la fe y el dinamismo apostólico de muchos cristianos todavía.
1. ALGUNAS CUESTIONES DE LENGUAJE
1.1. "Estado de la cuestión". Sombras y luces
Ofrecemos un breve "status quaestionis" de la compleja problemática del lenguaje del Ap, que sirva de orientación precisa. La lectura del Ap, en su escritura original griega y en cualquier otra versión, depara muy frecuentes dificultades y anomalías. Se ha estudiado con dedicación la lengua y el estilo del Ap. Se piensa que el texto actual es una versión resultante del arameo al griego, o una traducción del hebreo o del arameo. Las incongruencias -así se ha conjeturado- se explican porque coexisten dos elementos distorsionantes, el autor y la escritura; el autor piensa con mentalidad hebrea, pero redacta con estilo griego. Para tratar de entender la siempre llamativa originalidad de su estilo, se ha escrito incluso toda una gramática específica sobre el Ap, que daría razón de las variantes peculiares de una lengua única en su género. El Ap actual sería la traducción de un original hebreo-arameo.
Todas estas explicaciones adolecen de un grave defecto. Consideran la obra del Ap como la resultante defectuosa de un original previo, sea éste hebreo o arameo; o bien, el desdoblamiento lingüístico se justifica porque el mismo autor está escindido en una doble personalidad (una especie de esquizofrenia), hebrea y griega; o, sin más, es calificado de inculto, al ignorar la ortodoxia de la gramática griega.
Es preciso matizar con cierto rigor la cuestión e indicar que el lenguaje del Ap es original y único, porque el autor deliberadamente lo ha pretendido; el tema teológico que estaba describiendo así lo ha impuesto.
1.2. El mensaje del Ap requiere un lenguaje misterioso
Su estilo resulta expresivo y vigoroso. No se muestra el autor del Ap ignorante de la gramática y la sintaxis -es maestro en el difícil uso de las preposiciones y de los verbos-, sino preocupado por transmitir una revelación, al mismo tiempo del todo inteligible y que sea capaz de conmocionar. El autor se ve coaccionado a escribir de esta manera, porque el mensaje que quiere transmitir así se lo impone.
Si hubiera que buscar algún parangón extrabíblico, que ayudase a entender el ímpetu de este mundo alucinante creado por el Ap, nacido a partir de una escritura tosca pero dotada de inusitada fuerza, pueden ser citados estos dos autores -grandes por misteriosos- de nuestro siglo: F. Kafka, dentro de la descripción, y C. Vallejo en la poesía.
Quien lee el Ap debe saber que no se trata de una escritura uniforme, ni de un solo color; tiene que experimentar de alguna manera su texto y su textura. P.Ricoeur avisaba al lector para que éste no discurriera con rapidez por la escritura del libro bíblico, aconsejaba dejarse sentir "la resistencia del texto".
En el arte de la literatura con frecuencia el contenido que debe ser dicho impone al autor su forma literaria. El autor del Ap ha buscado los recursos de lo más elemental y del primitivismo narrativo, para expresar con vigor, sin distracciones, la fuerza sobrenatural de su mensaje teológico.
No sólo emplea la gramática "violentándola" para que diga más y mejor, sino que genera un estilo inédito. Y no podía su estilo literario-teológico ser descrito de un modo cualquiera, sino con esa peculiaridad, tan lejos del convencionalismo del lenguaje, que ha sabido genialmente adoptar, mediante el empleo ininterrumpido del símbolo, de la cadena simbólica y de la desmesura. El lenguaje parece retorcerse en atrevidas piruetas, que rompen de continuo con sus anomalías, las normas habituales de la gramática y de la sintaxis, convirtiéndose en un código polivalente. Todo en este excepcional libro es elocuente, y emerge con osadía para intentar balbucear el designio providente de Dios en la historia. El Ap de Juan ha creado un mundo nuevo -un tiempo y espacio distintos, un léxico propio, unas categorías simbólicas únicas-, a fin de poder hablar con asombro de Dios que se revela en la intervención redentora de Cristo, el Cordero degollado pero de pie. ¿De qué otra manera, entonces, debería decirse lo que es por esencia inefable? ¿Cómo podría comunicarse el misterio de Dios? Este libro es "Apocalipsis", a saber, la revelación de un misterio; el telón o velo de los cielos se abre, y la luz infinita de Dios, hecha presente en la gloria del Señor, baña por completo la realidad humana y la transforma.
Esta forma apocalíptica de escribir no constituye un ropaje efímero, que pretenda disimular con su pintoresco barroquismo la luz de Dios, sino una exigencia innata de la misma manifestación divina, que, en el encuentro vivo con los hombres, tiene necesidad de revestirse de misterio, con formas literario-teológicas que trastornen lo habitual y digan a su manera -como en una transfiguración cósmica- que Dios ha aparecido definitivamente en Cristo y que su luz sobrenatural inunda la tierra y cambia para siempre la historia de la humanidad.
1.3. Simbolismo
El Ap se presenta como una profecía de la historia, llena de símbolos. La victoria de Cristo ha cambiado el curso del tiempo y las dimensiones del espacio; su presencia impregna por completo nuestra realidad y llena de sentido los acontecimientos de nuestra historia. Solamente el símbolo es capaz de superar el convencionalismo de nuestro lenguaje conceptual y de elevar lo concreto a una dimensión transcendente y abrirlo a una contemplación misteriosa. El símbolo posee una validez interpretativa perdurable. Para entender con coherencia el Ap es preciso conocer adecuadamente el símbolo, que se convierte para la apocalíptica en un elemento esencial.
Es esta cualidad, la que primero y más poderosamente llama nuestra atención de lectores. El libro se encuentra repleto de visiones simbólicas. El autor sigue los usos habituales de los escritores apocalípticos. No en vano comienza con esta palabra "Apocalipsis", que significa "manifestación de algo oculto". Pero se aparta del hermetismo y de la fantasía desbordada de las obras apocalípticas judías.
El simbolismo del Ap proviene en primer lugar del AT (recuérdense las diversas menciones acerca de "la serpiente, el paraíso, las plagas, las trompetas..."), también de la apocalíptica judía, y especialmente de la concepción original, propia del autor, que incorpora los diversos elementos en una nueva síntesis genial.
A fin de tener una visión lo más global y coherente posible, que nos permita entender mejor el Ap, agrupamos las diversas clases de símbolos.
Simbolismo cósmico
Hace alusión a la dimensión transcendente, la presencia de Dios. Es preciso citar, sobre todo, los cataclismos (sol que se torna negro, luna que se desangra, relámpagos, truenos, terremotos...). No subrayan el tremendismo ni exasperan en el terror a una humanidad sobrecogida, sino que expresan la presencia inmediata de Dios en la historia. Ante esta cercanía de Dios, la misma naturaleza se siente sacudida, y el hombre es, por ello, invitado a reconocer y adorar a Dios; sin embargo -he aquí el lado sombrío de la culpa personal- muchos no le reconocen y le rechazan abiertamente.
Simbolismo teriomórfico o animal
Se refiere a las fuerzas sobrehumanas, casi descomunales, pero siempre controladas por el poder de Dios. Estas fuerzas actúan en la historia de manera brutal, "bestial" deshumanizándola. Aparecen el gran dragón, la primera y segunda bestia, los caballos de dudoso pelaje, los cuernos...
Simbolismo cromático
Los colores adquieren una significación que sobrepasa su valor meramente estético. He aquí los más importantes colores. El rojo indica la violencia y la crueldad (la sangre derramada); el blanco hace referencia al mundo sobrenatural, especialmente se aplica a Cristo resucitado y victorioso; el oro/dorado es el metal/color de la liturgia, indica la cercanía con el misterio divino; el verde no significa la esperanza, como se piensa comúnmente, sino la caducidad de la vida y la muerte.
Simbolismo aritmético
Los números "hablan" y expresan la calidad de algo que su cantidad indica. El siete y sus múltiplos significan la perfección, la totalidad; el doce hace referencia a la historia de la salvación, al Antiguo Testamento (doce tribus) o al Nuevo Testamento (doce apóstoles). Las fracciones de siete y sus múltiplos indican la parcialidad, se refieren a un poder o un tiempo breve, limitado.
1.4. Estructura del Apocalipsis
Hablar de la estructura del Ap no significa oscurecer caprichosamente con más divisiones y rótulos y epígrafes... un libro, ya de por sí difícil, hasta conseguir hacerlo casi ilegible. ¡Se han ofertado tantas y tan dispares estructuras a lo largo de la historia interpretativa de este libro! Una estructura orgánica pretende establecer una gran armonía y claridad, permite detectar con facilidad los grandes bloques narrativos, muestra el avance de la historia del Ap, y logra que el lector, que ya se va fascinado con este libro, se meta en su lectura y se involucre dentro de su aventura apocalíptica.
Hay que reivindicar que el Ap es literariamente una obra unitaria; está precedida de un prólogo (1,1-8) y concluida por un epílogo (22,6-21). Ambos representan un diálogo litúrgico, y ello significa que el Ap debe ser leído dentro de la liturgia y celebración de la Iglesia.
La obra, dirigida a las siete Iglesias de Asia (o Iglesia universal) contiene fundamentalmente cinco grandes bloques. En ellos se nota un progreso de revelación. Cada uno de los folletos desarrollará con detalle lo que ahora se insinúa de manera sucinta y genial.
Sorprende de hecho la enorme actualidad de la visión eclesial que presenta Ap. El Concilio Vaticano II ha hablado copiosamente de la Iglesia, en sus dos grandes constituciones. Existe una sola Iglesia, considerada bajo dos facetas fundamentales: "ad intra" (Lumen Gentium) y "ad extra" (Gaudium et Spes). La Lumen Gentium se refiere al misterio de la Iglesia en el designio de Dios Trinidad y como sacramento de salvación para todos los pueblos. La Gaudium et Spes presenta a la Iglesia solidaria con toda la humanidad, partícipe de sus gozos, esperanzas y angustias, y unida a ella en la marcha por la historia, a la que conduce a un desenlace feliz.
Asimismo, el Ap habla del misterio de la Iglesia "ad intra" en el primer bloque (cc 1-3): una comunidad cristiana que debe acoger la palabra de Cristo, quien le habla incesantemente, a fin de convertirse lealmente. El segundo aspecto "ad extra" se prolonga a lo largo de los restantes grandes bloques (cc.4-22): la Iglesia, ya convertida, trata de dar testimonio de Jesús, aun en medio de la persecución y al precio de su sangre, ante un mundo opresor.
PRIMER BLOQUE: Palabras a las siete iglesias (cc.1 - 3)
Se da una revelación del misterio de Cristo a la Iglesia (1,1‑8) y a Juan en la isla de Patmos (l,19-20), Este queda investido profeta para escribir un mensaje a toda la Iglesia de parte de Cristo. El mensaje asume la forma de siete cartas. Cada carta está formada según un esquema literario, que invariablemente se repite y que posee un dinamismo transformante:
1º. Dirección
2º. Presentación de Cristo
3º. Juicio de Cristo: aprobatorio‑negativo
4º. Exhortación a la conversión
5º. Llamada de atención profunda
6 Promesa al vencedor.
Cristo se presenta con una serie de títulos, que en el AT corresponden exclusivamente a Yahveh (“El Primero y el Último”, “El que tiene los ojos como llamas de fuego”,” "El Santo”, “El Verdadero”...). Mediante esta peculiar trasposición teológica ‑aplicación cristológica de títulos divinos‑ Cristo asume una prerrogativa divina; investido de esta suma autoridad, habla a cada comunidad como el único Señor de la Iglesia. Lo mismo que Dios se dirigía a su pueblo, con idéntica potestad y dominio, Cristo habla a su Iglesia.
La palabra del Señor no sólo es de revelación, sino de purificación. Conoce muy bien “desde dentro” la situación de la Iglesia; por eso comienza invariablemente alabando su buena conducta, animando a la perseverancia en la fe y a la práctica del amor. Más adelante ‑al constatar que el comportamiento eclesial no resulta digno‑, se enfrenta a la comunidad con su poderosa palabra, le echa en cara sus graves defectos y la juzga. Lo que el Señor pretende, a todo trance, es la conversión de la iglesia: que abandone el lastre de su pecado y su tibieza. Esta llamada urgente a la conversión aparece de continuo, bien con el verbo característico (“conviértete”- metanoseon) o bien con otros registros simbólicos similares (“te aconsejo que me compres oro acrisolado”, “si alguno escucha mi voz y abre la puerta”, etc.).
Cristo alza también su voz. para que la iglesia acepte su palabra por medio del Espíritu Santo (“El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”). Debe ponerse en actitud de escucha sapiencial del Espíritu a fin de que éste le conceda la inteligencia sobrenatural para poder entender la palabra y asimilarla interiormente; y le otorgue la energía y el consuelo para seguir con decisión sus exigencias.
Finalmente, Cristo anima al cristiano con el premio de la victoria (“Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida... no sufrirá la muerte segunda, le daré la estrella de la mañana, le concederé sentarse conmigo en mi trono”); le promete una participación en la ciudad de la nueva Jerusalén. Así consigue que la Iglesia se mantenga en actitud de tensión espiritual, volcada en su tarea de fidelidad, pronta para su misión evangelizadora en el mundo.
SEGUNDO BLOQUE: El Cordero, Señor de la historia (cc 4 ‑ 7)
Dos grandes visiones proféticas llenan esta parte: la contemplación de Dios y de Cristo en el cielo (4‑5) y la visión de los siete sellos (6‑7). La primera tiene una misión consoladora. Presenta algunos elementos teológicos y personajes, que más tarde intervendrán en este drama religioso. Quiere inculcar en el ánimo de la comunidad la convicción de que todos los acontecimientos están previstos por Dios y Cristo y que la historia, aunque oscile su suerte en difíciles altibajos y la barca de la Iglesia parezca que se va a hundir en el mar de las tribulaciones, será guiada a una meta feliz. Aparece la trascendencia descrita como un hermoso templo celeste. Dios y el Cordero ocupan los lugares privilegiados, en medio de una celebración litúrgica:
- Dios es sobriamente sugerido como el "Sentado en el Trono", indicándose así su soberanía absoluta por encima de los avatares de la historia. Junto al trono van apareciendo, en diversos círculos concéntricos, algunos misteriosos personajes.
- El Cordero es Cristo muerto y resucitado ("de pie aunque degollado”), en la plenitud de su poder mesiánico (“siete cuernos”), con la plena posesión del Espíritu (“siete ojos, que son los siete espíritus de Dios”), que Él envía a toda la tierra.
- Los veinticuatro ancianos representan a la iglesia ya realizada (12 por 12; a saber, lo mejor del AT -doce tribus- y lo mejor del NT -doce apóstoles-); en concreto, hacen referencia a los santos, los mártires, a quienes en cada comunidad cristiana han vivido heroicamente a la altura de su fe y en defensa de la dignidad humana de sus hermanos.
- Los cuatro vivientes no aluden propiamente a los cuatro evangelistas (es ésta una interpretación tardía de S. Ireneo), sino a la acción de Dios, siempre llena de vitalidad, movilidad y visión, pronta para intervenir en la historia.
- El libro es el contenido mismo del Ap, a saber, el plan de la historia de la salvación, que el mismo Cristo abre e interpreta, mediante su misterio pascual.
La segunda visión se caracteriza por la apertura sucesiva de los sellos, que cerraban aquel hermético libro, y que Cristo logró abrir. Se trata de la primera exposición, un esbozo de los elementos característicos que toman parte en la lucha dialéctica entre el bien y el mal. Los cuatro caballos son una expresión simbólica del desarrollo acelerado de la historia bajo la influencia divina. Existe un marcado contraste. Hay unas fuerzas negativas, que el Ap describe conforme el simbolismo cromático de unos caballos desbocados y de extraño pelaje. Son los siguientes: el caballo rojo representa la violencia, la sangre derramada; el negro indica la injusticia social; el verde-amarillo alude a la muerte. Frente a estas grandes plagas de la humanidad, aparece el jinete que monta el caballo blanco: es Cristo equipado con la fuerza de su gloria, quien cabalga para vencer -como “vencedor absoluto”-, y que al final resultará victorioso (Ap 19,11-21), merced a su muerte y resurrección. Visionariamente se describe que el mal, amparado en cualquier soporte social y histórico, será destruido radicalmente por Cristo, el Cordero.
TERCER BLOQUE: La iglesia perseguida da testimonio (8,1 ‑ 15,4)
Se caracteriza por la aparición sucesiva de las trompetas y de las señales. El simbolismo de las trompetas indica (según su uso en el AT: movilización para la lucha) el anuncio solemne de la presencia activa de Dios en la historia. Dios se acerca; y esta venida inminente se delata ya en la misma naturaleza, que queda resentida. Lo subrayan los fenómenos cósmicos de las primeras cuatro trompetas. Por otra parte, intervienen las fuerzas demoníacas "la inhumanidad de la humanidad", descrita en la plaga de las langostas (9,1-12) y la caballería infernal (9,13-21). Los hombres, ante la intervención de Dios, pueden reaccionar de forma negativa, sin cambiar de conducta (9,20: “los otros hombres no se convirtieron”). No aparece en esta sección una conclusión definitiva. Se insiste mucho en números que no indican plenitud: 5 meses (9,5), 42 meses (11,2), la décima parte de la ciudad (11,13). Tales cifras sugieren la idea de parcialidad, típica de toda la sección: es la historia de la salvación considerada en sus fases alternativas, vista desde su devenir que aún no ha alcanzado la meta final.
También aparecen tres grandes señales, descritas llamativamente con semejantes expresiones:
"Y una señal grande fue vista en el cielo" (12,1; se refiere a la "mujer").
"Y fue vista otra señal en el cielo" (12,3; alude al "dragón").
"Y vi otra señal en el cielo, grande y maravillosa" (15,1; se aplica a los siete ángeles con sus copas).
La mujer (12,1) y el Dragón (12,3) son dos señales contrapuestas. El gran Dragón significa una fuerza antagónica y siniestra, de origen demoníaco y carácter desacralizante, que, tomando forma en hechos y personajes históricos -el Ap no es un libro mítico, sino una profecía de la historia-, no cesa de perseguir a la Iglesia. La conclusión de la lucha será positiva, porque Dios asiste a la Iglesia y vela por la historia de la humanidad. El gran Dragón engendra dos enormes Bestias. La primera Bestia indica el poder político que no sólo amenaza y hostiga hasta matar a los cristianos, sino que se hace adorar como absoluto. La segunda Bestia o "falso profeta" es toda forma de propaganda al servicio de ese poder absoluto e idolátrico.
Este bloque presenta a la Iglesia en una situación de confrontación radical con poderosas fuerzas perversas. Es la iglesia perseguida y oprimida (en el desierto, en la ciudad) hasta las más extrema humillación, pero que no cesa de dar testimonio de su fe.
CUARTO BLOQUE: En situaciones de muerte, Dios garantiza la vida (15,5 ‑19,8)
Se contempla la aniquilación del imperio satánico, el que ha creado por el mundo una red muy bien orquestada de opresión. Es el imperio o poder del mal, que tanto dolor ha infligido a la comunidad de los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad. En el libro del Ap este poder negativo asume dos presentaciones complementarias, pero grotescas: una femenina (la gran ramera) y otra en forma de ciudad (la célebre Babilonia, la ciudad pagana y autosuficiente, que en aquellos tiempos se encarnaba en Roma, la anti‑Iglesia). Ambas visiones son dos símbolos de la injusticia social, que desoye el grito de los más pobres, asesina vidas humanas y sólo trata de enriquecerse de manera insolidaria, alimentándose para la gran ruina.
El libro del Ap afirma resueltamente que estos poderes negativos que se creían invencibles, y que tanto han deshumanizado con sus crímenes la humanidad, son destruidos por el poder y el juicio de Dios: su misma maldad les lleva a la ruina.
QUINTO BLOQUE: Amén al proyecto de salvación de Dios (19,9 ‑ 22,21)
Se muestra el punto de llegada de la historia de la salvación, capaz de iluminar todo los bloques anteriores. La doble consecuencia es la derrota sin paliativos del mal y la exaltación suprema del bien, que se concentra en la apoteosis de la nueva Jerusalén.
Van cayendo paulatinamente todas las fuerzas histórico-sociales negativas: desaparecen los “reyes de la tierra”, los poderosos en quienes se encarnan estructuras opresivas; es derrocado el gran Dragón, la raíz de tanto mal en el mundo, y sus emanaciones maléficas: las dos Bestias. Y todo esto adviene por la presencia victoriosa de Cristo y de los suyos, los cristianos.
Desaparecida la muerte y su lúgubre cortejo, acontecerá una renovación total. La historia llegará entonces a su culmen, en plenitud de realización personal (esposa radiante) y social (ciudad transformada), tal como fue concebida desde el principio. En la ciudad de la nueva Jerusalén todos los hombres renovados conviven a la luz de Dios, dentro de un paraíso recreado desde la presencia fecunda de Dios y de Cristo. La historia de la humanidad es, por fin y ya para siempre, historia de salvación. El designio de la salvación universal se cumple. La historia humana, desde Dios, tiene razón de ser y llega a su cumbre felizmente.
1.5. La Apocalíptica
Conforme se creía entre los judíos de los últimos siglos antes de Cristo, los cielos se habían cerrado y el Espíritu no se había "apoderado" de nadie, desde la desaparición de los últimos profetas: Ageo, Zacarías y Malaquías. La profecía había cesado y, desde entonces la historia anduvo ciega, sin dirección, rumbo a ninguna parte: nadie era capaz de conducirla ni de iluminarla con la Palabra. El pueblo se hallaba profundamente turbado, casi enfermo; no tenía conciencia de su elección. El autor del primer libro de los Macabeos describe así la situación: "Se produjo, entonces, en Israel un opresión como jamás se había producido otra semejante, desde el día en que no hubo ya profetas" (1M 9,27).
La apocalíptica judía surge en el período postexílico, cuando la gran profecía desaparece. Las causas determinantes son múltiples. Se unen los dos estamentos, político y religioso, en la misma persona: el rey es simultáneamente el sumo sacerdote. Falta entonces esa antítesis dialéctica entre rey y profeta, que se encuentran en todas las figuras de los grandes profetas desde Elías a Jeremías. El templo, ya reconstruido, no necesita aquella purificación que había sido bandera de tantos oráculos proféticos.
Se debe atender, en especial, a los factores históricos (enunciados ahora con suma brevedad). En los momentos moralmente bajos del pueblo, cuando siente con pesadumbre perder su vocación de ser nación elegida, surge la apocalíptica. Esta nace, pues, en los siglos III-II a.C., en un contexto de oposición judía al intento de helenización-paganización que están llevando a cabo los Seléucidas con la colaboración de los sumos sacerdotes Jasón y Menelao. Ya desde hace varios siglos, Israel es testigo de la aparición y desaparición de grandes imperios, que lo someten e incluso persiguen su fe. Para iluminar esta situación, se releen los textos proféticos sobre el señorío de Yahveh en la historia, sobre el juicio, el Día de Yahveh y el Reino de Dios.
El resultado de esta relectura es la apocalíptica: una nueva visión de la historia, cuya meta es un futuro glorioso, en donde se invierte la situación actual. Israel se autocomprende como destinatario del reino de Dios, que sucederá a estos imperios, todos ellos dispuestos por Dios y destinados a desaparecer. Ya está llegando la etapa final de la historia en que van a ser derrocados los imperios hostiles y va a irrumpir el Reino de Dios. El comienzo de la historia es la promesa de Dios y su final el Reino pleno de Dios en el más allá.
1.5.1. Género literario apocaliptico
Este género literario revive personajes, hechos, estructuras religiosas, que están en el AT, y que ahora se adaptan a la situación actual. Asimila el patrimonio del AT y realiza una aplicación histórica. Estos son los procedimientos del género literario apocalíptico (no hacemos sino concentrar las aportaciones de las obras más importantes consagradas al tema):
- En los escritos apocalípticos predomina la espera ansiosa, "espasmódica", del fin de este mundo, un cambio repentino y total de las relaciones humanas. Se tiene conciencia febril de que "esto se termina"; el tiempo se acaba.
- El fin se presenta como una catástrofe cósmica. Se podrían presentar abundantes citas. Estas descripciones han determinado el concepto común de la apocalíptica y han contribuido a considerarla como sinónimo de pesimismo.
- El tiempo universal se divide en períodos, cuyo contenido se encuentra predeterminado desde la creación. El desarrollo no sólo de este mundo, sino de todo el cosmos, está previsto por Dios. En este sentido hay un determinismo histórico.
- Existencia de un mundo de arriba y un mundo de abajo; en el mundo celeste está todo escrito, “atado y bien atado”. Sólo el vidente tiene acceso a este mundo. En el mundo de arriba hay ángeles, en el de abajo demonios. Este mundo de abajo es malo, no tiene remedio.
- Después de la catástrofe universal tendrá lugar la salvación con caracteres paradisíacos. Se salvará el resto de Israel que sobreviva.
- El trono de Dios destruirá los reinos de la tierra. El paso de un estado de perdición al de salvación definitiva es visto como un decreto que surge del trono de Dios, símbolo de su poder. Acabará el tiempo y se abolirá la distinción entre historia celeste e historia humana. La entronización de Dios hará visible su reino en la tierra y aniquilará para siempre todos los reinos terrenos. Todo esto supone una concepción dualista de la historia: una historia con dos épocas distintas
- Existe un intermediario con funciones reales, que será el garante y ejecutor de la salvación final. Puede ser alguien de naturaleza humana, como concebía el judaísmo al Mesías, o un ser de naturaleza angélica.
- La gloria será el estado final del hombre. Habrá una fusión plena entre la esfera terrestre y la celeste. Serán ya inservibles las estructuras sociales y políticas de la historia.
- Pseudoepigrafía. Un personaje del pasado recibe la visión y tiene orden de escribirla y de esconderla hasta el tiempo final, en que será encontrada. Esto permite presentar como profecía del futuro los hechos conocidos del pasado.
E.Käsemann ha creado una célebre expresión, para subrayar la importancia de la literatura apocalíptica en la teología: "La apocalíptica judía es la madre de la teología cristiana".
La gran aportación de la apocalíptica es que muestra un tipo de revelación distinta a la palabra: la que se va gestando en los acontecimientos de la historia. Y ésta constituye sin duda su mejor contribución. La historia es mirada tal como Dios la ve; es el lugar propio y propicio de la manifestación de Dios: una historia atravesada por la presencia de Dios, que la empuja decisivamente hasta un desenlace feliz.
1.5.2. El Apocalipsis, un libro profético-apocalíptico
Aunque el Ap posea ropaje apocalíptico y contenga algunas de esas notas características arriba señaladas, su esencia más profunda no pertenece al género apocalíptico judío, sino profético.
La doctrina apocalíptica está caracterizada por un pesimismo soteriológico y es dualista. El Ap de Juan se escapa de este determinismo fatal. Ve ya en los hechos de nuestra historia la presencia eficaz de Cristo, que cambia desde dentro la situación de nuestro mundo. El Ap no aguarda el final de la historia con los hombros caídos (inacción), o los brazos cruzados (esperando todo de Dios); sino que se compromete en una fidelidad personal a transformar esta tierra según el modelo del cielo nuevo y la nueva tierra que se le prometen.
El Ap no es el calendario sombrío de los últimos acontecimientos y catástrofes del mundo, según pensaba la apocalíptica judía y piensa aún la mentalidad de algunos sectores y gentes de nuestro pueblo. Está jalonado por siete (siete o la plenitud) bienaventuranzas que lo califican como el libro del consuelo cristiano en medio de las tribulaciones definitivas. El Ap se muestra como una apremiente llamada a la dicha completa (pueden leerse estos siete macarismos: 1,3; 14,13; 16,15; 19,9; 20,6; 22,7.14).
Los libros apocalípticos guardaban celosamente su secreto desde los más remotos tiempos hasta el final de los días. El Ap es, en cambio, un libro abierto por el Cordero, y representa ya para la Iglesia la gran profecía, a saber, el designio providente de Dios sobre este mundo. De manera cabal y explicita, el libro se autodenomina por siete veces -de nuevo, cifra de totalidad- con la expresión “las palabras de esta profecía” (1,3; 11,6; 19,10; 22,7.10.18), concentradas especialmente en el prólogo y epílogo, y es calificado con la categoría bíblica de una verdadera profecía, es decir, con las notas específicas de revelación, predicción y exhortación.
El Ap constituye la última gran profecía que interpreta, a la luz de Dios, la historia desde una clave de salvación. El vidente del Ap es el profeta de la nueva y plena revelación del cristianismo. La profecía del AT ha encontrado en el Ap su cumplimiento
Pero estos elementos (apocalíptica-profecía) no son de todo excluyentes; el Ap pertenece a este género, aunque no cabe reducirlo a él solo. Su originalidad le hace acreedor a ambas categorías. Quiere decirse que a las obras apocalípticas judías habrá que acudir para resolver muchos enigmas.
1.6. El Apocalipsis y el Antiguo Testamento
Ap es el libro del NT que remite con más frecuencia al AT: está completamente saturado de sus citas textuales y contextuales. De sus 404 versos, 278 aluden con referencias explícitas al AT, sin contar sus múltiples remembranzas y evocaciones veterotestamentarias. El Ap está literalmente inmerso en el AT; cualquier lector que observa con detención sus páginas no puede escaparse a la impresión de que el autor del Ap se sabía de memoria el AT.
Sorprende la presencia masiva de paralelismos y coincidencias. También se han estudiado las influencias teológicas o de estilo de algún libro en particular. Los autores, tras la valoración comparativa de los ejemplos aducidos, indican que la versión del AT, que parece utilizar el autor del Ap, es más bien el texto hebreo (TM) y no la traducción griega (LXX).
Últimamente -como lo evidencia una síntesis bibliográfica de las más recientes producciones apocalípticas- la relación entre AT y Ap se hace más selectiva; se aglutina en torno a la influencia del profeta Daniel.
Los comentaristas han subrayado, además, su peculiar empleo del AT. Se ha dicho que ningún escrito utiliza tanto el AT, pero es el que lo "cita menos"; pues no se limita a copiar o reproducir pasajes, sino a parafrasearlos y recrearlos con su peculiar estilo.
Así, pues, el Ap se presenta como una relectura cristiana de todo el AT, tan sabiamente asimilada, que manifiesta una profunda semejanza respecto a sus expresiones y visiones. En Ap resuenan nítidamente, con voz cristiana, sus grandes temas teológicos.
El Ap es una profecía de la historia, significa una esperanza viva para la Iglesia de todos los tiempos. Con el fin de confortar el ánimo de los cristianos perseguidos, acude a las categorías bíblicas de la providencia de Dios, visibilizadas en las promesas y narraciones del AT, hechas cumplimiento, de una vez por todas, con la presencia de Cristo, quien las lleva a término, realizándolas mediante el misterio de su muerte y resurrección.
1.7. El Apocalipsis y la liturgia
El libro del Ap empieza por un diálogo litúrgico entre un lector y la comunidad (1,4-8) y acaba con otro diálogo igualmente litúrgico entre diversos personajes: Juan, el ángel, Jesús y la asamblea (22,6-21). Ambos, prólogo y epílogo del libro, como si de una verdadera inclusión semítica se tratara, lo califican como un libro esencialmente litúrgico.
Ya es acuerdo unánimemente aceptado la importancia de la liturgia en el Ap, no sólo como marco ambiental, sino como realización eclesial. La Iglesia descubre su misterio durante la celebración de la liturgia, entra en comunión con la asamblea celeste, alcanza su meta escatológica.
El contenido del libro, que Juan va a escribir, “escribe en un libro lo que ves y envíalo a las siete Iglesias de Asia” (1,11), tiene una característica singularmente litúrgica, pues “en el día del Señor” (1,10), sucedió la teofanía de Cristo a Juan en la isla de Patmos. El día del Señor es expresión típica, acuñada por el Ap y llena con su influencia litúrgica todo el libro. El día del Señor, a saber, el domingo (es la primera vez que un escrito cristiano designa así al día cristiano por excelencia), actualiza el misterio de la muerte y resurrección del Señor Jesús mediante la celebración eclesial de la eucaristía.
El Señor, que se revela a Juan, el vidente, es Sumo Sacerdote, revestido con una indumentaria típicamente sacerdotal, que oficia la función litúrgica de la Iglesia (1,13). Esta Iglesia está contemplada en la imagen de siete candelabros de oro (de oro o encendidos); quiere decirse que es una Iglesia que celebra vivamente su liturgia presidida por quien camina en medio de ella: Cristo.
Dios, el Sentado en el Trono (4,8-11), y el Cordero (5,8-10.12), ambos conjuntamente (5,13-14) serán aclamados en un ámbito privilegiado, dentro del marco celebrativo de la liturgia. El Espíritu aparece en la imagen cultual de siete lámparas de fuego, que arden perpetuamente frente al trono de Dios (4,5). Las plegarias de la Iglesia terrestre son elevadas hasta el trono de Dios y son acogidas, como incienso agradable en su presencia, entre las nubes del perfume de las copas de oro, que son las oraciones de los cristianos (5,8). El Señor en la imagen simbólica del Cordero aparecerá reconocido y aclamado dentro de la asamblea de la Iglesia; el Cordero se muestra como un título cristológico, perfectamente litúrgico (5,9-10.13; 12,11; 19,7).
El libro se desarrolla a través de grandes doxologías, sin cuya presencia el Ap sería del todo incomprensible. Estas aclamaciones, a modo de los grandes coros en las obras musicales de Bach, reconocen el señorío y la providencia divina, comentan el desarrollo de la historia de la salvación y la hacen progresar positivamente; tal es el efecto de las oraciones de los santos (6,9-11; 8,1-6).
La liturgia de Ap sirve de lazo profundo de unión entre el cielo con la tierra. Todo cuanto hace de positivo la comunidad eclesial (especialmente su testimonio activo y la paciencia en la persecución) encuentra un fiel eco en el templo del cielo (11,15-18; 12,10-12; 15,3-4; 16,5-7; 19,1-7). La liturgia es, pues, fuente de comunión entre la trascendencia del cielo, la Iglesia celeste, que no contempla despreocupada la suerte de sus hermanos, y el testimonio de la iglesia que lucha en la tierra dando heroico testimonio de su fe en Cristo.
En el libro del Ap se encuentran frecuentes alusiones simbólicas a la vida sacramental de la Iglesia, en especial a los dos grandes sacramentos: el bautismo ("agua de la vida", "vestiduras blancas") y la eucaristía (Cristo dará al vencedor "comer del árbol de la vida"; le dará el "maná escondido y una piedra blanca", le invitará a una cena de alianza, de mutua reciprocidad). La celebración del culto anticipa mistéricamente el fin de la historia, el juicio del Reino. La comunidad cristiana, la que sufre persecución a causa de su nombre, se reúne en la liturgia, celebra su fe en Cristo, vivo y ya presente en la historia, al que espera con ansia en su venida definitiva en gloria. Por eso lo invoca con el gran grito litúrgico (se encuentran vestigios litúrgicos de la misma aclamación en 1 Cor 16,22 y el libro de la Didaché 10): Maranatha, “Ven, Señor” (Ap, 22,20). De esta manera litúrgica se cierra el libro del Ap; o mejor, no acaba, sino que se abre gozoso a la esperanza de la pronta venida de su Señor.
2. SITUACIÓN Y ORIGEN HISTÓRICO
2.1. Contexto histórico
Ap es un libro que refleja con fidelidad los avatares del tiempo, particularmente la acometida del imperio romano contra la Iglesia naciente, en variadas formas de persecución o relegación. Los libros apocalípticos, bajo cuya influencia se escribe el Apocalipsis, surgen desde la concreción histórica, como una forma de protesta contra los males de tipo religioso-político que afligen al pueblo de Dios, y sirven de profundo consuelo a la comunidad oprimida.
2.1.1. Historia y apocalíptica
Esquemáticamente, podemos distinguir tres períodos en donde coincide la persecución religiosa y el surgir de obras apocalípticas.
El primero acontece durante el violento intento de helenización de Palestina, llevada a cabo por Antíoco Epifanes (137 a.C.). Este se creía la "manifestación" (epiphanein; de ahí el nombre de "Epifanes") visible del mismo Dios en la tierra. Su pretensión era acabar con la Alianza, obligó a los judíos fieles a prácticas paganas que atentaban contra su fe y sus costumbres. Como protesta y rebelión popular surge el movimiento de los Macabeos y unos libros apocalípticos, de Daniel (este libro y los libros de los Macabeos describen justamente aquellos mismos hechos luctuosos, pero cada uno según su género literario característico: apocalíptico y narrativo). Se escriben el libro de los Jubileos, el Testamento de Moisés y 1 Henoc 83-90.
El segundo período sucede a causa de la conquista de la tierra santa y profanación del templo de Jerusalén por parte de Pompeyo (60 a.C.). Una tremenda aflicción cayó sobre el pueblo al ver que había sido mancillada la santidad de la nación y del santuario por las sandalias pecadoras de los gentiles. Se redactan entonces los salmos de Salomón, 1 Henoc 37-71 y se revisa el testamento de Moisés.
El tercero ocurre como consecuencias de la gran guerra judía y la definitiva ruina de la nación y del templo: queda proscrito el sanedrín, invalidado el sacerdocio, la población diezmada, hecha esclava... Surgen los libros de 2 y 3 Baruc, 4 Esdras y el apocalipsis de Abrahán.
Así, desde la panorámica de estos hechos, puede verse que la apocalíptica marcha paralela con la historia. Unos hombres piadosos (hasidim), sintiéndose herederos de los profetas, prolongan su acción consoladora: ponen en los labios de egregios antepasados palabras de aliento para levantar al pueblo decaído.
Estos libros hablan de la intervención de Dios en la historia mediante una revelación simbólica para consolar al pueblo atribulado.
2.1.2. Historia y Apocalipsis cristiano
El cuarto período acontece con el Ap cristiano, que merece un tratamiento más pormenorizado. El problema histórico de la persecución de la Iglesia por parte del imperio de Roma, que con tanta crudeza refleja el Ap, ha sido objeto de estudios minuciosos y bien documentados. Se recogen críticamente -sin dar pábulo a fáciles extrapolaciones o exageraciones indebidas- las conclusiones más fidedignas, que se refieren a ese conflicto inevitable entre la Iglesia y el imperio.
- Asia Menor, en donde se ubican las siete iglesias de Ap, ha sido en el primer siglo de nuestra era un terreno propicio, sobre el que se ha extendido espontáneamente el culto al emperador, manifiesto en multitud de templos.
- Este culto al emperador supone fundamentalmente toda una concepción -no alude sólo a unas concretas ceremonias-, que afecta a las relaciones socio-políticas entre el estado y los individuos; de aquí su trascendencia y gravedad.
- Para los hombres de este tiempo, el orden del mundo descansa en la protección que los dioses otorgan; éstos son los continuos garantes de la paz y de la vida. El emperador de Roma representa visiblemente esta autoridad sobrenatural, es el cimiento del universo. Su persona está considerada como un dios viviente y se le tributa un culto verdadero.
- El Ap ha visto en los signos de aquellos tiempos, aunque no se ejercitara de hecho una persecución sistemática y regular -sí se tomaban medidas aisladas, represalias contra individuos particulares- la antítesis de dos mundos irreconciliables. Su crítica es, por tanto, más dura y perdurable; no escribe movido por la impresión momentánea de unas puntuales escaramuzas, sino que discierne profundamente toda una concepción del mundo, de la sociedad, totalmente contraria y hostil a la fe cristiana.
- El Ap da testimonio de este enfrentamiento a muerte entre la iglesia cristiana y el imperio romano, la lucha perpetua entre dos ciudades (la nueva Jerusalén y Babilonia). Por eso, escribe con acentos radicales. Tal vez, nunca como entonces recobraba actualidad la frase de Jesús de “no poder servir a dos señores” (Lc 16,13). O se adora a Cristo, el Cordero degollado, o se es irremediablemente esclavo de la Bestia. O se sigue a Cristo, dispuesto a sufrir como él la exclusión de la ciudad secular, rechazar su sistema de vida y aceptar la persecución; o se es esclavo de la Bestia, ingresando en el entramado de un consumo desenfrenado y en la red de una inhumana insolidaridad.
- El Ap ha previsto proféticamente la dramática situación que se presentaba. Este libro iluminador, de denuncia y de consuelo, debía escribirse. La providencia de Dios y de Cristo lo quisieron. Cristo glorioso se le aparece a Juan, y le manda: "Escribe lo que estás viendo: lo que es y lo que va a ser después de estas cosas" (Ap 1,19). Era del todo punto necesario sostener la lealtad y el coraje de los cristianos, perseguidos y despreciados a causa de su nombre, en la lucha dramática de su fe.
En esto consiste el libro del Ap: la comunidad cristiana, purificada por la palabra de Cristo, sabiamente discernida por el Espíritu, se enfrenta, a fin de mantener vivo el testimonio de Jesús, ante un mundo opresor y sigue la misma suerte que su Señor, la persecución y el rechazo hasta la muerte. Pero del Ap y de las visiones y revelaciones que Cristo le concede, la Iglesia obtiene la fuerza necesaria para no sucumbir ciegamente ante la amenaza y el embrujo del imperio; saca el entusiasmo para salir vencedora como Cristo, el Cordero degollado, ha vencido.
El Ap es el libro del testimonio cristiano, de los mártires cristianos, los que no han adorado a la Bestia ni a su imagen y han sido excluidos, perseguidos y matados. Este libro comporta una denuncia contra la idolatría del imperio, que pretende erigirse como dios y exige la adoración a sus adeptos. Muchas de sus difíciles expresiones son inteligibles desde este trasfondo histórico. Sus doxologías de confesión creyente en Cristo, el solo “Rey de reyes y Señor de señores” (19,16), aparecen como una repulsa pública de adoración al emperador. Se han descubierto en sus frecuentes aclamaciones litúrgicas a Cristo (cf. 6,8; 12,10; 13,10; 15,4) una réplica cristiana frente a los himnos paganos que tributaban una gloria al emperador, concretamente, a Domiciano, quien se creía un dios y exigía un culto divino.
2.2. Relación con el corpus joánico
Ambos escritos, el cuarto evangelio y Ap, poseen unas notables semejanzas. Veamos las más importantes. También el evangelio, como la configuración esencial del Ap, recuerda el esquema de dos mundos o dos planos de la revelación: "arriba" (anothen) y "abajo" (kato), el cielo y la tierra. La revelación de arriba o emitida desde la transcendencia, debe ser comprendida por la Iglesia que se sitúa en el horizonte de la historia (Jn 1,51; 16,25; en Ap es esquema constante: 4-5; 10,1; 12,1-3; 14,1; 15,1; 16,1; 18,1-2;19,1-10; 21-22,5).
Sorprende el profundo parecido en el dualismo "Luz-tinieblas" (Jn 1,5; 3,19; 8,12; 12,35.46; compárese con Ap 1,12.16.20; 19,12) y "Verdad-mentira" (Jn 8,44; 14,17; 15,26; 16,13; en relación con Ap 3,7.14; 6,10; 19,11).
Análoga es la visión de la cristología. Unión de Jesús con el Padre (Jn 10.30.38; 14,9-11; 17,1-5; Ap 5,6; 14,1). Idénticos títulos para Jesús: "Palabra" (Jn 1,.1.14; 1 Jn 1,1; Ap 19,13); "Cordero" (Jn 1,19.36; 19,36; Ap 5,6; 6,16; 7,17...): "Pastor" (Jn 10,1-16; Ap 7,17); "Vencedor" (Jn 16,33; Ap 5,5; 17,14; 19,11-16).
Y afín resulta también la óptica de la eclesiología. La noción del verdadero Israel (Jn 4,22; Ap 12,5.17); y de la esposa (Jn 3,29; Ap 12; 19,7; 21,2; 22,17).
Toda esta red de semejanzas induce a la siguiente conclusión. Se trata de dos libros que poseen dos géneros literarios diversos: uno es un evangelio, el otro un apocalipsis; pero mantienen una estructura de pensamiento fundamental, que los une en la concordia de una paternidad común. Ap no es una obra desgajada de la escuela joánica. Ambos escritos se escriben y se inscriben dentro de la influencia de la escuela joánica; por eso se alían en el mismo esquema inspirativo y se expresan de manera muy parecida.
2.3. Autor, fecha y lugar
Por cuanto se ha dicho, podemos barruntar que el autor debe ser una persona genial que ha logrado escribir una obra única y misteriosa. Su libro ha estado al servicio de esta verdad teológica: la intervención decisiva de Cristo dentro de la historia de la humanidad. ¿Podemos poner un nombre propio a esta persona?
El problema de la autoría es antiguo y muy debatido, incluso hoy no presenta soluciones definitivas. Ofrecemos una sucinta reseña. Algunos comentaristas creen que el autor es Juan, el apóstol, quien escribió el cuarto evangelio. Otros creen que no se trata de Juan, sino de un autor anónimo, pero de la escuela joánica. En el siglo segundo, el Ap es atribuido de manera concorde a Juan, el apóstol: así Justino (+ 150), Ireneo (+202), Clemente de Alejandría (+211/215), Tertuliano (+222/223). En el siglo tercero surgen voces disidentes, aparece la tendencia a considerar que el Ap se distingue del cuarto evangelio, así lo hace Dionisio de Alejandría. No se consolida una tradición histórica que fundamente una asignación sólida al apóstol Juan. Tanto más cuanto que la atribución a Juan, el apóstol, era un recurso para defender la canonicidad del Ap contra los intentos heréticos de considerarlo libro no revelado. De hecho el Ap tardó bastante tiempo en ser admitido en el canon de la Iglesia.
Podemos apuntar una solución, que hoy es la más invocada en el campo de la exégesis universal. Aunque existen, como hemos visto, semejanza de vocabulario y de grandes temas teológicos, el estilo literario del Ap es totalmente diverso del cuarto evangelio, y señala a un autor distinto. Pareciera esto una contradicción cuando el mismo libro en varias ocasiones (1,1.4), y más explícitamente en 1,9 afirma: "Yo, Juan, vuestro hermano y compañero...". Sin embargo, no debe extrañarnos que el verdadero autor del libro se ampare en el prestigio reconocido del apóstol Juan. Este fenómeno se llama "pseudonimia". Es recurso muy frecuente en los libros apocalípticos (2 Henoc; 2 Baruc, 4 Esdras, Apocalipsis de Pedro: ninguno de estos personajes célebres es, en efecto, el autor real). El autor del libro del Ap se refiere a un personaje célebre del pasado con el cual siente una especial afinidad y pone la revelación en su boca. El autor, pues, del Ap es distinto de Juan, el apóstol. Es un discípulo, que se pone a escribir con admiración bajo la guía e inspiración de su maestro y está en comunión con la escuela e Iglesia joánica.
La fecha de composición del Ap se sitúa hacia el final del primer siglo. El testimonio de Ireneo “hacia el final de Domiciano” (Adv. haer. V, 30) así parece confirmarlo. No es posible dar una mayor precisión. Se admite, pues, que fue escrito en torno al año 95 y en Patmos, una pequeña y desértica isla (aun hoy día) del mar Egeo, que servía de cárcel natural, en donde el autor del Ap estaba relegado. Sobre el lugar de composición del Ap no han existido vacilaciones.
3. ALGUNAS CLAVES HERMENÉUTICAS
3.1. El Apocalipsis y el símbolo. Itinerario para descifrar los símbolos
Hay que insistir diciendo en que el símbolo no es un lujo, o un capricho, o un adorno, sino una necesidad expresiva de nuestro libro. Sólo el símbolo posee capacidad de universalización. Lo que Ap dice, merced a su lenguaje simbólico, no es sólo apto para una época determinada o un espacio concreto, sino para siempre y en cualquier latitud. También el símbolo es evocación, tiene el poder de envolver al lector en una atmósfera única y sobrecogedora, que le despierta iluminadoramente y le acerca a una dimensión nueva, sin estrenar todavía, en donde es posible la contemplación del misterio de Dios y de su designio que atraviesa por momentos de incomprensión. Ofrecemos un itinerario interpretativo, que posee tres fases importantes y que van concatenadas.
En primer lugar, el lector del Ap debe dejarse provocar por el haz de sugerencias de todo tipo que encierra el símbolo. Hay que dejarse conmocionar e impresionar por la fuerza innata del símbolo del Ap. No vale la sola actitud conceptual, que lo desnaturaliza y lo convierte en puro artificio retórico. Como si fuese el lector armado con un código de equivalencias, argumentando de antemano y de esta manera: "esto significa esta cosa; aquello significa otra cosa"; ¡ya está todo resuelto!. No vale el "truco" fácil, las recetas que convierten en seguida el símbolo en un dato intelectual. No es el Ap un tratado de dogmas, una ficción literaria, sino un libro misterioso que dice su mensaje teológico con el lenguaje abierto de los símbolos. Este es su género literario, y a él consecuentemente debe el lector atenerse.
En segundo lugar, hay que ir descifrando. Es preciso extraer su mensaje teológico, pues no es el símbolo del Ap el resultado febril de la imaginación del autor o un bello producto poético; está cargado de riqueza bíblica, bien aquilatada y ponderada, y padece un decisivo influjo, que se retrotrae principalmente al AT, la literatura apocalíptica y la propia inspiración del autor. El estudio se convierte entonces en tarea reflexiva, atenta, pormenorizada -que nada debe dejar al azar-, y que sabe utilizar los mejores recursos disponibles de la sabiduría y de la ciencia bíblica. Aquí entran por igual, tratando de guardar el fiel del equilibrio, el rigor del análisis y la capacidad de evocación. Ambos elementos son necesarios y se completan mutuamente.
Por fin, y en tercer lugar, desde la vida de la comunidad que lee el Ap (1,3) -historia de persecución, de sufrimiento, de fidelidad, o de cansancio en la fe...- se debe encontrar la respuesta a las inacabables sugerencias que plantea el libro. Vida de la comunidad y lectura del Ap van siempre de la mano, en relación dialéctica y creciente, y forman el círculo hermenéutico de su comprensión. Hay, pues, que intentar entender el contenido del símbolo desde la situación concreta que el lector está viviendo y padeciendo: historia personal, de la comunidad cristiana, de la Iglesia y de toda la humanidad. Es preciso contrastar el símbolo con la historia, con la vida, con la propia vocación, con los proyectos y empresas comunitarias, apostólicas. De lo contrario se convierte el Ap en un puro juego de arabescos, en una ficción desencarnada, sin ese poder que guarda para iluminar, transformar y orientar nuestra vida cristiana y claretiana, la que estamos viviendo en el presente.
3.2. Llamadas de atención para una lectura cristiana
3.2.1. El Apocalipsis, memoria viva de nuestro mártires
El Ap quiere mantener vivo el recuerdo de nuestros mártires. Se trata de nuestros hermanos que fueron martirizados, como el libro detalladamente anota (2,13; 6,9-11; 7,9-17; 11,7-10; 13,15; 16,5-6; 17,6; 18,24; 20,4). Fueron martirizados igual que el Cordero degollado; ellos vencieron gracias a la sangre del Cordero (12,11). El Ap suscita una tremenda actualidad en algunas contextos de nuestro mundo, especialmente en América latina y África, sensibles a este difícil testimonio de la fe cristiana. Hacer memoria viva de nuestros mártires, constituye uno de los más hondos significados del Ap. Si olvidamos a nuestros mártires, estamos condenados a olvidar nuestros orígenes y raíces y a crecer sin tradición y sin savia vivificadora, a cortar las amarras. Y el primer mártir fue Cristo: el Ap es el único libro del NT que lo llama “el Mártir, Testigo” (Ap 1,5; 3,14), en estado absoluto; y tras de él y con él, multitud de mártires, quienes guardan los mandatos de Dios y el testimonio de Jesús (Ap 12,17b).
Hay que leer el Ap en comunión con la Iglesia mártir de nuestros hermanos. Su lectura no puede convertirse en un pasatiempo o en mero juego críptico. Es una lectura transformante, que ayuda a desenmascarar los falsos valores que se nos ofrecen y a no caer en sus trampas y estratagemas.
3.2.2. El Apocalipsis, el libro de la comunidad, “sapiencial” y litúrgico
Ap es un libro "sapiencial". Está lleno de llamadas a la reflexión; no es un libro para leer con rapidez, ni devorar ávidamente, sino con pausas, con silencios atentos y reflexivos. Su lectura lleva a la meditación. El autor del Ap está pidiendo al lector cristiano un esfuerzo de concentración para saber leer con inteligencia, por debajo de una serie de elementos toscos pero evocativos, la realidad profunda que representan para la comunidad, el misterio de Dios y el misterio del mal, la fuerza de la fe y el peligro de la infidelidad... El mismo autor invita a hacer silencios interpretativos (léase en este contexto estas llamadas: 13,9.18; 17,9). Tan es así que ha podido escribirse por parte de uno de los mejores comentaristas, que la reflexión sapiencial es la actitud adecuada para entender el Ap (U.Vanni). Sin estos silencios y pausas atentas, de discernimiento personal y comunitario, el libro no ofrecerá sus riquezas.
Hay que indicar también que Ap es el libro de la comunidad cristiana. Se subraya que es, ante todo, un grupo cristiano el protagonista de este libro, a saber, quien lo lee e interpreta. Ya lo indica el prólogo: "Dichosos los que escuchan las palabras de profecía de este libro" (1,3). Como todo libro bíblico, pero éste si cabe, aún más, reclama con urgencia una dimensión comunitaria. De ahí la oportunidad para leerlo y meditarlo en comunidad, en nuestros encuentros de “Palabra-Misión”. Y es la comunidad, con sus miembros vivos que la componen, distintos y complementarios, quienes, en diálogo y concordia, pueden desentrañar los diversos símbolos y extraer tantas sugerencias que contiene.
Además, este libro de la comunidad, que es el Ap, encuentra su ámbito privilegiado en la liturgia. Es un libro para vivirlo en la oración comunitaria, y especialmente en la celebración eucarística, acontecimiento que actualiza el sacrificio y la victoria del Cordero, y en donde la comunidad se pone en unión con toda la Iglesia terrestre y celeste, con la asamblea de nuestros hermanos testigos de Cristo, vivos y difuntos. Es un libro de la liturgia; en el rezo comunitario y en la celebración eucarística encuentra su lugar idóneo y su coronación.
3.2.3. El Ap, un libro-compromiso. Peligros de alienación escapista
Ap es una obra subversiva para los poderes políticos de todo imperio (el romano, y a continuación, todo imperio opresor), que persigue y masacra al pueblo empobrecido por no secundar los valores (o antivalores) que engañosamente le presenta.
Ap no es un libro evasivo, apto para soñar y desentenderse, sino para acrecentar el compromiso de nuestra fe, que debe ser lúcida, libre de esclavitudes y operante en el servicio del amor. Nadie es insensible al embrujo del imperio y a la red de sus satélites. El proyecto del "imperio" o de la ciudad totalmente secularizada, que crea exclusión y servidumbre...se presenta de modo sugerente y la fuerza de su propaganda se extiende a todos los ámbitos de nuestra humanidad. No es fácil en estas circunstancias mantenerse fiel a Jesús y a su proyecto, seguir su ejemplo de denuncia, entrega al Padre y servicio incondicional hasta dar la propia vida. Dos proyectos se enfrentan. ¿A cuál de los dos, se alistan de hecho los cristianos?
¡Qué hiriente paradoja constituye el constatar que el Ap, todo un libro de liberación, un escrito de resistencia para no ceder ni doblegarse frente al chantaje y los reclamos del imperio seductor, se convierta, por mor de una bien dirigida propaganda, en un libro enajenante! Se le da una interpretación milenarista, literalista, como hacen los adventistas, los mormones y los testigos de Yehová. Existe toda una campaña, muy bien orquestada y manipulada por las sectas, y que es financiada, ahora como entonces, por los imperios del norte y del sur a fin de mantener el poder injusto y encandilar al pueblo con teorías milenaristas (como si el mundo se fuera a terminar ahora, en el próximo tercer milenio). Así pretenden una lectura escapista para los más pobres, y se empeñan en desacreditar a los cristianos comprometidos. Estas sectas manipulan el Ap. Todos conocemos ejemplos concretos de lo que decimos.
En algunos contextos, existen grupos religiosos que transmiten un mensaje conservador extremista, y proyectan sobre el Ap sus propias ideas religiosas, dándoles así apariencia de misterio y de revelación. Otros grupos reaccionarios presentan un mensaje pesimista, pretendiendo "basarse" en la lectura fundamentalista, tomada al pie de la letra, del Ap. Estos fenómenos y otros similares, que se extienden por todas las latitudes de nuestro mundo, no son cristianos, sino paganos; constituyen una degradación del Ap. Se sirven del Ap para el beneficio de sus propios intereses inconfesables.
4. LINEAS TEOLÓGICAS
Se presenta ahora, con sobriedad, la dimensión más profunda de esta historia contada y los personajes más notables, que en ella intervienen: Cristo, Dios, el Espíritu, la Iglesia, y también la esperanza cristiana, que afirma la victoria de Cristo sobre el poderío del mal que será derrotado.
4.1. Cristo
A lo largo de la lectura del Ap se ha ido revelando el papel protagonista que asume Cristo. Su presencia privilegiada, por otra parte, se encuentra en continuidad con la cristología del NT. He aquí agrupados sus rasgos principales
Cordero
El Cordero constituye el símbolo más característico de la cristología del Ap por su frecuencia (5,6.8.12.13; 6,1.16; 7,9.10.14.17; 12,11; 13,8; 14,1.4 bis.10; 15,3; 17,14); 19,7.9; 21,9.14.22.23.27; 22,1.3) y originalidad. La formulación en singular, “El Cordero” (to arníon), es única en toda la Biblia. Igual que otros libros del NT se concentran sobre algunas facetas cristológicas: la Carta a los Hebreos sobre Cristo como Sumo Sacerdote; el cuarto evangelio sobre Cristo como figura de revelación..., el Ap se concentra en el símbolo del Cordero. Esta expresión peculiar de Ap se encuentra además saturada por un triple significado.
Primero: Alude a Cristo como figura del siervo de Yahveh que inmola su vida en ofrenda por la humanidad (cf. Is 53,6-7; Jr 11,19).
Segundo: Se refiere a Cristo, quien, como cordero pascual, derrama su sangre para liberar del pecado y hacer un pueblo consagrado a Dios (cf. Ex 12,12-13.27; 24,8; Jn 1,29; 19,36; 1 Cor 5,7; 1 Pe 1,18-19).
Tercero: Designa a Jesucristo, rey poderoso y dueño de la historia, quien conduce victoriosamente a su Iglesia (cf. la siguiente sarta de fragmentos apocalípticos: 1 Hen 89,42.46; 90,9.37, TestXII Jos 19,8; TestXII Ben 3,8: J Ex 1,15). Este último aspecto está muy subrayado en el Ap. Cristo es el vencedor: de hecho ya ha vencido, merced a su muerte redentora (5,5.9). Monta un caballo blanco para vencer en la historia (6,2). Combate contra la violencia (6,3-4), la injusticia social (6,5-6), y la muerte (6,7-8). Resulta vencedor de las fuerzas del mal (19,11-14.20). Ap presenta concentrado en este símbolo (cf. 5,6) el misterio total de Cristo: su muerte redentora, su egregia resurrección, su poderío mesiánico, la posesión perfecta y donación del Espíritu, y su divinidad.
El Ap íntegro es una larga glosa de este misterio de Cristo como Cordero. Declara con todo realismo la muerte redentora de Jesús, indica que fue muerto (1,18), confiesa que ha derramado su sangre para liberar de los pecados y hacer de los hombres un reino sacerdotal (1,5; 5,9; 7,14). Al mismo tiempo celebra su resurrección, lo proclama el primer nacido de los muertos (1,5). Sobre todo lo designa como el Viviente (1,18). Se encuentra permanentemente de pie, a saber, resucitado (cf. 3,20; 14,1; 15,2-3). Cristo es glorificado (cf. Mc 16,19; Lc 1,32; Ef 1,20; Heb 1,3; 8,1), a saber, “está sentado a la derecha de Dios” con la dinámica expresión de su entronización: aparece en medio del trono (5,5), en dirección del trono (7,17) y compartiendo el trono de Dios (22,2.3). También efunde el Espíritu a la humanidad (5,6).
Divinidad de Cristo
La comunidad perseguida del Ap confiesa a Cristo como su Dios. El libro aplica a Cristo idénticos atributos que el AT reservaba a Yahveh. Consigue con ello para Jesús glorificado la misma autoridad y divinidad, propia de Yahveh. Esta transferencia teológica se efectúa entre el Ap y el AT, y también dentro del mismo libro del Ap, cuyos elementos reseñamos: semejante descripción del Hijo de hombre y el "anciano de largos días" (Ap 1,14; Dn 7,9); idéntica expresión para calificar su voz (Ap 1,15; Ez 1,24; 43,2; Dn 10,6); exacta atribución de juez y de recompensa (Ap 2,23; Sal 7,9; Jr 17,10); igual declaración de amor (Ap 3,9; Is 43,4.9); la misma promesa de vida (Ap 21,6; Is 55,1). Cristo es confesado “Alfa y Omega” (22,13) al igual que Dios (Ap 1,8; 21,6). “Santo” se dice de Cristo (Ap 3,7) y de Dios (Ap 4,8; 6,10). La asamblea litúrgica del Ap lo confiesa como Dios en una aclamación teológica compartida con el Padre. Recibe los mismos elementos doxológicos que el “sentado en el Trono” (4,11= 5,9; 5,12=7,12). Desde el principio hasta el final del libro, la Iglesia del Ap reconoce ante el mundo el único señorío de Cristo y confiesa su divinidad.
Sumo Sacerdote
A través de imágenes luminosas, de candelabros de oro y de las diversas referencias sacerdotales que conlleva (1,12-13; 2,1), el Ap declara a Cristo como el Único y Sumo Sacerdote, que oficia toda función litúrgica dentro de la Iglesia.
Testigo
Cristo es el único testigo. Ya fue testigo de la Palabra de Dios en su vida terrestre, pero sobre todo es ahora "testigo fiel" y digno de crédito, como Señor glorioso (1,5; 3,4; 19,11.13). Mediante la palabra de Cristo, Dios sigue diciendo a la Iglesia su definitivo designio de salvación (2,1.8.12.18; 3,1.7.14). El mismo recomienda a su Iglesia la lectura del Ap (22,16.18.20). A fin de mantener vivo su testimonio en el mundo y promulgar su palabra de salvación (14,7), suscita a los cristianos, que son los "testigos de Jesús" (2,13; 17,6).
Hijo de hombre
Es designado con esta figura apocalíptica y se muestra como juez definitivo (1,7.13), viene para realizar la vendimia de la tierra (14,14) y su cosecha final (14,18-20). Dos notas distintivas subraya el Ap. 1ª: la actuación del Hijo de hombre se realiza principalmente en el ámbito de la Iglesia, él la juzga y la purifica con su palabra poderosa (interpelación continua en forma de siete cartas dirigidas a las siete Iglesias). 2ª: su venida no se reserva para el final, sino que acontece en el presente (2,5.16; 3,11.20; 16,15).
4.2. DIOS
Cristo ha acercado la imagen de Dios, tanto tiempo empañada y tan lejos de los hombres, la ha rescatado de olvidos inmemoriales y la ha devuelto, limpia, a la Iglesia, para que ésta se mire en el rostro del Padre. Sólo Cristo es el intérprete y hermeneuta de Dios. Éste se sienta en su trono de soberanía, de él emerge una mano en son de paz y en busca de una alianza, y en la mano hay un libro (5,1). Nadie es capaz de leerlo. Y el vidente (o la humanidad errática) cae en un profundo llanto, porque no descubre un sentido que oriente la vida. Pero Cristo lo toma, lo lee y desvela los designios divinos de la historia (5,5-12).
La presentación de Dios que nos refiere el Ap, a través de Jesús, ya no es la caricatura (tan lamentablemente divulgada todavía) de una majestad divina, inaccesible en su trono e insuflando ira. El Ap con el lenguaje de los símbolos, recupera la visión de Dios genuinamente cristiano.
Dios creador
Es el principio absoluto de la creación. Por su voluntad lo que no existía ha sido creado (4,11). Mantiene viva la creación (15,3; 19,6). Sigue creando y haciendo nuevas todas las cosas en un presente ininterrumpido (21,5). Consumará su creación en un génesis renovado (22,11-2). Es el inicio y el final de la creación (1,8).
Dios salvíficamente poderoso
Sólo Él se “sienta” en el trono (4,2.9; 5,1,7,13; 7,10.15; 19,4; 20,11; 21,5), en actitud de dominio absoluto, pero no se repliega solitariamente sobre sí mismo. Se muestra solícito y atento; frente a su trono arden siete lámparas de fuego, que son los siete espíritus (4,5); de su trono salen relámpagos, voces y truenos, señales teofánicas de su pronta intervención salvífica (4,5). Es el Dios hacedor del bien y de la vida; en medio del trono y en torno al trono están presentes los vivientes (4,6-7). Es el Viviente por los siglos (10,6). Es asimismo el destructor del mal. Ante su trono la turbulencia del mar (símbolo bíblico de la hostilidad) reposa ya domesticada como un lebrel y transparente como el cristal (4,5-6). Arroja lejos de su trono al gran Dragón, instigador de todos los males y origen de la primera y segunda Bestias (20,10).
Dios de belleza (santidad) incomparable
Su trono resplandece con las gemas más preciosas del mundo (4,3). Dios lleno de paz y que irradia paz: el arco iris rodea su trono, como signo perpetuamente luminoso de su benevolencia (cf. Gn 9,13-15). Nimbado por el color verdeante de la esmeralda (4,3). Se viste de luz tan deslumbrante que hace palidecer el sol y la luna (21,23). Es resueltamente “Dios de Dios”, “Luz de Luz”. Esta belleza se muestra en el resplandor de su providencia, pues ha establecido un designio de salvación en favor de los hombres y así lo reconoce ya una parte de la humanidad rescatada (4,11; 5,13; 7,10.12; 11,17-19;12,10; 15,3-4; 16,5-7; 19,5-7). Es Dios de santidad. De esa manera es celebrado por los vivientes (4,8) y en frecuentes doxologías por la asamblea eclesial (12,10): es el solo santo (15,4), sus juicios son verdaderos y justos (15,3; 16,7;19,2).
El Dios y Padre del Señor Jesús
Así Jesús lo ha revelado (1,6; 3,5) y nombrado señaladamente (3,12.21). Con esta designación, la imagen de Dios se sitúa en la verdadera perspectiva teológica del NT, en lo que constituye su revelación central (cf. Mc 15,34; Jn 20,17; Rom 15,6). El rostro nuevo de Dios es ser Padre. La aspiración de la humanidad consiste en ver el semblante de Dios, pues su nombre ha sido escrito en sus frentes (22,4), y aquélla, por mucho que se desvíe sus pasos, ya no puede salir de la meta de este horizonte divino.
4.3. EL ESPÍRITU
El Ap subraya el protagonismo profético del Espíritu en la vida de la Iglesia. Cristo lo efunde plenamente sobre ella, para que éste le ayude a interpretar sabiamente su palabra; la asista con su protección a fin de que la Iglesia proclame la Palabra con valentía ante el mundo. La presencia del Espíritu impregna todo el libro.
A nivel de la transcendencia el Espíritu es nombrado con una original formulación, propia del Ap, “los siete espíritus”. Designa la plenitud (simbólico número siete) del Espíritu, a saber, el completo poder de comunicación y de vivificación de Dios a los hombres. Están frente al trono de Dios (1,4), perpetuamente ardiendo como siete lámparas de fuego (4,5). Cristo tiene esta exuberancia del Espíritu (3,1), y porque lo posee personalmente, lo efunde sobre toda la tierra (5,6). Ya en la tierra, es designado en singular “El Espíritu”.
En todas las cartas resuena siempre: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (2,7.11.17.29; 3,6.13.22). Se trata de un dicho sapiencial e indica la función del Espíritu que ilumina y hace entender las palabras de Jesús. Y aparece referido el destinatario en plural “Iglesias”, a saber, a toda la Iglesia universal habla el Espíritu, interpretando las palabras de Jesús, a fin de que se convierta. La Iglesia “ad intra”, ya purificada (cc.2-3), proclamará el mensaje de salvación (4-22).
El Espíritu protege a esta Iglesia que da testimonio de Jesús y sufre por su causa, vista idealmente en la imagen de los dos testigos-profetas, quienes, siguiendo el ejemplo de “nuestro Señor”, predican, hacen prodigios, sufren toda clase de hostilidades, son ejecutados e irreverentemente profanados (11,8). A pesar de tanta impiedad, el Espíritu asegura la victoria final, y hace que su testimonio consiga la conversión de la humanidad (11,11).
El Espíritu prosigue alentando a los cristianos a que permanezcan fieles, aunque soporten las durezas de la persecución. Frente a la ruina eterna de los que adoran a la Bestia (14,9-11), los cristianos que han guardado los mandamiento de Dios y la fe de Jesús, y que han muerto en el Señor, son bienaventurados ya desde el momento de su muerte. Reposan de todas sus fatigas, y viven en un descanso de plenitud, pues sus obras les acompañan (14,13). El Espíritu es garante de este macarismo eterno.
“El testimonio de Jesús es el Espíritu de la profecía” (19,10). Texto clave para entender la función del Espíritu. Este desempeña una doble actuación, de sístole y diástole. El testimonio de Jesús es ahora hecho conocer a la Iglesia por el Espíritu que inspira a los profetas (labor sapiencial), y también significa que el Espíritu convierte a la Iglesia en una asamblea en pie e itinerante, pueblo de testigos (tarea misionera), que proclaman el testimonio único de Jesucristo (cf. esta visión en los sinópticos: Mt 10,18-20; Mc 13,11; Lc 12,11-21).
Finalmente el Espíritu llena a la Iglesia proféticamente, y ésta ya purificada como esposa radiante del Cordero (197-9), al unísono con él, llama a Cristo (22,17).
4.4. LA IGLESIA
La Iglesia aparece en el Ap como un misterio del amor de Cristo. Éste la crea mediante su redención (1,6), adquiere hombres de toda raza, pueblo y nación (5,9), los hace reino y sacerdocio (1,6; 5,10). Con su palabra poderosa la renueva en su amor primero (2,4); es objeto de predilección amorosa para el Señor (1,5; 3,9); le promete la victoria (2,7.11, 27-28; 3,5.12); le concede el Espíritu para que interprete su palabra sabiamente (2,7.11.17.29; 3,6.13.22), sea capaz de dar valiente testimonio (19,10) y aspire por su Señor (22,17).
Cristo conduce como pastor a la Iglesia por el desierto de la historia rumbo a su meta escatológica (7,17); cuenta con el testimonio de los suyos, los cristianos leales (17,14; 19,7.9), hasta arribar a las metas de la consumación final.
Existe una viva comunión entre la Iglesia local y universal, y entre la Iglesia terrestre y la celeste. Esta sigue la suerte de los cristianos que combaten en la tierra (6,10-12). Las frecuentes doxologías (4,8-1; 5,8-14; 7,12; 11,15-18;12,10-12; 15,3-4;16,5-7;19,1-7), que jalonan el libro, reconocen el señorío de Dios y de Cristo en contra del culto al emperador, y celebran los acontecimientos salvíficos de la humanidad en la transcendencia
Quiere el Señor infundir a su Iglesia, poblada de testigos que son perseguidos a muerte, una moral de victoria, para que no sucumba frente a las fuerzas del mal ni en el abatimiento derrotista. Dejada a sus solas fuerzas aparece menesterosa y pobre (Ap 12,3-7.13-17). Reposando en la mano de su Señor, se siente segura, incluso en su persecución. Es candelabro con vocación de estrella: aspira por realizar plenamente su tarea escatológica (1,16.20; 2,1). Es misionera, alta luz o faro universal para iluminar a toda las naciones, quienes, oteando el origen de su resplandor, pueden encontrar dentro de ella la presencia del Señor (21,23-27).
4.5. LA ESPERANZA DE LA IGLESIA Y EL ESPESOR DEL MAL
El Ap cristiano no es un libro ingenuo, fantástico, para entretener la imaginación o para hacer volar a los sueños. Está anclado en la más dura realidad, vive en la historia y la padece. El libro ofrece una lúgubre simbología para hacer ver el dominio de las fuerzas del mal: la violencia, la injusticia social y la muerte cabalgan a lomos de caballos desbocados (6,3-8). También ofrece cuadros de pesadilla, como el de la plagas de las langostas (9,3-12) y la caballería infernal (9,13-21). Se asombra con pesar de la presencia devastadora del mal en la historia y descubre el origen demoníaco de tantas ramificaciones negativas.
La Iglesia sufre persecución, es martirizada en sus miembros; también la humanidad sufre la opresión de los poderes. El Ap está escrito con la sangre de muchas víctimas.
Aparece delineada en el libro -como singularidad sólo por él registrada- una trinidad demoníaca, que se opone a la Trinidad divina, que lucha contra la Iglesia y la persigue a muerte. Frente a Dios-Padre, a Cristo y al Espíritu, se levanta respectivamente el gran Dragón, instigador del mal en el mundo (12,3-4.7-9,13-17), la primera Bestia, símbolo siniestro del estado que usurpa el nombre de Dios y se hace adorar (13,1-10), la segunda Bestia o falso profeta, representación de toda ideología idólatra (13,11-17). No obstante serán finalmente aniquilados, arrojados al lago de fuego y azufre (20,10).
Sólo Cristo, quien ya ha padecido la injusticia ("Cordero degollado") resultará vencedor (5,2.5.6). Y juntamente con él también los suyos "los llamados, elegidos y fieles" (17,14), que han participado en su misterio pascual (7,14) y combaten a su lado (19,14). Entonces acontecerá la renovación mesiánica, la apoteosis de la nueva Jerusalén, contemplada como esposa esplendente (19,7-10; 21,20) y ciudad perfecta (21-22,16). Ciudad de luz, de puertas abiertas (21,13), donde cabe toda la humanidad rescatada y brilla para siempre la gloria de Dios y del Cordero (22,22-23).
Esta esperanza llena a la Iglesia y a toda la humanidad. Ap es el libro de la consolación universal. La historia tiene un destino que no acaba ni en el caos, ni en la barbarie, sino felizmente. Todo cuanto el hombre siembra de bueno y noble en esta tierra, no desaparecerá, sino que será recolectado como espléndida cosecha en la plenitud de los tiempos, en los cielos nuevos y la nueva tierra. A los mártires que sufren, a la Iglesia que es perseguida, les queda el más intimo consuelo: las más estrecha comunión con el Cordero, y poder reinar con él en la nueva Jerusalén celeste. He ahí nuestro destino de gloria. Pablo decía por propia experiencia que es necesario pasar por muchas tribulaciones para llegar al reino de los cielos (Hch 14,22). Ap muestra que ese Reino se va haciendo presente en esta tierra de fatigas e irrumpirá en todo su esplendor con el advenimiento de la nueva Jerusalén, y vendrá como don de Dios para premio y consuelo de la Iglesia de todos los tiempos y de la humanidad rescatada.