Sinópticos VII
TEMA 7:
LA PASCUA DEL REINO
TEXTOS: Mc 14,1 - 16,20; Mt 26,1 - 28,20; Lc 22,1 - 24,53
(Para la reunión comunitaria: Lc 24,13-35)
CLAVE BÍBLICA
1. NIVEL HISTÓRICO
1.1. La Pasión
1.1.1. Hecho histórico incontrovertible.
La pasión de Jesús es el hecho más seguro que se puede afirmar con rotundidad. Del valor de su veracidad apenas se discute hoy, pues pertenece a las realidades más sólidas de la historia de Jesús. "Sin su muerte, Jesús no habría sido histórico" (Wellhausen). Y Jesús murió por crucifixión; de lo que se deduce que la autoridad romana pronunció o confirmó la sentencia de muerte y la ejecutó; puesto que la crucifixión era en aquel tiempo una pena capital exclusivamente romana. La muerte en cruz no sólo era un tormento especialísimamente cruel, sino una pena sumamente humillante: era el castigo de los esclavos (recuérdese la crucifixión que impuso Roma para castigar al esclavo Espartaco). A pesar de la aureola con que después se la ha rodeado, la cruz significaba la muerte más denigrante. Entre los ciudadanos romanos "la idea de la cruz tiene que mantenerse alejada no sólo del cuerpo, sino hasta de los pensamientos" (Cicerón); ni siquiera estaba bien mirado hablar de esta muerte. La muerte de Jesús aparece cierta según los criterios principales que fundamentan la autenticidad histórica de los evangelios: el múltiple testimonio y la discontinuidad con la Iglesia primitiva. A saber, todos los evangelios (sinópticos y S.Juan) insisten de manera unánime en la centralidad de la pasión y muerte cruenta de Jesús en la cruz. Escritos tras la resurreción de Jesús, estos acontecimientos dolorosos no pueden ser inventados por la Iglesia primitiva; pues se trata de "hechos humillantes", que tienden a "rebajar" la dignidad de Jesús, el Maestro muerto en una cruz. Asimismo los apóstoles tampoco salen bien parados, puesto que éstos abandonan a Jesús y Pedro le niega repetidamente.
Desde una crítica histórica, hay que decir que la Iglesia inventaría otros acontecimientos más gloriosos para enaltecer sus orígenes, no unos acontecimientos tan degradantes. La muerte de Jesús en cruz -hecho firmemente seguro desde la historia y la crítica evangélica- sigue siendo escándalo para los judíos y necedad para los griegos. La pasión y muerte -lo que hicieron los hombres con Jesús, y tal como con él se ensañaron-, aparece como un sacrilegio. Pero Jesús le dió un sentido redentor, y también la Iglesia, iluminada con la luz de la resurrección y del Espíritu Santo.
1.1.2. Final consecuente de la praxis de Jesús.
A través de la lectura de los evangelios, resulta patente que la cruz de Jesús no puede aislarse de su vida. Su pasión es el culmen de una existencia, marcada por la total entrega a hacer presente el Reino de Dios en este mundo injusto. Esta consagración al Reino de Dios de palabra y obra, ha provocado el entusiasmo de unos pocos y el odio, cada vez más encarnizado y creciente de sus adversarios, que le arrastró finalmente a la muerte. Jesús no fue un monje confinado en una cueva (un esenio de Qumrán), ni un hombre relegado en el desierto (Juan Bautista); él actuó y predicó en público, abiertamente, en las casas, en el campo, en el templo y en la sinagoga. Su actividad no pasó desapercibida, sino que fue observada y espiada. Y muy pronto encontró la oposición frontal de los poderes religioso-políticos de su tiempo. Jesús contaba con la posibilidad de una muerte y muerte violenta.
Los mismos acontecimientos le estaban hablando de la posibilidad real de un destino cruento. Cuando Jesús es acusado de que expulsa demonios con la ayuda de Beelzebul (Mt 12,24), sus oponentes están insinuando que practica la magia, delito castigado con la pena de muerte. Cuando perdona al paralítico es acusado de blasfemia, pues usurpa la función de Dios, el único que puede perdonar (Mc 2,7), y se hace acreedor de la muerte. Especialmente se expone al peligro por quebrantar con frecuencia el precepto del sábado. Al arrancar espigas en sábado (Mc 2,23-28), a pesar del aviso que se le hace. Conculca de nuevo el precepto del sábado con la curación del hombre de la mano seca (Mc 3, 1-5). Pero no son las suyas transgresiones gratuitas, Jesús no alardea de contestatario; queda manifiesto su objetivo por mostrar en toda su actuación la conducta de Dios, que se vuelve benigno hacia el hombre, curando, perdonando, liberando. ¡Esta es la base de la cristología del Nuevo Testamento! Hay que recordar también el destino de Juan Bautista -el final de todo profeta-, ejecutado violentamente (Mc 6,14-29; 9,13), que puso delante de sus ojos la inminencia de una muerte trágica. En la purificación del templo (Mc 11,15-17), estaba arriesgando su propia vida; pues tras este incidente los sumos sacerdotes y los escribas trataban de matarle (Mc 11,18). Se fue haciendo también merecedor de la muerte porque se atrevía a comer con pecadores, sentándolos en su misma mesa, otorgándoles la dignidad perdida. Y hablaba en parábolas del amor de Dios por los pecadores, quien busca todo lo que está perdido, sin remedio (la oveja, la dracma, el hijo; Lc 15). Hay una línea recta que va desde las parábolas, alegato de la benevolencia de Dios, hasta el Calvario.
Los grupos religiosos de su tiempo estaban permanentemente a su acecho. Los mismos escribas reconocían que Jesús hablaba y enseñaba con autoridad sin tener en cuenta la condición de las personas (Lc 20,21). A pesar del enorme prestigio que gozaban entre el pueblo -la dignidad de los herederos de los profetas-, Jesús les echó en cara que imponían cargas insoportables al pueblo y que le cerraban el reino de los cielos (Lc 11,45-52). Y al pueblo le recomendaba que se librase de su levadura (Lc 20,45-47). A los fariseos, que tan profundamente despreciaban a la gente sencilla, que motejaban como "pueblo de la tierra" (am-ha-arets), y le arrebataban no sólo el pan, sino el consuelo de la mesa de Dios, les dirigió profundos reproches y los invitó a la conversión (Lc 11,37-44). Esta audacia, que nacía soberanemente de su filiación divina y de su amor al hombre, viva imagen de Dios, le condujo a la muerte (Mc 3,6). Los herodianos se asocian a los fariseos, para preguntarle capciosamente acerca del tributo al César (Mc 12,13), una de las acusaciones en la pasión (Lc 22,2). También Herodes Antipas quiso matar a Jesús (Lc 13,31-33). El cerco de sus adversarios se iba estrechando, y los evangelios hablan de un complot bien organizado contra Jesús (Mc 14 1; Mt 26,3-5; Lc 22,1-2), y que acaba con su detención, un juicio sumarísimo nocturno, y entrega a Pilato para que lo ejecutara.
Durante su itinerario hacia el Calvario Jesús pronunció unos dichos en que se refería a su pasión inminente. Están recogidos por los evangelios y pueden agruparse en estos tres. 1º: Mc 8,31; Mt 21,42; Lc 9,22; 2º: Mc 9,31; Mt 17,22-23; Lc 9,44; 3º: Mc 10,33-34; Lc 18,31-33.
Estas predicciones de la pasión han sufrido retoques redaccionales por parte de la comunidad, pero resulta imposible no admitir un núcleo sustancialmente histórico. No está legitimado sostener que todas fueran profecías ex eventu, es decir, formulaciones hechas por la Iglesia primitiva tras los acontecimientos de la pasión y resurrección. Históricamente se puede afirmar que Jesús previó y anunció su pasión y su muerte. El se veía amenazado constantemente y no se le podía ocultar el desenlace de su vida. La predicción más antigua, que se remonta al Jesús histórico, se encuentra en Mc 9,31: "Dios entregará el Hijo del hombre a los hombres". Críticamente analizada muestra la forma típica de hablar de Jesús: el pasivo divino, el carácter misterioso y el juego de palabras (la paranomasia). Pero no sólo existen estas tres predicciones, los evangelios están llenos de anuncios de la pasión. Amenazas de Jesús contra los asesinos de los mensajeros de Dios (Mt 23,34-36), contra los que edifican mausoleos a los profetas y están a punto de asesinar al profeta (Mt 23, 29-32). Dichos cuyo tema central es la propia suerte de Jesús: el esposo que ha sido arrebatado (Mc 2,20), el pastor que ha sido herido y las ovejas dispersas (Mc 14,27); la muerte violenta del hijo del viñador (Mc 12, 1-12); la predicción de que él mismo muera como un malhechor, y que por tanto le arrojen a un sepulcro común, sin unción. Este es el sentido primigenio de la unción en Betania (Mc 14,8).
Jesús presagiaba una muerte de carácter violento. El viene a anunciar e implantar el Reino de Dios; pero su lealtad le va a ocasionar esta muerte. Jesús no la rehúye, ni rebaja las exigencias de su mensaje ni claudica ante las amenazas recibidas. Sigue fiel, a pesar de que se va quedando cada vez más solo e incomprendido en su tarea. Su muerte en cruz sellará definitivamente una vida de entrega incondicional a la misión, recibida del Padre.
1.1.3. Presencia de testimonios extrabíblicos.
Los evangelios son siempre las muestras más fidedignas para el conocimiento de Jesús; aunque por instinto creamos que debemos dar más fiabilidad a otros escritos extracristianos, por considerarlos más imparciales. Se recogen aquí los testimonio que, tras un examen crítico, aparecen como independientes y dignos de crédito. Hay que constatar que no son tan abundantes como se hubiese deseado, y se recuerda el juicio valorativo de G.Bornkamm sobre el modesto papel reservado a Jesús por los documentos históricos: "La gran historia universal apenas se fijó en él".
Flavio Josefo ofrece un testimonio acerca de Cristo ("Testimonium Flavianum"), recogido en su libro Antigüedades judías (XVIII,3.64), escrito en el 94/95 d.C. El texto ha sido muy estudiado y hoy se acepta que contiene indudables interpolaciones cristianas; pero la misma crítica, aun la más seria y radical, afirma que contiene un núcleo histórico que procede del mismo F.Josefo, y que se refiere explícitamente a la muerte de Jesús: "Por la denuncia de los principales de entre nosotros, Pilato lo condenó a la cruz; pero los que le amaban no se apartaron de él. Al tercer día se les apareció resucitado, como lo habían anunciado los divinos profetas, así como otras mil maravillas a su respecto. Y todavía no se ha extinguido el pueblo de los que por él se llaman cristianos". Según este texto, Pilato condenó a Jesús a la cruz por la acusación de las autoridades judías. Luego se añaden unas consideraciones, que tienen evidentemente una procedencia cristiana.
El historiador romano Tácito menciona a Cristo en los Annales (150 d.C.) a propósito del incendio de Roma, que Nerón imputó a los cristianos: "Para cortar de raíz este rumor, inventó unos culpables: personas odiadas por sus delitos, y a quienes el pueblo llamaba cristianos. Y los entregó a los más refinados castigos. El fundador de este nombre, Cristo, había sido ejecutado bajo el gobierno de Tiberio, por el procurador Poncio Pilato. Pero la corrupta superstición, reprimida por el momento, volvió a resurgir, no sólo en Judea, donde había nacido aquella perdición, sino también en la ciudad de Roma, adonde confluyen y encuentran aceptación cuantas cosas haya bárbaras y escandalosas" (XV, 44,3). Parece que este testimonio proviene de una fuente documental; no aporta un argot técnico como dicunt o ferunt, que tienda a pensar que transmita noticias aportadas por otros. Su estilo, no laudatorio, sino despreciativo refleja la opinión más común que tenía un romano de la época. Tácito relaciona el cristianismo con Cristo, crucificado por Poncio Pilato, y señala el tiempo del emperador Tiberio.
En el Talmud judío (recopilado a partir del s. V, pero que recoge tradiciones muy antiguas) también se habla de Jesús. En una baraíta (tradición independiente que no aparece en la Misná), en el tratado Sanedrín se afirma: "Antes pregonó un heraldo. Por tanto, sólo (inmediatamente) antes, pero no más tiempo atrás. En efecto contra esto se enseña: 'En la víspera de la pascua se colgó a Jesús'. Cuarenta días antes había pregonado el heraldo: 'Será apedreado, porque ha practicado la hechicería y ha seducido a Israel, haciéndole apostatar. El que tenga que decir algo en su defensa, venga y dígalo'. Pero como no se alegó nada en su defensa, se le colgó en la víspera de la fiesta de la pascua".
A pesar de la contradicción entre dos diversas clases de castigo, la lapidación y la crucifixión, el interés de este escrito oficial judío insiste, para exonerarlo de toda culpabilidad, en presentar el proceso contra Jesús, como jurídicamente irreprochable, cosa que históricamente no fue así. Pero importa reseñar este texto oficial, porque reconoce que la condena en cruz ha sido infligida por la autoridad judía. Y que ese castigo se cumplió, a saber, aconteció en la historia.
Otros documentos apenas aportan pruebas. Ni siquiera los agrapha "palabras no escritas", es decir, palabras atribuidas a Jesús pero que no aparecen en los evangelios. Ni los evangelios apócrifos, mezcla de leyenda y de piedad. Ni tampoco los descubrimientos de Nag-Hammadi, escritos gnósticos de origen cristiano encontrados en Egipto (Luxor 1946).
Se ha de concluir afirmando que Jesús pasó casi inadvertido en la historia de su tiempo. Pero estos pocos testimonios recogidos son fechacientes: Jesús ha sido crucificado en tiempo de Tiberio por orden de Poncio Pilato, conforme a una instigación de las autoridades judías. Y con especial énfasis se subraya el acontecimiento más desconcertante, del que jamás ha dudado la crítica histórica: su muerte en cruz.
1.2. La Resurrección
1.2.1. Transformación de unos discípulos derrotados en testigos entusiastas de Jesús.
La Resurrección de Jesús constituye el centro de nuestra fe; un misterio sólo aceptado por la fe, y nuestra fe es oscura. Pero no basta aceptación acrítica, sino crítica. Por los evangelios vemos que la vida de Jesús acaba en fracaso: los discípulos dejan solo al Maestro ante su Pasión, lo abandonan y huyen. Con la muerte de Jesús parece terminar su historia, y con su sepultura se cierran definitivamente su pretensión y tantas expectativas mesiánicas en él depositadas. Según la creencia judía Dios había condenado a un blasfemo, y maldecido con la ignominia de la cruz a un usurpador. Su muerte en cruz aparecía como un castigo definitivo infligido por Dios. Todo parecía, en fin, concluido y clausurado. Los discípulos de Emaús son exponentes de tan amarga decepción: "Nosotros esperábamos que que sería él el liberador..." (Lc 24,21). La esperanza se había marchitado. En la dispersión y abandono acabaron los secuaces de Teudas (Hch 5,36) y de Judas el Galileo (v.37), cabecillas judíos de por entonces. Pero no fue así el desenlace final de nuestra historia. De repente comienzan los discípulos a proclamar a Jesús. Unos hombres, hasta hace poco atemorizados, desde siempre "iletrados"(Hch 4,13), actúan de una manera inaudita. Tres señales pueden serles reconocidas: tienen coraje para hablar, aguante para soportar, y alegría por sufrir en el nombre de Jesús. Predican con un atrevimiento rayano en la audacia, frente al pueblo y las autoridades religiosas de su tiempo (y así hasta hoy...). No silencian el hecho escandaloso de la cruz, sino que lo proclaman como sabiduría y poder de Dios, aunque resulte escándalo para los judíos y locura para los paganos (cf.1 Cor 1,22-24). ¿Por qué? ¿Qué sucedió? Algo extraordinario ocurre al margen de cualquier intento humano de explicación satisfactoria. Es un nacimiento lleno de contrastes, que va diametralmente en contra de las expectativas humanas, psicológicas y sociales. No es posible explicar que de una persona muerta y enterrada se levante un grupo de hombres comprometidos. Tampoco puede entenderse el radical cambio operado sobre la cruz: lo que era motivo de vergüenza, ahora es objeto de adoración. ¿Cómo de la desesperanza creció la esperanza, de la dispersión la comunión, del abatimiento el empuje? No hay ninguna respuesta humana convincente. La única explicación es la que ofrece el NT: Jesús ha resucitado. Hay que decir que la Iglesia cristiana nace aquí "ontológicamente": "Verdaderamente -ontos- ha resucitado el Señor" (Lc 24,34). Y a la luz de la resurrección, los discípulos pueden ver y entender el misterioso designio de Dios, presente en la vida y muerte de Jesús, que son ahora interpretadas salvíficamente.
La dinámica que presentan los evangelios, brevemente expuesta, es la siguiente. Un acontecimiento especial ha sucedido en Jesús con la resurrección. El Resucitado se encuentra con los discípulos mediante las apariciones. La consecuencia es el renacimiento de la fe y la misión de los discípulos. Hay que insistir en que lo primero es que algo, previamente, ha acontecido en el mismo Jesús; y este es el principio y causa de que cambien los discípulos.
Limitándonos a los textos escritos que poseemos, es preciso afirmar que tanto en las formulaciones más primitivas del credo cristiano como en las primeras liturgias, y en los relatos de los sinópticos se insiste, de manera unánime y como núcleo esencial de la fe, en que Jesús murió y que, contra toda esperanza humana, resucitó, y que se encontró personalmente con sus discípulos, fue visto y reconocido como verdaderamente vivo.
Podemos saber el fondo histórico del testimonio que transmiten los evangelios; pero aceptar la verdad de este testimonio sólo a la fe pertenece.
Ahora bien, el hecho de la resurrección en sí mismo se sale del campo de la ciencia humana: no es empírico, ni objetivamente verificable o riguroso. Permanece en el secreto de Dios y es obra de su potencia vivificante escatológica. Unicamente lo sabemos por revelación divina. En este sentido la resurrección de Jesús no resulta histórica, porque no puede verificarse con métodos de investigación. Es real pero no "histórica". La resurrección de Jesús no tiene comparación con ningun fenómeno de nuestro mundo, porque el hecho mismo se hurta de las coordenadas espacio-temporales (El Resucitado atraviesa paredes, no conoce fronteras ni cuenta días...). La Resurrección es un hecho que invita a ser creído.
Pero también debe afirmarse que este hecho sucede dentro de la historia; acontece en un hombre, llamado Jesús de Nazaret, y afecta a nuestra historia; hay señales de tal evento, como la existencia del sepulcro vacío (que nunca fue negado en Jerusalén), la experiencia de unos testigos, la certidumbre de los apóstoles. Según estos matices es "histórica", y desde aquí resulta creíble a la razón humana. Para la Iglesia la resurrección fue un acontecimiento realmente sucedido en Jesús de Nazaret, después de su muerte, tan real como su vida anterior.
Esta convicción les vino a los discípulos desde fuera. La resurrección no resulta explicable desde la sicología, como si fuese el resultado de una alucinación o fantasía desorbitada. Los sinópticos refieren una multiplicidad de apariciones. Y no es una sola persona, sino muchas quienes han visto. Hay apariciones colectivas al grupo de los doce. Además, son sujetos no propensos a creer fácilmente en palabras de delirio de mujeres (Lc 24,11). Según los relatos evangélicos no existen datos fiables para pensar en una proyección subjetiva.
Tampoco resulta verosímil desde el judaísmo. El AT hablaba de la resurrección de los justos, y metafóricamente de los "huesos secos" (Ez 37 1-15) o, en sentido colectivo, de la gran promesa mesiánica, la "casa", la "dinastía", utilizando un vocabulario (anistanai = ponerse de pie, levantarse) también empleado por nosotros, tal como se habla p. ej. del "risorgimento" italiano, u otros acontecimientos similares. Pero lo absolutamente novedoso es que este hombre Jesús, este Mesías muriese y resucitase. El sufrimiento del Mesías no entraba de ninguna manera en los cálculos del judaísmo. Se impuso por la fuerza de los acontecimientos pascuales, porque aconteció en Jesús y porque él mismo se hizo ver a sus discípulos. Y así, contra todo pronóstico humano y religioso, ha sido predicado: "El Mesías murió" (1 Cor 15,3); "predicamos un Mesías crucificado" (1 Cor 1,23). A la fe en la resurección sólo se llega venciendo una resistencia: la realidad del mal, del sufrimiento y de la muerte en el mundo.
Tan escandaloso debió resultar este evento que sólo Jesús resucitado pudo abrir los corazones para hacer entender y creer las escrituras, que era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria (cf. Lc 24,25); y a todo el grupo reunido de discípulos ya claramente les dice: "Así está escrito: que el Mesías padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día" (Lc 24,45-46). Tanto interés de Jesús resucitado pretende meternos dentro de este paradójico designio de Dios. La iniciativa y la explicación la tiene sólo el Resucitado. La respuesta humana es la fe en Cristo muerto y resucitado.
2. NIVEL LITERARIO
2.1. La Pasión.
2.1.1. Extensión excesiva de unos relatos "dolorosos".
Llama la atención a cualquier lector de los evangelios el lugar tan destacado que en ellos ocupa la presencia de los relatos de pasión. No sólo extensión abundante, sino incluso desproprocionada respecto a los demás fragmentos. Tanto es así que se ha afirmado con razón que los evangelios -no únicamente el de Marcos-, son el relato de la pasión con una larga introducción. Nosotros, lectores tardíos, estamos ya habituados y apenas percibimos esta singularidad. Pero no fue así al principio; pues los evangelios han sido compuestos después de la resurrección de Cristo por personas que ya vivían en la luz de este acontecimiento triunfal y eran testigos de la resurrección (Hch 1,22; 2,32; 3,15; cf. 1 Co 15,14; Rom 10,9). No se debía esperar tanta insistencia en las escenas dolorosas de la Pasión. Parecería más razonable subrayar las dimensiones más "positivas" de la existencia de Jesús: recalcar algunos aspectos de la vida pública, sus milagros, su éxito sobre las muchedumbres, su enseñanza tan cercana y llena de autoridad, su vida con sus discípulos, y también las apariciones del Resucitado y los poderes confiados a la Iglesia. En cuanto a la pasión, podría haber sido relegada a la sombra como un intermedio desdichado que, gracias a Dios, no tuvo consecuencias permanentes. Esta es la mirada humana de ver las cosas; pronta siempre a huir de la dureza de la historia para refugiarse en un mundo ideal. Y ésta parece ser la perspectiva desde la que se escribe la hagiografía edificante, las vidas ejemplares de los santos. Pero no sucede así en los evangelios, que quieren presentarnos toda la tragedia del hombre Jesús. Incluso la Resurección no pretende hacernos olvidar la pasión sino que nos permite volver con renovada luz sobre estos acontecimientos desconcertantes y contradictorios. Porque esa fue la dimensión real de la vida de Jesús.
De hecho, se cree que muy pronto la Pasión ha merecido una atención especial por parte de la Iglesia primitiva, que ha tenido que meditar sobre el sentido salvífico de unos acontecimientos que en sí mismos resultaban hasta escandalosos. Fruto de esa honda reflexión han sido los relatos de la pasión.
2.1.2. Coincidencia en el mismo esquema escenográfico.
Una mirada sobre estos relatos constata la fundamental coherencia. Si se comparan con otros relatos del evangelio, vemos que éstos pueden separarse unos de los otros y ser engarzados de manera diferente y el sentido del conjunto no se resiente. De hecho así lo han realizado los evangelios sinópticos (semejantes y desemejantes al mismo tiempo: "concordia discors"). Incluso el cuarto evangelio, tan diverso de los sinópticos respecto a la descripción del ministerio de Jesús, cuando narra la pasión se acomoda al orden general de los episodios.
En la génesis de los relatos evangélicos, se encuentra la confesión de la fe pascual, promulgada por la Iglesia y transmitida por Pablo (1 Cor 15,3-5). Después la tradición eclesial sobre la Pasión se desarrolló en relatos. Unos breves, que comenzaban por el arresto de Jesús en Getsemaní, cuya finalidad era probar ante la incredulidad de los judíos y la decepción de los discípulos que Jesús, muerto en la cruz, representaba el cumplimiento del Siervo sufriente, quien, aunque humillado, prosperará y será glorificado. Otros relatos más largos contenían los preludios de la pasión, comenzando por la unción en Betania. Constituyen una profundización teológica. No sólo son las Escrituras quienes testimonian acerca de Jesús, sino que él mismo con su palabra profética manifiesta su gloria anticipada y el carácter voluntario de su sacrificio. La redacción actual de los evangelios funde ambas perspectivas.
Estos relatos concuerdan, aun con ligeros matices, en una triple unidad mayor: personajes (Jesús, el sanedrín, Pilato, los discípulos, Pedro); tiempo (una semana) y lugar (la ciudad de Jerusalén). Las escenas se suceden en todos los evangelios de una manera concatenada, configurando una secuencia narrativa, fluida y coherente. Se pueden agrupar por ciclos:
Ciclo del jardín de los Olivos (Mt 26,30-56:; Mc 14,26-52; Lc 22,39-53), que incluye la predicción de la negación de Pedro y la del abandono de los discípulos, la oración de Getesemaní y el arresto de Jesus.
Ciclo de juicio (Mt 26,57 - 27,31; Mc 14,53; Lc 22,54 - 23,25), que engloba a su vez dos juicios:
a) comparecencia de Jesús ante el sumo sacerdote, la escena de los ultrajes, el interrogatorio y la sentencia;
b) presentación ante Pilato, episodio de Barrabás, la burla de los soldados y la condena.
Ciclo de la crucifixión (Mt 27,32-56; Mc 15,21-41; Lc 23,26-49), que incluye la crucifixión de Jesús, las burlas, la muerte, la confesión de fe y la sepultura.
Al margen de una reconstrucción arqueológica, siempre sumamente difícil, hay que afirmar que los relatos de la Pasión no son una creación literaria-teológica individual, sino una proclamación eclesial. La Pasión de Jesús es el tesoro de la Iglesia, y es la Iglesia quien nos lo ofrece.
Pero la finalidad de los evangelistas no es contarnos una crónica detallada de los últimos acontecimientos dolorosos de la vida de Jesús. No son historiadores en sentido moderno; dejan algunos detalles, que deberían ser explicados (el enigma de la traición de Judas, la huida de los discípulos y su situación durante la pasión...). No manifiestan interés alguno en la psicología de los personajes, como más tarde harán las Acta Pilati, o las Acta Joannis.
Aun dentro de su forma narrativa, quieren hacer un anuncio y catequesis sobre Jesús; exhortan al cristiano a la perseverancia y confianza en Dios, en medio de las pruebas, siguiendo el ejemplo de Jesús. Si los cristianos son ahora perseguidos por razón del evangelio, su Maestro también lo fue.
Los acontecimientos de la Pasión tienden hacia la Resurrección; invitan al lector a creer en una victoria más allá del fracaso. Estos relatos han sido comunicados para acrecentar y confirmar la fe en Jesucristo, muerto y resucitado.
2.2. La Resurrección
2.2.1. Diversidad de géneros literarios, sujetos, lugares.
Los relatos que refieren las apariciones de Jesús resucitado son presentados en los evangelios sinópticos, en contraste con los relatos de la pasión, de manera muy distinta. Esta variedad puede resultar sorprendente en una primera lectura. Veamos en síntesis esta diversidad respecto al género literario, número y sujetos receptores, lugar y tiempo de las apariciones.
Existen estos diferentes géneros literarios: apocalíptico (súbitas apariciones de ángeles, seres revestidos con blancas y deslumbrantes ropas, acompañamientos sísmicos y resplandores, reacciones de espanto); apologético (interés manifiesto por hacer ver la realidad corpórea de Jesús resucitado); polémico (defender el hecho de la resurrección contra la falsa acusación del robo por parte de los discípulos del cadáver de Jesús), histórico (el hecho cierto del sepulcro vacío).
En la parte "auténtica" de Marcos no se cuenta ninguna aparición, sólo se predice (16,7). En el evangelio de Mateo se narran dos: a las mujeres junto al sepulcro (28,9-10) y a los discípulos en un monte de Galilea (28,16-20). En Lucas, además de estas dos (situadas en diferente emplazamiento), se relatan otras dos más: a los discípulos de Emaús (24,13-35) y a los discípulos reunidos en Jerusalén (24,36-52).
La topografía es distinta. Unas apariciones tienen lugar en Galilea, tal como se anuncia en Mc (16,7) y Mt (28,7) y se narra explícitamente en Mt (28,16-20); otras acontecen en Jerusalén, como refiere Lc (24,13-35.36-52).
La cronología tambien es diversa. Marcos anuncia las apariciones para el futuro (16,7). Mateo ubica la aparición a las mujeres en la mañana de Pascua (28,9-10), y en un tiempo no determinado la aparición a los discípulos (28, 16-20). Lucas, en cambio, las congrega todas a lo largo del día de Pascua, incluida la ascensión (24,13.33.36.50).
Tan manifiesta variedad muestra que los evangelistas no se han preocupado por encuadrar los relatos de las apariciones en unas coordenadas espacio-temporales a fin de hacer concordar una historia plana y uniforme. Cada evangelio es fiel a su teología y no responde a una armonización externa. Marcos -ya se ha visto en la explicación del evangelio- insiste en la importancia de Galilea. Lucas considera a Jerusalén el centro del tiempo, y el lugar de la irradiación del evangelio. Mateo recoge ambas tradiciones (28, 16-20).
Estas divergencias señaladas atañen a los detalles redaccionales de cada evangelista, y evidencian que los relatos de las apariciones no son la información de una crónica, sino testimonios de fe. Y el testimonio es siempre el mismo y fundamental: Jesús, que había sido crucificado y había muerto, ha resucitado y se ha aparecido a los suyos. En este punto existe una coincidencia absoluta. Es lo que se afirma en el documento más antiguo del Nuevo Testamento y que refleja la fe de la Iglesia: que Jesús murió por nuestros pecados y fue sepultado, que resucitó y se apareció a los hermanos (Cf. 1 Cor 15,3-5).
2.2.2. El hecho de la Resurrección no se narra directamente, se "proclama" en revelación divina.
Pero la resurrección de Jesús -por otra parte, tan predominante en la iconografía pictórica- no se describe nunca. En qué momento, de qué manera Jesús ha resucitado y dejado el sepulcro vacío, ningún escrito del NT lo menciona. Sólo tardíamente el evangelio apócrifo de Pedro, fantástico producto de la leyenda piadosa, muestra a los soldados, testigos visuales de la resurrección de Jesús, quien se levanta y toca con su cabeza las nubes (35-42). Ante el hecho de la resurrección de Jesús, la predicación de los apóstoles, los relatos evangélicos son enormente respetuosos, y se callan. Es el silencio ante el misterio de la acción de Dios Padre, quien resucita a Jesús. La comunicación de este misterio no se debe a obra humana, sino que se concede gratuitamente a los discípulos y a las mujeres. Es una revelación divina, un don soberano de Dios.
Cada evangelio, según su estilo redaccional, así lo describe mediante la mención de mensajeros divinos, que asumen diversas representaciones. Resuena aquí la formulación kerigmática de la Iglesia primitiva. El ángel del Señor, con aspecto de relámpago y blanco como la nieve, afirma: "Sé que buscáis a Jesús, el Crucificado, no está aquí, ha resucitado" (Mt 28,5). Un joven vestido de blanco, declara asimismo: "Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí" (Mc 16,6). Dos hombres con vestidos resplandecientes, preguntan y luego confirman: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado" (24,5). Todos estos personajes son -conforme al uso bíblico- portavoces del mismo Dios, dan a conocer el enigma de la resurrección de Jesús. Este Jesús muerto ha sido resucitado por Dios (el pasivo divino egerthe, "ha sido resucitado", reclama esta acción exclusiva de Dios, matiz que nuestras modernas traducciones no reflejan adecuadamente); y el mismo Dios lo revela por sus intermediarios a los discípulos y a las mujeres, para que, creyendo en sus palabras, se conviertan en testigos de la resurrección. Además, la condescendencia divina les dará una confirmación a este anuncio: las apariciones de Jesús resucitado. Pero las apariciones no son una prueba directa de la resurrección; pero sí testimonios que avalan nuestra credibilidad en ella.
3. NIVEL TEOLÓGICO
3.1. Jesús, imagen del "Justo perseguido".
Para Jesús la muerte no fue un desenlace fortuito, un accidente inesperado que le sobrevino sin previo aviso. El contó con el hecho de una muerte violenta, pero no caminaba hacia ella de manera ciega, como un destino fatal. Le dio un sentido redentor. Jesús se entregó voluntariamente, no de manera dolorista (o masoquista); él previó que era inevitable en su lucha por instaurar el Reino de Dios en este mundo. Por eso acepta el designio del amor de Dios que pasa, misteriosamente, por su muerte en cruz. Jesús toma su vida en sus manos y la ofrenda a Dios. Nadie se la quita, él la entrega voluntariamente, de manera generosa y altruista. Jesús muere en conformidad con esta voluntad de Dios, que le costó humanamente una cruel repugnancia, sangre, lágrimas y gritos (Heb 5,7-8). Pero ya en la agonía de Getsemaní, verdadero pórtico de la pasión, esculpido en todos los evangelios sinópticos (Mt 26,39-45; Mc 14,32-40; Lc 22,39-45), Jesús convierte por medio de la oración su muerte en una ofrenda filial a Dios, su Padre; acepta beber hasta el fondo el cáliz de la amargura; aprende, aun siendo hijo, con su sufrimiento y muerte lo que es obediencia a Dios y solidaridad con todos los hombres.
Se constata en los relatos de la pasión la presencia masiva de los salmos, que hablan del justo perseguido, aplicados a Cristo. He aquí un cuadro completo:
Sal 22,2: Mt 27,46; Mc 15,34;
Sal 22,8: Mt 27,39; Mc 15,29; Lc 23,35;
Sal 22,9: Mt 27,43;
Sal 22,19; Mt 27,35; Mc 15,24; Lc 23,34;
Sal 41: Mc 14,18;
Sal 42: Mc 14,34;
Sal 69: Mc 15,23.26.
Jesús es la imagen del hombre justo, quien sufre y es perseguido sin razón. No desfallece, pone su confianza en Dios, que le salvará porque es un Dios fiel. El justo ya salvado podrá alabar a Dios. En los salmos la figura del justo se aplica a personas (no sólo que sufren una enfermedad), que son acusadas injustamente, expuestas al peligro de ser ajusticiadas. Estas piden a Dios que manifieste su justicia (cf. Sal 5; 7; 17; 31; 71; 119; 143). A veces la repuesta de Dios se manifiesta en el castigo de los enemigos (Sal 7,7-9.10; 35,23-28), y especialmente en la confirmación divina de la justicia del orante (Sal 7,4-10; 35,23-28). Pero sobre todo, se insiste en que el justo es librado por Dios, de tal manera que en la Biblia se convierte en una designación técnica la expresión del justo perseguido pero exaltado por Dios (Salmos 34 y 37). El hecho de que los justos debían padecer mucho se convirtió en un "dogma" en la época de Jesús. Sufrir parece ser el destino de todos los piadosos. A pesar de la magnitud de la tribulación, no decae la confianza del justo en que Dios le salvará.
Todo el drama de la pasión ignominiosa de Jesús entra en la categoría de justo, inicuamente perseguido, y que sólo tras su muerte será rehabilitado.
Hay que añadir algo más. Jesús no sufre sólo la persecución, sino la muerte y una muerte humillante. En él se concentra el griterío angustiado de los salmistas; el inconsolable lamento de Job, que padece sin razón y pide alguna explicación y no le es dada; la historia de todos los justos humillados y maltratados, admirablemente ejemplificada en Sab 2,12-20; 5,1-7. Todas las injusticias, falsas acusaciones, decepciones y traiciones se ensañan con Jesús. "Jesús es la más grande víctima de la historia, en quien se demuestra de una vez por todas, que un hombre justo en este mundo no puede ser mas que matado"(A.Camus). Pero Jesús no se abandona de manera impávida, estoica a la muerte -sin sentido y sin esperanza-, sino que apurando hasta el final las heces del cáliz de la amargura, se entrega en las manos no de un Dios inmisericorde, sino del Padre, dejando su suerte entre su brazos. En medio de la oscuridad, entre la burla de las autoridades, los soldados, la gente y hasta del ladrón, da un fuerte grito, que se convierte en su suprema profesión de fe en Dios su Padre (Lc 23,46). Por eso el centurión, testigo de lo que había sucedido, glorifica a Dios reconociendo que Jesús es "justo" (Lc 23,47). No ha muerto en la desesperación, sino en la confianza absoluta con el Padre. Y será él quien le salve, más allá de la muerte. La salvación no llega por la huida de la dura realidad de este mundo ni de la muerte, sino afrontándolas con la confianza puesta en Dios, quien nunca deja de su mano al hombre. Esa forma de morir de Jesús es ya el testimonio de la existencia de Dios y de la salvación.
3.2. Ofrenda de Jesús de su propia vida en obediencia a Dios y solidaridad con los hombres. El Siervo sufriente.
Para afrontar el escándalo de la pasión, los primeros cristianos tenían que recurrir a la lectura de la Biblia -verdadera interpretación de la historia del pueblo de Dios-, dentro de la cual la pasión de Jesús debía ser situada y comprendida. Por lo demás, las profecías del Siervo han tenido una gran influencia en todo el NT y en la literatura del martirio. Jesús, en cuanto Siervo sufriente, es presentado como prototipo de servicio (Mc 10,45), de abnegación (Fil 2,5-11), del padecimiento voluntario e inocente (1 Pe 2,21-25). El eunuco de la reina de Etiopía es catequizado en la pasión de Jesús con la explicación del Siervo (Hch 8,32-33). Puede afirmarse que la teología del Siervo dejó su impronta en la comprensión de la vida entera de Jesús. Pero donde más se notó su influjo fue en la iluminación del sentido cristiano de la Pasión. Aún más, la tradición evangélica fue formada a la luz de los cantos del Siervo, que han sido llamados "el protoevangelio de la pasión de Jesús".
Pero no se trata sólo de una aplicación, hecha por parte de la Iglesia primitiva; Jesús la empleó. De lo contrario, si la interpretación de la muerte de Jesús, no tuviera apoyo en él mismo, nuestra fe caería en una mitología e ideología. Aunque resulta difícil rastrear las mismísimas palabras (ipsissima verba), sí puede hablarse de la auténtica intención (ipsissima intentio) de Jesús. Las alusiones directas son apenas perceptibles, pero esta discreción se explica porque la fase de humillación del Siervo sufriente ha sido enseguida absorbida en la Iglesia por el esplendor del Señor glorificado.
Tal como se ha visto anteriormente, Jesús contó con la posibilidad de una muerte violenta; tuvo, entonces, que pensar en el sentido de su propia muerte, habida cuenta, además, de la importancia que en su tiempo gozaba la doctrina del valor expiatorio de la muerte. En los cantos del Siervo (Is 52,13 - 53,12), encontró las indicaciones y el significado de la pasión: El silencio de Jesús ("como oveja ante los que la trasquilan, no abrió su boca": Is 53,7); todo el cúmulo de humillaciones y de burlas; su sepultura -no una fosa común, la propia de los criminales- sino en una tumba nueva ("se puso su tumba entre los ricos": Is 53,9); su inocencia ("no hizo atropello ni hubo engaño en su boca": Is 53,9); su aceptación y voluntariedad ("indefenso se entregó a la muerte": Is 53,12), su solidaridad ("y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba": Is 53,4); su expiación ("fue herido por nuesta rebeldías"; "se dio a sí mismo en expiación": Is 53,4.10); su capacidad de perdón e intercesión ("él llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes": Is 53,12); su desenlace final fructífero, que acarreará la salvación universal ("será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera... mi Siervo justificará a muchos": Is 52,13; 53,11).
Jesús interpretó la propia muerte como una ofrenda vicaria en favor de una multitud innumerable de pecadores. Su muerte tiene un valor redentor; muere por nosotros, en nuestro favor. Y tal expresión (no siempre bien entendida) no significa que muere para evitarnos a nosotros el morir, sino para permitirnos morir como el murió; para ser capaces de aceptar voluntariamente nuestro dolor, el dolor de nuestros hermanos más humildes, nuestra propia muerte -la que sella una vida del todo entregada al Reino de Dios-, y la muerte de tantos inocentes; y ofrecerlas, como él lo hizo, por la redención del mundo.
No hay en esta actitud una excusa para la resignación pasiva; es preciso luchar y combatir por todos los medios el mal -fruto de las injusticias, desigualdades e ignorancia-, para que haya más fraternidad entre la familia humana; pero cuando hasta el cristiano llega el misterio insondable del dolor y de la muerte, entonces, igual que Jesús y con Jesús "varón de dolores", es preciso aceptarlo y ofrendarlo.
Dentro del evangelio encontramos testimonios elocuentes que confirman la entrega voluntaria de Jesús a la muerte. Tras disuadir a los hijos de Zebedeo de su pretensión de triunfo, emplazarlos en la disponibilidad para beber el cáliz de la pasión, y enseñarles que el más grande debe ser un servidor de todos, Jesús acaba con estas palabras, que compendian el sentido de su existencia: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos". Es toda una referencia directa al Siervo. Como éste "ofrece su vida" (Is 53,10) "en su favor" (Is 53,4-6.12) y "en rescate" -lytron- (Is 53,10), Jesús entrega su vida a Dios muriendo por los hombres, a fin de salvarlos de la muerte eterna. La salvación de los pecadores es el objetivo del designio de Dios.
Mediante la institución eucarística, Jesús también dio un sentido de solidaridad vicaria a su propia muerte. Es verdad que se nota en estos relatos la influencia litúrgica y catequística de las comunidades, que los conservaron y transmitieron. A pesar de este uso ya estilizado, se puede descubrir, mediante la presencia de algunos semitismos, su origen arcaico, especialmente en la forma más primitiva: "Esta es mi sangre de la Alianza, que será derramda por muchos" (Mc 14,24). Es una frase corta y concisa, donde se condensa litúrgicamente una rica doctrina, que Jesús ha explicitado a lo largo de la última cena. Aparecen de nuevo ecos del Siervo sufriente. La sangre "derramada" recuerda que el Siervo ha "entregado" -heserad- su alma (Is 53,12). La sangre de la alianza actualiza la alianza sellada en el Sinaí (Ex 24,3-8) y anunciada por Jeremías (31,34). Es la tarea asignada al Siervo: "Yo te he puesto como alianza del pueblo y luz de las naciones" (Is 42,6; cf.Is 49,6). Es la realización de la nueva alianza, que Jesús va a sellar con su sangre derramada "por muchos" (Is 52,14.15; 53,11.12); a saber, por toda la humanidad.
Jesus prevee su muerte inminente y se ofrece como expiación por los pecados del mundo y para restablecer definitivamente la alianza de Dios con todos los hombres. La nueva pascua cristiana se constituye por su propia muerte en la cruz. Es sangre derramada por los pecados, muerte ofrecida en solidaridad con los hombres. En este sentido la muerte de Jesús es el salario del pecado del mundo, de las injusticias que se oponen violentamente a la implantación del Reino de Dios. Y también es obediencia a Dios, quien quiere instaurar mediante una alianza perfecta entre los hombres su Reino. Este no se interrrumpe con la muerte de Jesús, sino que se abre precisamente con ella; porque logra arrancar del corazón del hombre lo que definitivamente le separa de Dios, lo que aleja a un hombre de otro hombre y lo que le conduce a la perdición: el dominio del pecado.
Jesús hizo solo el tramo final de su camino, abandonado de los discípulos e incomprendido por ellos, en fidelísima obediencia al Padre y por servicio solidario a los demás. De esta manera abrió un camino de salvación -una pascua-, para que los hombres, ya reconciliados, puedan acercarse a Dios y ser prójimos unos de otros. Jesús consideró su muerte como un servicio vicario y salvador para la humanidad: el amor, el perdón al enemigo, el vivir para los otros, es lo que Jesús hizo posible con su muerte. Y estas profundas actitudes de Jesús se compendian y se actualizan para la Iglesia en la celebración de cada eucaristía.
Ya se ha visto antes que la figura del justo mostraba que el dolor con que es afligido no responde al peso de su culpa, puesto que se trata siempre de un inocente. Es, por tanto, injustamente perseguido y atormentado. La figura del Siervo da un paso más adelante. Su aflicción es tan inmensamente grande, que ya no puede guardar relación con su pecado individual, sino con el pecado de todo el pueblo. La pasión de Jesús, como Siervo, resulta tan cruel y onerosa, porque busca quitar el pecado del mundo, redimir a la humanidad entera. Jesús paga por todos, el inocente por los culpables. Así su solidaridad se expresa hasta el extremo. Jesús es no sólo la víctima inocente de las injusticias humanas y de los conflictos, sino el hombre-Dios que voluntariamente se asocia a la misma condición del hombre, que es un "ser para la muerte". "Jesús no sólo muere porque los hombres matamos, sino porque los hombres morimos" (González Faus).
La solidaridad de Jesús se expresa en el sacrificio de su propia muerte, hecha en favor de los hombres (más que "en lugar de" o "en sustitución de"). Pero el dolor por sí mismo no redime -por más lacerante que sea-, lo que libera es el amor (Cristo ama a la Iglesia y por ella se entrega -Ef 5,25-); tan grande fue su amor, tan soberamente gratuito y tan costoso, que le llevó a morir por la humanidad derramando por ella hasta su propia sangre. Para liberar a los hombres de la condenación del pecado y de la muerte, y hacerlos verdaderamente hijos de Dios, dándoles en herencia la plenitud de la vida eterna.
3.3. El Resucitado es el mismo Jesús crucificado aunque no lo mismo. Identidad y transformación.
Los relatos evangélicos subrayan la continuidad, también corporal, entre Jesus crucificado y resucitado. Así lo declara, en breve síntesis, el mensaje del ángel a las mujeres: "Buscáis a Jesús, el Nazareno, el Crucificado; ha resucitado" (Mc 16,6). Las apariciones muestran también esta identidad. Ante las dudas de los discípulos que se imaginaban ver un espectro (Lc 24,37), Jesús les declara que es él mismo (v.39), los invita a reconocer sus manos y sus pies (v. 39-40). Y come delante de ellos (v.43).
Tal insistencia puede deberse a una razón apologética en la Iglesia primitiva; salir al paso de una tendencia demasiado espiritualista y reduccionista de entender la resurrección de Jesús.
Pero esta continuidad no debe inducir a pensar que la resurrección de Jesús es una mera reanimación de su cuerpo, como sucedió al hijo de la viuda de Naím (Lc 7,11-18), o de Lázaro (Jn 11,1-44). La resurrección no consiste sólo en que Jesús está de nuevo presente entre sus discípulos tal como lo estuvo antes, durante su vida mortal. El final largo de Marcos afirma que Jesús se apareció de "otra forma" (Mc 16,12). Y en los evangelios leemos que Jesús resucitado asume diversas apariencias: extranjero, jardinero...se deja ver repentinamente..viene y se va. Los relatos evangélicos son sobrios, no hacen elucubraciones sobre la naturaleza íntima de su cuerpo glorioso. Pero afirman que la resurrección no consiste sólo en una influencia de Jesús en la vida de los discípulos, o en un mero recuerdo de éstos acerca de Jesús.
Pero no son sólo problemas de índole académica, lo que entonces -y también ahora- importaba. Esta continuidad entre el Jesús crucificado y el resucitado nos libera de una tentación: creer que la resurrección es un milagro que desliga a Jesús de su vida y de su muerte ignominiosa. Esta separación puede acarrear la huida de la historia y de las duras exigencias de los compromisos de la cruz. Cuando Jesús muestra sus llagas (que la resurrección no ha logrado borrar) está recordando a sus discípulos lo que él fue y lo que hizo, por qué vivió y para qué murió, el precio de su amor y de su entrega: todo lo que tuvo que sufrir para llevar adelante la instauración del Reino de Dios entre los hombres. Jesús resucitado no es el Mesías de unos sueños de grandeza, sino el siervo de todos en el amor, quien, en pura obediencia al Padre, se entrega hasta una muerte en la cruz. Por esto Dios lo ha exaltado. La resurrección de Jesús no hace superflua su vida de entrega, sino que la potencia y consagra por toda la eternidad; para que, llena ahora de la fuerza de Dios, se libere de un espacio y tiempo concreto, y alcance a todos los hombres en un darse y servir por amor. Para la realización de tan inmensa tarea Jesús cuenta, aún más, necesita de unos testigos: la presencia de la Iglesia.
Pero no sólo hay continuidad sino transformación, y esto quiere decir que una nueva forma de vida ha irrumpido en nuestra historia. Y esta vida divina, que inunda a Jesús por completo, no significa que Jesús se aleja en un mundo celeste, empíreo, desentendiéndose de la historia humana. Habría que hacer un reproche interpretativo -que no poético-, al gran literato español F.Luis de León en su famosa oda a la Ascensión del Señor: "Y dejas pastor santo / tu grey en este valle, hondo, oscuro..., / y tú, rompiendo el puro / aire, te vas al inmortal seguro". Jesús glorificado no abandona nunca la historia humana, sino que se convierte, por la potencia del Espíritu santo, en su fuerza más poderosa y dinámica.
El Resucitado adquiere una vida que no acabará nunca (Rom 6,9), que jamás conocerá la corrupción (Hch 13,34). Es un "cuerpo espiritual" (1 Cor 15,44). Esta paradoja quiere indicar que su cuerpo está animado por la presencia del Espíritu de Dios, transfigurado y glorificado. El cuerpo es la posibilidad real de comunicación y encuentro con Dios y los hombres. Ahora el cuerpo de Jesús está invadido totalmente por el Espíritu de Dios; colmado de la dimensión y vida de Dios. Ha sido elevado a un estado de gloria en presencia del Padre. el Resucitado se encuentra plenamente con Dios, y desde el Padre está más cercano de los hombres, más íntimamente dentro de todos nosotros.
3.4. El Resucitado, Palabra de Dios sobre Jesús y la historia.
La resurrección no es un añadido, sino la culminación de la obra de Dios en Jesús; conecta perfectamente con la fe en Dios creador y salvador (Mc 12,24; 2 Cor 13,4). La resurrección es un acto del poder de Dios que libera a Jesús de los lazos de la muerte y le concede vida nueva. Esta acción de Dios es creadora no sólo por la plenitud de vida que concede a Jesús, sino por la exuberancia de vida que se abre para toda la humanidad. La resurrección de Jesús significa la gesta soberana de Dios; y también su palabra reveladora más elocuente: Dios se da a conocer verdaderamente como Dios, capaz de dar la vida al que está muerto y sepultado, aquel en quien se puede confiar siempre aunque se pierdan las posibilidades y se acabe humanamente en un rotundo fracaso. Con la resurrección de Jesús Dios manifestó su amor y su fidelidad, y se identificó del todo con Jesús -lo que fue y lo que hizo-. Dios interviene decisivamente para justificar la vida de Jesús, su entrega diaria, su solidaridad al servicio de los hombres, su mesianismo pobre y entregado. El es fiel con Jesús, el justo oprimido y el siervo sufriente, al que rehabilita.
Con la resurrección de Jesus Dios se manifiesta asimismo fiel con la historia humana, que no acabará de manera nihilista en un caos de perdición, sino que tendrá un desenlace personal, comunitario y cósmico, perfectamente feliz. En la resurrección de Jesús, "el Hombre consumado", el Creador potencia todas las semillas que ya había sembrado en el corazón humano: anhelo de plena libertad, que se colma en la eternidad (K.Rahner); consecución plena del amor, "más fuerte que la muerte" (Cant 8,6). "Amar a alguien quiere decir: tú no morirás" (G.Marcel); realización de la esperanza, que cree más allá de la muerte (W.Pannenberg); respuesta de la justicia divina por encima de las injusticias humanas (J.Moltmann); satisfacción de eternidad, pues el hombre no se resigna agónicamente a morir para siempre (M.de Unamuno).
Dios "justifica" por completo la existencia entera de Jesús. Resucitándolo, Dios le da toda la razón. Ahora su palabra, el escándalo de la cruz, su muerte ignominiosa, recobran un sentido, al ser aprobadas por Dios. Con la resurrección de Jesús, Dios da testimonio en favor del testimonio que Jesús había mantenido durante toda su vida: plantar el evangelio del Reino entre los hombres. El silencio de Dios, su "kénosis" durante la pasión y la muerte ("¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?"-Mc 15,34.-), que parecía descalificar a Jesús, dejándolo solo y fracasado, se rompe en la resurrección como amor creador que salva de la muerte y rehabilita al hombre justo.
Dios es el protagonista, porque se trata de hacer entrar a la criatura en su mundo nuevo. La resurrección es así un acontecimiento escatológico, que sólo Dios puede realizar y dar a conocer. Acontecimiento cierto, gratuito y esencialmente oscuro, que respeta la libertad de la persona. La resurrección es el sí de Dios a todo lo que Jesús significaba. Y fe en la resurrección -que no es un suceso junto a otros, sino el que engloba a todos los demás- es fe en Jesús y fe en Dios. El Dios que resucitó a Jesús es plenamente de fiar.
Y desde Jesucristo, resucitado por el poder del Padre, cobra sentido y perspectiva de salvación toda la historia; tal como Jesús mismo hace entender a los discípulos de Emaús: él es el intérprete y artífice del designio de Dios. Toda la historia de la humanidad recobra coherencia a la luz de su muerte y resurreción. Merece la pena vivir y morir, tal como Jesús vivió y murió. Su resurrección no exime del dolor humano, ni quita realismo a la existencia entregada, ni la diluye...sino que le da un sentido salvador y una esperanza.
La resurrección no es un acontecimiento extraño o apéndice ampliado a la vida y muerte de Jesús, sino que realza cuanto de más profundo contiene su existencia, como servicio de amor a los hombres y obediencia al Padre, que se consuma en una muerte en cruz. Ahora Dios acepta amorosamente esta entrega, la acoge y la sella con la victoria. Muerte y resurrección forman juntas la única "Pascua del Reino".
3.5. El Resucitado crea comunidad y la envía a la misión.
Para hacer presente la vida nueva, que inaugura la resurrección, Jesús reúne a unos discípulos, que estaban dispersos y atemorizados por su traición. La convocación de los discípulos, a saber, la creación de la Iglesia (que literalmente significa, la "con-vocación") es obra del Resucitado. A esta Iglesia le encarga una obra grande: la misión.
Todos los relatos de los evangelios muestran que es Jesús quien se presenta resucitado en medio de unas personas que no se lo esperaban. Y utilizan el característico verbo (ofthe), que en voz pasiva-media significa "se dejó ver", mostrando así que es el Señor quien asume toda la inicitativa. Las apariciones son experiencias vividas por los discípulos, quienes lo reconocen como el Señor resucitado y en él encuentran el centro viviente que los congrega en comunidad. Pero la Iglesia, reunida en torno al Señor, no se mira a ella misma, no se encierra en sus límites, sino que es, desde la presencia irradiante de Cristo, una Iglesia misionera.
Todo encuentro con el Señor resucitado implica una misión (así fue y así debe seguir siendo). "Las apariciones del Resucitado son todas ellas misioneras" (González Faus). Las mujeres, que regresan del sepulcro, "anunciaron estas cosas a los Once y a todos los demás" (Lc 24,9). Pronto una red de comunicaciones comienza a desplegarse. Lo mismo que Jesús no se guarda para sí la nueva vida, sino que la comunica, de igual manera sus discípulos se comunican entre sí lo que cada uno ha vivido en relación con el Resucitado. Los discípulos de Emaús, tras el encuentro con Jesús glorioso, se levantan al momento, vuelven a Jerusalén y cuentan lo que había pasado en el camino (Lc 24,33.35). La aparición de Jesús al grupo reunido los convierte en sus únicos testigos, a fin de predicar a todas las naciones, empezando desde Jerusalén (Lc 24,47). Ellos son contituidos testigos, y tienen el sagrado deber de anunciar esta cosas (v.48).
La misión de toda la Iglesia, la tarea que le ha sido expresamente encomendada, consistirá en continuar aquellas primeras y entusiastas comunicaciones de fe, ser testigos de la Resurrección. Y ser testigo significa responder con la propia vida de la verdad de lo que dicen las palabras; vivir de la vida del Resucitado y hacer posible que otros también vivan de ella. La obra misionera de la Iglesia es una prolongación en el tiempo de la obra misma de Jesús, ahora potenciada por fuerza del Espíritu y la cooperación del Resucitado.
Pero la misión universal de la Iglesia aparece ejemplarmente concentrada en Mt 28,16-20, de la que será oportuno hacer una interpretación. Perícopa breve, pero de gran importancia, pues sirve de conclusión a todo el evangelio. Recapitula sus grandes temas teológicos: la autoridad (exousía) de Jesús, su ministerio de enseñanza, la continuidad de su obra mediante el discipulado, la continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo exaltado, la certeza de que el Señor permanece en la historia de la Iglesia hasta el fin del mundo. La misión universal de la Iglesia es una consecuencia de la autoridad de Jesús: "Se me ha dado toda potestad..." (v.18). Jesús aparece ya glorioso y entronizado por el Padre (pasivo teológico = Flp 2,10; Ap 12,10). Aunque Jesús habla como el Señor no es sólo su persona, sino la misión conferida lo que se subraya. La exousía significa la absoluta posibilidad de acción -propia de Dios-, su dominio perfecto y autoridad total. Mientras la exousía de Jesús terrestre tenía objetivos limitados, la del Señor resucitado es universal en extensión y en prospectiva. Esta declaración divina del Señor justifica la misión encomendada a la Iglesia, en un expreso mandato de misión: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes..." (v. 19). La soberanía del Señor es, por tanto, el derecho y la fuerza de sus enviados. Ya no está destinada la misión a "las ovejas perdidas de Israel" (Mt 10,5b-6), se extiende a todas las naciones. Hacer discípulos es hacer comunidad cristiana, es decir, Iglesia. No son las naciones las que llegan a ser discípulos, sino las personas que viven en las naciones. No manda cristianizar regímenes, sino hacer discípulos. Esta misión incluye una vida y una enseñanza: se realiza mediante el bautismo (incorporación a la misma vida de Dios, familia trinitaria) y la enseñanza, que tiene como norma absoluta seguir los mandatos del mismo Jesús, el definitivo Maestro (Mt 23,8.10).
Para la Iglesia no hay despedida irreparable de Jesús, sino certeza en su asistencia: "Estaré con vosotros todos los días..." (v.20). Lo que se asegura no es la presencia estática del Señor entre un grupo elegido, sino su presencia dinámica -itinerante- de ayuda para la misión universal de la salvación, que la Iglesia realiza. Jesucristo es el origen de la misión de la Iglesia, quien la protege en un contexto de sufrimiento, crisis y persecución (Mt 24,5-14); es el Enmanuel, que la asiste todos los días hasta el fin de los tiempos, cuando todas las naciones le reconocerán con Rey y Señor.
Para realizar este mandato misionero, la Iglesia no se encuentra sola; es animada con la fuerza del Espíritu (Lc 24,48-49), la escucha de la Palabra (Lc 24,13-27) y el pan de la Eucaristía (v. 28-32), y la presencia indefectible de su Señor (Mt 28,20).
CLAVE CLARETIANA
CONFIGURADOS CON CRISTO, MUERTO Y RESUCITADO
"Deseo padecer trabajos, calumnias, persecuciones, dolores y aflicciones por amor de Jesucristo y para la salvación de las almas" (EA p.623).
El deseo de imitar a Jesús y la dimensión misionera del sufrimiento son los dos aspectos que Claret vive con intensidad en medio de las persecuciones que tuvo que soportar en las distintas épocas de su vida. Todo culmina en el exilio de Fontfroide, donde pone en manos de Dios una vida entregada a los demás para el anuncio del Evangelio. La lectura de la Palabra de Dios y la contemplación de Jesús constituyen la luz y la fuerza que permiten a Claret y al misionero vivir la dimensión pascual del ministerio que se les ha confiado.
"Experimentamos con frecuencia las dificultades de nuestro ministerio, porque transmitir un mensaje de anuncio y denuncia en situaciones conflictivas de increencia, de injusticia, de alienación o de muerte, es siempre peligroso y arriesgado. Jesús fue el "mártir de la Palabra", y precisamente por eso, nadie ha logrado acallarla. Nuestra historia congregacional, desde nuestro mismo Padre Fundador, es rica en mártires" (SP 17).
A partir de ahí, es posible vivir solidariamente la experiencia de la Resurrección: la vida que vence a la muerte en nosotros mismos, en la historia de las personas y los pueblos, en el cosmos. La experiencia de la Pascua del Señor en el ministerio apostólico es la óptica vocacional de la lectura de este tema.
CLAVE SITUACIONAL
1. Cada uno de éstos. No es cuestión de razas, pueblos, geografías...es cuestión de personas. Cada persona que sufre, es un mundo que sufre. Cada esquina de la gran ciudad, cada cama de hospital, cada bohío de la selva, cada reja carcelaria conocen los nombres concretos y las historias concretas de los que sufren. El sufrimiento tiene nombre, tiene rostro. Hablar de salvación puede sonar a escarnio o generar esperanza. Ahí nos jugamos la palabra. Y eso es mucho decir. Jesús no muere para evitarnos el sufrimiento sino para darnos la posibilidad de asumir el sufrimiento como él lo asumió, para ser capaces de aceptarlo, y, desde ahí, luchar contra todo sufrimiento fruto del mal, de la injusticia, de la desigualdad y de la ignorancia. ¿Puede llegar a tener sentido el sufrimiento? ¿Tenemos nosotros la Palabra adecuada para conseguir que lo tenga?
2. Todo para todos. Sólo hay un camino para llegar a ser todo para todos, y es situarse a los pies de todos. Desde aquí es posible la universalidad del sufrimiento, la "internacional de humillados y ofendidos". Y si pensamos que el Resucitado conserva para siempre las señales de su pasión, como dice el Apocalipsis, podremos entender que sobra el "dolorismo" y sólo queda en confrontación con los hombres el trabajo verdadero por la justicia, la lucha contra la pobreza, la búsqueda de la verdadera solidaridad. El cristiano es un discípulo del "hombre para los demás". El hombre es un ser menesteroso que tiende a acaparar, a poseer... a costa de los demás. Si se rompe la universalidad del hombre todo resultará desigual: la comida, el trabajo, el dinero, la tierra. Todo queda dividido en categorías, castas y clases. La respuesta no puede ser acentuar lo particular. Acentuar lo mío no puede ser la solución al problema de todos. Y si no ¿qué significa ser "todo para todos"?
3. ¿Te suena? La religión, para muchos, es un reto a sufrir hoy con la esperanza de un mañana feliz. La vida, una marcha que parte del valle de lágrimas y nos lleva a la cumbre de la felicidad. ¿Cómo comparar el breve sufrimiento de este mundo con una dicha eterna? Se diría que la religión es una asignatura para aprender a sufrir. Desde ahí se mira a Cristo crucificado y sólo se siente compasión. Pero hay que descubrir en el Cristo crucificado un canto a la vida. Las expresiones "doloristas" del pueblo llano pueden ser reconducidas: de la cruz a la luz, de la muerte a la resurrección. Este cambio sólo es posible descubriendo el motivo de su muerte: el amor. La Palabra, para ser creída hoy, aunque sea una palabra dura, sólo necesita ir acompañada de amor. ¿Como está sonando hoy la Palabra del crucificado en la Iglesia? ¿con tono amoroso? ¿como invitación a la vida?
4. La cultura de la solidaridad. La solidaridad no es una virtud privada exclusivamente sino también pública, como públicas son la injusticia, la violencia, el despilfarro y la destrucción. Más de novecientos cincuenta millones de seres humanos no pueden satisfacer hoy día las necesidades elementales de la vida. Millones son víctimas de la violencia, de guerras civiles y del desprecio más total. Es necesario generar una cultura que haga posible la solidaridad, ya que ésta exige luchar contra los propios intereses, contra el propio bienestar, contra la propia cultura a veces. Nuevos modos, nuevas costumbres, una nueva civilización del amor, donde prime el ser por encima del tener, abierta a lo trascendente y abierta al misterio del Redentor, que por medio de su sangre "de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria" (Ef 2,13). ¿Cómo juzgas la postura de los cristianos ante las situaciones en que hay que definirse aún en contra de "lo propio" para ser solidarios?
CLAVE EXISTENCIAL
1. ¿Cómo nos planteamoss el sufrimiento a nivel personal? ¿Cuáles son las claves para mantenernos firmes cuando el dolor se adueña de nuestra vida?
2. ¿Cómo afrontamos en la catequesis y en la proclamación de la Palabra el tema del dolor y la muerte? ¿Qué puesto ocupa Jesús y su pasión en nuestros argumentos?
3. La religiosidad popular es rica en expresiones de fe ante la pasión del Señor, ¿lo es también ante la resurrección? ¿Qué opinamos al respecto?
4. ¿Cómo asumimos las consecuencias dolorosas a las que lleva el compromiso por el Reino? ¿Claudicamos frente a ellas? ¿Acudimos al discernimiento comunitario en los trances difíciles del anuncio de la Palabra (SP 17.1)?
5. ¿La vida de nuestra comunidad es la de unos seguidores del Resucitado, es decir, de personas con esperanza? ¿Nos sentimos solidarios, desde nuestra seguridad, con el dolor del mundo? ¿Cuáles son los gestos y realizaciones que acreditan vuestra solidaridad?
ENCUENTRO COMUNITARIO
1. Oración o canto inicial.
2. Lectura de la Palabra de Dios: Lc 24,23-35
3. Diálogo sobre el tema VII en sus distintas claves.
* Recordar lo que se ha indicado en el folleto PRESENTACION acerca del encuentro comunitario.
* Tener presentes las preguntas formuladas dentro de las pistas que se ofrecen para las claves situacional y existencial.
4. Oración de acción de gracias o de intercesión.
5. Canto final